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viernes, 11 de agosto de 2017

LAS UVAS DEL PROGRAMADOR




LAS UVAS DEL PROGRAMADOR



Se ha sentado en el sofá buscando unos minutos de tranquilidad para poder realizar su cometido del día. Ha cogido de su despacho lo que necesitaba: el cuaderno donde anota los programas anuales, un bolígrafo y una calculadora. Mira hacia los amplios ventanales del salón con ojos viajeros, como si recorriera la distancia que le separa del pasado en un segundo. Se escucha el viento silbar con vigor tras los cristales. La imagen de los árboles moviéndose igual que desnudos peines del viento, le llama la atención, pero no le inquieta. Dentro de su casa, el clima es agradable gracias a la climatización controlada por un moderno sistema de domótica, pero fuera parece que la tarde es muy fría, un tanto desapacible, como es propio del invierno en Silycon Valey. El tiempo está revuelto, considera para sí el ejecutivo, amenaza tormenta. A lo lejos, en el horizonte de la sierra cercana, por detrás de los edificios que siembran el valle de arañas metálicas, se ve una oscura masa gris que no anuncia nada bueno.
Silvestre suele dedicar unas horas del día 31 de diciembre de cada año a hacer balance del tiempo transcurrido, a valorar el nivel de logro de los objetivos planteados el año anterior, a establecer el punto exacto de sus finanzas, a comparar su situación económica con la que tenía al final del año pasado, y sobre todo, a redactar el programa con el que guiará sus pasos, y los de los suyos, durante el año siguiente. También va a plantearse los propósitos, prioridades, objetivos y el presupuesto con el que afrontará el día a día durante los próximos meses. Le gusta prever lo fundamental y tener el camino trazado para las cosas esenciales. De ese modo puede dejar su mente volar con más libertad, teniendo claro que sus pies están en la tierra y que la realidad está sujeta con los instrumentos básicos para ser fiel a su concepto de vida. Esta costumbre le viene desde joven, en España, cuando estudiaba en la universidad de Sevilla los primeros cursos de sistemas informáticos, robótica y programación.
Dentro de la casa, la tarde parece tranquila, pero no tardará en complicarse con los preparativos de la cena de Nochevieja para la que esperan invitados. Su mujer ya está en la cocina. Vanesa es una joven muy atractiva, hija de padres mejicanos. La conoció en una convención de últimas tendencias creativas, cuando le sirvió de traductora al japonés. Jamás hubiese imaginado que una mejicana hablaría con tanta gracia el idioma nipón mientras le guiñaba el ojo para quedar aquella noche. Desde entonces no sólo hacen sushi. Ni jalapeños. Ni paellas…  Los niños están jugando en sus cuartos. Tiene dos pequeños torbellinos que hablan a partes iguales español e inglés.
Hay una extraña quietud en el ambiente. Silvestre ha considerado que es el momento adecuado para aislarse unos minutos y proceder a su ceremonial de cada año. Será la calma que precede a la tormenta. Ni siquiera la desbordante imaginación de que hace gala en los diseños y programas de juegos de videoconsola, con los que se gana la vida, le puede advertir de lo que ocurrirá esta noche.
Está relajado. Durante el instante plácido que ahora le regala la fugacidad de la vida, distrae los ojos posándolos sobre la esfera dorada de su reloj. Observa que el segundero sigue girando con un destino riguroso: el punto exacto de la hora. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Son las seis de la tarde. El tiempo se escapa entre los márgenes que delimitan la medida del instante que ya ha concluido. Silvestre ha de aprovechar cada segundo, no tendrá una segunda oportunidad para vivirlo. Se propone apresar una mínima porción de la esencia que acompaña las últimas horas del año y lo va a hacer en el recinto abierto que conforman las palabras.
Su mente comienza a repasar los objetivos que se propuso para el año que termina. Respira con cierta satisfacción y enciende un cigarrillo. Los ha cumplido casi todos, en mayor o menor medida. Aunque hay uno que no ha conseguido, uno que posee la propiedad maquiavélica de esgrimir siempre la excusa perfecta para no ser cumplido. No ha podido dejar de fumar. Éste tendrá que ser uno de los objetivos para el próximo ejercicio. Reflexiona durante varios minutos y va anotando en su cuaderno, con estricto orden de prioridades, el resto de los objetivos básicos en cada uno de los apartados: familia, trabajo, economía, personales.
