sábado, 15 de marzo de 2014

SIN ESCAPATORIA (Versión blog, Parte 18)



18


El portero de La nuit es un auténtico gorila de dos metros al que casi le revienta el traje con la tensión de sus músculos de color. Usa gafas negras a pesar de ser noche cerrada y de resultar, ante cualquier ojo normal, muy tenue la iluminación de entrada al local. El fornido guardián saluda con un discreto giro de la cabeza mientras abre la puerta y franquea el paso. Inocencio desciende por las escaleras y penetra en una sala donde hay una barra de diez metros. Al final de la sala se abre un gran salón con mesas que rodean un escenario ovalado que está protegido por una barandilla metálica. La decoración es propia de los años ochenta, sobresaliendo los tonos rojos y dorados. La música recuerda los éxitos de aquellos años de despelote nacional, de libertad y de frenesí político.
 Varias personas charlan y beben junto a la barra, y algunas más lo hacen en las mesas del salón. La mayoría son hombres, aunque también se hacen notar algunas parejas de mediana edad en aparente actitud distendida. Inocencio reconoce al hombre que en una de las esquinas da vueltas a una copa. Se acerca a él y le aborda con la enorme alegría de volver a ver a un buen amigo, y también, de tener alguien con quien hablar después de todo el día dialogando con una máquina.
—¡Hombre, Gómez! ¿Cómo va todo?
El hombre se gira y extiende su mano con cierta parsimonia, con esa levedad de quien está de vuelta de todo y se mueve hacia Inocencio con un gesto cansado que ha repetido millones de veces. Fernando Gómez es un actor ya jubilado que ronda los setenta otoños. Va vestido con un traje de corte de los años sesenta que es como su uniforme oficial de paseo nocturno. Es un abuelo de complexión delgada, de aspecto enjuto. Su rostro está enmarcado en una barba de varios meses poco cuidada que resalta sobremanera porque es bastante calvo. Usa gafas de gran aumento en una montura de pasta negra bastante aparatosa y no se molesta mucho en limpiar los cristales, tan sólo lo necesario para poder distinguir los objetos con cierta nitidez. Los que le conocen bien, saben que tiene un carácter irritable, que es imprevisible, porque nunca se sabe cómo puede reaccionar ante situaciones aparentemente normales, y que en más de una ocasión ha organizado escándalos de gran calibre. En el mundillo de los actores tiene fama de auténtico cascarrabias.
—No tan bien como tú. Pero ahí vamos.
Fernando vive en una pensión de las de toda la vida, regentada por una viuda amante de todas las tradiciones madrileñas. La mujer le ofrece una habitación limpia, la comida caliente de medio día, y le deja el frigorífico para que pueda guardar un cartón de leche, algún zumo o algo de embutido. Las cenas suelen ser una aventura, son cuestión de caminar hasta encontrar a alguien que le recuerde, y que le invite a un café con leche o alguna cosa más consistente, según las ganas de hablar que tenga el contertulio.
El hombre goza de pocos ingresos. Toda la vida dedicada a la comedia y a la hora del retiro, está como está. Tiene una pensión no contributiva que apenas le alcanza para pagarle a la viuda de la pensión. También goza de una ayuda del Sindicato de Artes Escénicas, que entre otras cosas, le facilita parte de los gastos farmacéuticos que sus numerosos achaques le ocasionan. De vez en cuando le pide a algún amigo pequeños préstamos con la promesa de que los devolverá en el momento en que lo llamen para una aparición de extra en una serie televisiva de gran éxito, que lleva varios años en pantalla y que cuenta la transición a la democracia. En realidad hace años que no trabaja, lo último que hizo y por lo que cobró quinientos euros, fue un spot publicitario en que aparecía vestido de nazareno detrás del Cristo de los gitanos.
—Se te ve hecho un chaval —dice Inocencio.
—Tú sí que estás hecho un chaval. ¡Si yo tuviese tu edad!...Me comía el mundo. Ahora no están las cosas como cuando yo era joven. Entonces malvivíamos de pueblo en pueblo haciendo revistas o funciones cómicas. Y claro así no se puede llegar a ser un Richard Gere o un Michael Douglas. ¡Qué años aquellos!
—No creas que ahora las cosas son mejores. Todo está fatal. Es casi imposible que te den un papel que te lleve al éxito, al dinero, a la fama. Porque algunos como yo, buenos, somos. Vamos, que no tiene nada que ver nuestra forma de interpretar con la de otros que salen en todas las publicaciones de moda junto a espectaculares modelos. Esos han hecho un camino más directo. No han reparado en prejuicios. Han aceptado cualquier cosa que les den a cambio de eso…Pues eso… que les den…Y siempre dirán que no. Vidas inventadas. Realidades falsas. Mucho montaje. Nada de verdad. Y es que todos mienten. Mienten más que bellacos. No te puedes fiar de nadie. Este mundo está podrido. Apesta a cosmética de lujo y a ropa interior de seda. De ambos sexos. Sin excepciones. A mí que no me digan. El que esté libre de mentira que diga la primera frase y salga de escena. Y no saldrá nadie. Ya te digo, no te puedes fiar de nadie.
—¡Ah, la mentira! El motor del mundo. ¿Qué te crees que lo mueve? ¿El dinero, el amor? Gilipolleces. Lo mueve la mentira, la diosa dionisíaca del engaño y la falsedad. La mentira es una cosa de toda la vida, diría Platón a sus alumnos hace miles de años. El día en que la verdad sea más rentable que la mentira, la inmensa mayoría de los pobres nos haremos ricos.