Dentro de este último apartado, en el que coloca aquellas cuestiones que sólo dependen de él, o que a él sólo afectan, se propone ir escribiendo un diario con sus sensaciones ante la vida, sus inquietudes, sus recuerdos, y todas aquellas cosas que merezcan la pena ser resaltadas. Lo considera un instrumento que le puede ayudar a reflexionar y que, a la vez, le puede alejar un poco de la frialdad matemática de su trabajo. Pretende que la escritura del diario se convierta en un hábito permanente para el resto de sus días. Intuye que le resultará gratificante. Ha de tomárselo con calma y con constancia. Tal vez le sirva para transmitir a sus hijos lo que piensa de la vida en general y de sus experiencias en particular. Se platea aprovechar este momento para iniciar el diario con lo primero que se le ocurra. Lo hará en el mismo cuaderno donde escribe sus programas, año a año.
Esta noche, en el intervalo de tomar las uvas, repasará interiormente sus deseos y pedirá a las hadas del misterio suerte para poder cumplirlos. Imagina cómo será el momento preciso en que, acompañado de su familia y de los invitados a la cena de Nochevieja, tomará las doce uvas, esa tradición que sirve para endulzar el tiempo decisivo en que se cambia el calendario, se dicen adiós a las penas del año que termina, y se reciben con alegría las esperanzas para el nuevo periodo de vida. Silvestre vuelve a mirar el reloj y ve que se va aproximando a las siete de la tarde. Las manijas del reloj se mueven con la ansiedad de un vampiro sediento por beber la sangre del tiempo. Pronto el año nuevo será una realidad llena de ilusiones y del viejo sólo quedarán algunos recuerdos que se irán borrando o cambiando de imagen mientras se convierten en arrugas del alma.
En el interior de la cocina, Vanesa se está esforzando con el menú de la cena. Quiere agradar a los invitados. Los preparativos son laboriosos y comienza a estar nerviosa por la duda de que pueda estar todo listo en su momento. Cocina exquisitos manjares. Este año toca cocina española para Nochevieja. Pondrá varios entrantes al centro de la mesa. Merluza a la vasca de primero. Cordero asado de segundo. Compota de frutos secos de postre. También tiene que preparar la mesa del comedor, colocar los cubiertos, disponer una decoración sugerente. Se mueve como un torbellino de energía. Entra y sale del salón, donde reclinado en el sofá y con un cojín amarillo por soporte del cuaderno, Silvestre escribe imbuido en su mundo.
Los niños salen de sus habitaciones y se plantan en el salón con varios juegos electrónicos en las manos. Los sonidos machacones de un comecocos y de una máquina de matar marcianos llenan el espacio. El tiempo parece detenerse cuando uno de los niños enciende el televisor y conecta la PlayStation. Silvestre siente que la entrada en escena de esos juegos es la antesala de la condena a muerte de su momento creativo. No puede oponerse. El negocio es el negocio, los niños no deben contar a sus amigos que su padre les prohíbe los juegos que él mismo promociona. Nota una leve sensación de derrota en las venas. Siente la sinfonía del mercado acariciándole los costados del alma. Y se reconforta pensando que contra las modas no hay quien pueda.
Silvestre lleva su mente a otros asuntos. Le da por comparar su infancia con la que están disfrutando sus hijos. Aquellos años en la vieja España fueron muy diferentes a los que viven sus hijos en la moderna sociedad USA. Ni mejores ni peores. No los juzga. En aquellos tiempos la imaginación y el riesgo vestían las luces de la infancia y demostraban ser los aliados más sólidos contra el tedio. Entonces había que pensar, inventar pasatiempos para divertirse, y construir los juguetes con elementos rudimentarios. Era preciso dejar que las ideas volasen entre los vértices más sensibles de las neuronas y luego atreverse a dar el paso decisivo mientras la magia del peligro aflojaba las cordoneras de las zapatillas.