—Dios te oiga Gómez. A ver si cambian las cosas en este mundo de fingidores que tenemos.
—¿Y de quién te vas a fiar? Que me lo digan a mí, amigo mío. Le dejé todos mis ahorros a una actriz de reparto, de quien estaba enamorado, para que fuese a las américas a hacer carrera, con la promesa de que en el momento en que tuviese el primer éxito me llevaría con ella para casarnos y ser su representante. De esto hace cuarenta años y no he vuelto a saber de ella.
Inocencio hace un gesto de contrariedad, encoge los hombros y mira para otro lado, como buscando al camarero para no seguir la conversación, ni los derroteros que aquella deriva estaba tomando y que confluían en algunas propuestas similares que había recibido. Cada vez que había cobrado alguna cantidad sustanciosa, si llegaba a oídos de la amante de turno, ésta siempre tenía alguna propuesta financiera que hacerle. En algunos casos había picado. Y ya conocía el tono de las mujeres cuando se aproximaba el sablazo. Inocencio levanta la mano para llamar al camarero y le indica que le ponga lo mismo que estaba tomando a Fernando y para él pide una cerveza. Mientras, el viejo actor sigue quejándose después de apurar la copa de un trago al ver que Inocencio pedía al camarero la siguiente.
—Y yo que la quería tanto. Era mi musa. Cuando salía en la revista con aquel corpiño ajustado, a todos los hombres se les cortaba la respiración, y yo respiraba con satisfacción y orgullo pensando que aquel maravilloso cuerpo era para mí, sólo para mí. ¡Qué tonto fui! —Suspira—. Al despedirme en la estación de Chamartín le dije: mi coquito de canela, ten cuidado y escríbeme pronto, que estoy ansioso por casarme contigo allá en las américas, que deben de ser un paraíso. Y voy a ser el mejor representante del mundo porque tendré a la mejor actriz del universo.
—¿Representante dices? No me hables…No me hables de representantes que yo ya sé lo que son. Con todos mis respetos para ti y tu vocación frustrada, según cuentas, los representantes son unos malos bichos. ¡Si yo te contara! Algún día cambiarán las cosas.
—Eso. Algún día. Así me he pasado la vida. Pensando y pensando que algún día las cosas mejorarían, y ya ves. Hoy me veo con lo justo para no morirme de hambre, para dormir cada noche a cubierto, lo poco que duermo, y poco más.
—La vida es una gran puta —sentencia Inocencio.
—Aunque miremos hacia delante, hacia un futuro incierto, que en mi caso es más cierto cada día, el pasado del que huimos siempre acaba por alcanzarnos. Y cuando lo hace nos damos cuenta de que ha cambiado de vestido, pero es el mismo, el mismo con un rostro más demacrado, con la piel cuarteada por las arrugas, con el pelo cano. Igual que nosotros.
—Lo dices con un tono de tristeza muy profundo. Anda, bebe un trago de eso que tomas. Ahuyentará la melancolía.
—Es coñac. Me gusta porque me quema los rencores que llevo por dentro. Tristeza, dices. Tal vez. Sólo la tristeza es capaz de describir lo inefable. Cuando bebo me tranquilizo y me da por recordar lo que pude ser y no fui.
—También tendrías tus buenos momentos, tus éxitos bien merecidos.
—No digo que no hubiese algunos instantes de gloria. Pero el verdadero éxito en la vida es acercarse cada día un poco más a lo que creemos que es nuestra felicidad. Eso lo he descubierto ahora que ya me queda poca presencia en este mundo. Y me lamento mucho de no haberme dado cuenta antes, cuando tenía más vitalidad para disfrutar plenamente de cada una de las pequeñas cosas de que está hecha nuestra existencia.
—Hombre no seas tan radical. Yo he oído contar cómo se reía la gente en el teatro La Latina con tus interpretaciones del paleto que viene a Madrid porque le toca la lotería, e iba a hacienda acompañado de dos monumentales vedettes para cobrar su premio, y le decía al cajero después de que le descontara los impuestos: “aquí cuándo canta Manolo Escobar que le han rodado el carro”. ¡Qué risa! Como tartamudeabas contando billetes y todo el mundo se tronchaba porque las vedettes se burlaban de ti sin que las vieras. Y tú, con la chaqueta de pana, y la gorra calada hasta las cejas, haciéndole arrumacos a una, mientras la otra te sacaba los billetes de los bolsillos. ¿No digas que no es gracioso?
—Sí. Menos mal que siempre nos queda el humor para afrontar la vida. Y hace falta una buena dosis de humor para vivir hoy con cierta dignidad.
—Eso suena bien. ¿Dónde lo has leído?
—No sé si lo he leído o es de mi cosecha. Afortunadamente hace mucho tiempo que perdí la cuenta de los libros que han pasado por mis manos. Todavía hoy, que mi vista no es buena, merodeo las librerías de viejo a ver qué encuentro. Lo malo es que casi todas las ediciones baratas están en letra muy pequeña, y ya te digo, mis ojos no dan la talla.
—Ya ves. La vista y la memoria son dos de las cosas que los actores nunca queremos perder, y sin embargo, son de las primeras que nos abandonan.

—Así es, querido amigo. Definitivamente estamos condenados a encontrarnos de cara con aquello de lo que huimos.


CONTINUARÁ...

Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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