El riesgo y la imaginación proponían subir al tejado de una casa en ruinas para buscar entre los huecos de las tejas nidos de gorrión. O coger las crías y echarlas a volar para ver cuál de los pequeños era el vencedor. O asaltar un enjambre de avispas y bombardearlo con bolas de barro, e intentar salir indemne de los aguijonazos de los enfurecidos insectos. Y otras fechorías por el estilo. Todos esos actos eran, sin duda, actividades que producían sensaciones mucho más excitantes que las que se puedan producir al oprimir el botón de una consola, al utilizar breakout, al sumergirse en esos juegos en que aparece una tabla y una pelota con la que se pretenden destruir bloques de ladrillos.
Silvestre recuerda cómo, en los meses de lluvias, sentado junto a las charcas, observaba el vuelo enigmático de las libélulas y adivinaba el terror que aquellos enigmáticos helicópteros debían tener a posarse sobre las briznas de hierba que nadaban en las aguas. Mientras tanto, agazapadas dentro del minúsculo mar fangoso de los charcos, las ranas, con ojos saltones y asesinos, esperaban pacientemente que alguno de aquellos insectos decidiese jugar a piratas y filibusteros cerca del agua. Era entonces cuando lanzaban sus lenguas como látigos pegajosos para cazar a los pequeños aviadores y saborear su crujiente materia.
Silvestre anota en su cuaderno: La muerte acecha en cualquier lugar como una cizalla imprecisa que custodian los soldados de la sombra. Todos tenemos miedo a que las fauces de ese monstruo, desconocido y hambriento, hagan presa de forma imprevista en nuestras ilusiones. Todos tenemos miedo a que nos llame por nuestro nombre y en nuestro idioma.
Y la muerte habla todos los idiomas, el de los insectos, el de las ranas, también el de Silvestre, aunque él se empeñe en no entender su significado hasta que los años vividos no le hayan preparado para morir, si es que eso es posible. Igual que un griefer, ese tipo de jugador violento que sólo pretende irritar, humillar y atormentar al resto de jugadores, la muerte esgrime su posibilidad de sorprenderle en cualquier momento.
Los recuerdos se niegan a morir entre las tinieblas del olvido, se renuevan con otro tono, recuperan las vivencias de Silvestre.  La materia del recuerdo tiene la potestad de modificarse con el tiempo. Y así, como un espacio inasible del pasado, esa dimensión que mantiene en el aire los gritos del silencio, vuelve a su memoria la algarabía de los amigos de la infancia mientras jugaban a la pelota. Corrían igual que gatos tras un ratón detrás de un objeto ovalado. A veces se trataba de un trapo enrollado; otras era una simple piña de ciprés; y en alguna ocasión muy especial, sobre todo después de las fiestas navideñas, el perseguido y golpeado sin piedad, era un balón de reglamento, una maravilla hecha a base de goma recauchutada que convertía a su dueño, por arte de un embrujo mágico, en el rey del grupo.
A sus amigos y a él se les pasaban las horas trenzando las dimensiones de la era: su campo de juego. La era había acogido en su terreno la mies de la sementera y guardaba el trillo como testigo simbólico del pan de los campos. En otras ocasiones convertían un bancal con restos de rastrojos en un improvisado campo de fútbol. En los extremos de la superficie del bancal marcaban las porterías y las líneas de córner con cañas o piedras. Las líneas laterales eran los caballones. Después, en su tierra seca y polvorienta, emulaban a los grandes jugadores de la época. Conocían sus nombres por la radio, y los habían visto alguna vez en la televisión en blanco y negro del bar de la zona, o del teleclub. Silvestre y su pandilla jugaban a la pelota igual que los personajes de Joyce al inicio de la novela Retrato de un artista adolescente. Aunque en otro espacio y en otro tiempo, con otras formas y matices, allí también se estaba elaborando el perfil de alguien que deseaba ser distinto a los otros, construirse desde la realidad en la que vivía.
En aquellos años había momentos en los que los amigos se convertían en un comando guerrillero que asaltaba los almendros durante la primavera para apropiarse de sus frutos frescos y nutritivos. Luego, durante los veranos, ese mismo comando exploraba los matojos que cercaban los granados a la búsqueda de sus crueles enemigos. Cuando descubrían el cuartel general de las avispas, se reunían cerca del objetivo y preparaban el plan de asalto. Debajo de una higuera o junto a la sombra de un olivo planeaban con detenimiento los pormenores del ataque. Se pertrechaban de tormos, piedras, bolas de barro, y del arma secreta, que siempre resultaba infalible en los momentos difíciles: un puñado de matojos secos a los que prendían fuego para lanzar posteriormente contra la selva amarilla del avispero. Tras lanzarse como comandos suicidas sobre el objetivo, algunos salían heridos de la reyerta, cosidos a picotazos por las avispas, que sorprendidas por las hordas enemigas, respondían al ataque con toda su furia.
Durante aquellos años, el tiempo se sucedía a sí mismo con una constancia que Silvestre y sus amigos no eran capaces de observar y mucho menos de medir. A menudo olvidaban dónde estaban y cuál era su verdadera realidad. Sólo, de tarde en tarde, miraban el sol mientras se iba escondiendo tras las montañas y sentían una ligera inquietud o un templado sosiego. Eran sensaciones que no llegaban a tener connotaciones de miedo a ser castigados por sus padres al llegar tarde a sus casas. El tiempo no poseía la celeridad que tiene hoy. Tampoco provocaba la agonía que se siente con su paso.
Silvestre mira el reloj y ve que ya son las siete y media de la tarde. Los niños siguen jugando con sus videojuegos ajenos a sus pensamientos. Su mujer no tardará en reclamar su ayuda para los preparativos de la cena. Tras los ventanales, el viento sigue silbando con furia. La tormenta está próxima a desencadenar la energía de las nubes sobre la tierra. Se sumerge de nuevo en los recuerdos.
Rememora cómo en aquellos años en que la infancia dejaba respirar en sus alveolos el aire de los campos, él buscaba su espacio de libertad, sus sueños, su autoestima; intentaba forzar la génesis y el desarrollo de las características de su personalidad, las razones de un niño que quería convertirse pronto en un hombre con señas de identidad propias. Cuando caminaba por las veredas imaginaba mundos remotos en las volutas de polvo que levantaba su calzado. Transformaba la realidad que vivía en paraísos lejanos, espacios donde duendes, brujas, soldados y reyes, vivían vidas mágicas, experiencias que siempre estaban al otro lado del camino que pisaba.
Cuando andaba por las sendas solitarias de la planicie (senderos que eran las autopistas de los mulos) iba mirando las formas que encontraba a su paso: almendros, oliveras, frutales; y todo lo que se encontraba en su limitado horizonte cambiaba de forma, de dimensión, de espacio, de tiempo. Los árboles se transformaban en gigantes de humor variable y apetito voraz. El paisaje era una metáfora permanente de la fantasía. Lo podía describir a su antojo dentro de las oquedades de la mente infantil que le conducía por las tierras de la inocencia. De ese modo pretendía encontrar la libertad. Y era aquélla una libertad que poseía el color de la naturaleza, el olor de los lirios, la sensualidad de las amapolas, los contornos de los pétalos de las margaritas silvestres, la fragancia veraniega de los geranios, el brillo azulado y el tacto áspero de los cascotes y los cantos rodados que cubrían el lecho de las ramblas, o el murmullo de los animales de crianza cuando se acercaba la hora de ser alimentados. A esa libertad no la conocía por su nombre, era sólo una sensación que desprendía el aroma del limón de los sueños, un color demasiado amarillo para lo que después comprendió que significaba el verdadero concepto de libertad.
A pesar de no valorarlo, se sentía libre. Disfrutaba de la vida sin más límites que los que le imponía la imaginación y el tiempo. Se entusiasmaba con la voluptuosidad del ideal de naturaleza y la percepción de una tierra limpia y en armonía consigo mismo. Creía que el mundo era equilibrado, justo, armónico. Que sus imágenes eran la realidad. Poseía unos dones especiales y tal vez sólo literarios: bondad de corazón, solidez de juicio y sinceridad, al igual que Cándido, el personaje de uno de los cuentos de Voltaire.
Algo parecido le ocurría a sus compañeros de correrías. Imitaban lo que veían en los cines los domingos. O en televisión, cuando era posible verla. Las películas de vaqueros y de indios estaban de moda. Con ramas secas que procedían de la tala de los árboles, simulaban pistolas y rifles que disparaban con ráfagas onomatopéyicas de voz, como si se tratase de un chiste de Gila. Y con cañas y cuerdas fabricaban arcos, flechas y lanzas, para la defensa de unos indios que siempre perdían la batalla.
Silvestre se pregunta quién hacía el indio de verdad. Acaso fueran ellos. Ni siquiera suponían que aquellas imágenes que les bombardeaban los sentidos eran una forma encubierta de colonialismo. Igual que ahora, algunos pasatiempos fomentaban la violencia, la enajenación de la imaginación y el mercantilismo. Procura no pensar mucho en ello, pues a pesar de todo, el mundo de los videojuegos en su mundo, su trabajo, y la fuente de recursos para el sustento de los suyos. Visto desde la óptica de hoy, aquellas películas suponían un atentado contra la libertad del pensamiento y de la imaginación. Los malos eran siempre malos, los buenos siempre buenos. A Silvestre le queda el consuelo de que quizá aquellas secuencias bélicas eran un revulsivo para quienes piensan que no hay ningún hecho absolutamente inocente, ni libre de segundas intenciones.
En el preciso momento en que Silvestre comienza a adentrarse por les vericuetos de la filosofía, Vanesa, un tanto airada, le increpa sobre la oportunidad de su retiro creativo. Las palabras y los gestos de su mujer rompen su concentración. Después, con un tono un poco más conciliador, le pide ayuda para terminar la cena y presentar los entremeses en la mesa del comedor. Silvestre le contesta serenamente y le pide que espere sólo unos minutos. Se mueve en el sillón y mira la hora. Son casi las ocho de la noche. Intenta ordenar los pensamientos para ir terminando el relato que está escribiendo como inicio del diario. Se da cuenta de que ha dejado a medias su programa para al año próximo y que, seguramente, tendrá que utilizar algo de tiempo del primer día de enero para ultimar todos los aspectos de su amplia programación.
Vuelve a su diario. Lo hace con mayor diligencia y rapidez. Concreta en su cuaderno otros aspectos relacionados con la infancia que se le habían escapado en sus anteriores divagaciones. Habla de sus condicionantes para la vida en el campo. También de sus experiencias en la cercana ciudad que luego fue su morada juvenil. Menciona algunas de sus lecturas. Escribe pequeños retazos de recuerdos sobre los que pretende volver cuando tenga más tiempo. Y escucha cómo comienzan a caer las primeras gotas de lluvia tras la ventana.
Y va anotando en las páginas de su cuaderno que en aquellos tiempos, él y sus amigos eran simples usuarios del sistema, seres que vivían sin criterio para poder opinar y tomar decisiones prudentes en relación al gobierno de sus voluntades, no podían ir más allá de lo que se refería a pasar el tiempo de la mejor forma posible. Tal vez igual que hoy. Quizá como sus hijos, pero de otro modo. Les escucha jugar nerviosamente y exclamar improperios mientras están sumidos en la vorágine de los mecanismos de su PlayStation. Considera que quizá estos juegos puedan ser peligrosos si se convierten en la única referencia. Quizá mermen la capacidad de imaginación o produzcan adicción. Cuando llevados por la inercia de las posesiones de los amigos, sus hijos le pidieron que se las dejara tener, él mostró sus reticencias, era reacio a permitir que entraran en casa las maquinitas que les daban de comer. Una cosa es el trabajo y otra la devoción, decía. Pero cuando unos familiares se las regalaron a sus hijos envueltas en todo su afecto, no pudo oponerse y negarles el derecho de estima. 
Un espectacular relámpago centellea tras la ventana seguido del estruendo ensordecedor de un trueno. Su mujer ya no puede esperar más. Movida por el sonido del trueno sale de la cocina y mientras se limpia las manos se dispone a cantarle un corrido mejicano.
—¿Me vas a ayudar a no?
—Ya va… Ya va… Hay que ver, no puede uno…
—La hora se echa encima. Mis padres están a punto de llegar y aún no tengo la mesa preparada. ¿Puedes terminarla tú?
—Ya voy. Tenía que terminar esto. Ya sabes que me gusta comenzar el año con las cosas claras.
—Sí. Tú ahí, bien a gusto. El tiempo se pasa y hay mil cosas que hacer. Estoy agobiada. Hay que preparar canapés, partir jamón, hacer la ensalada campesina, vigilar el punto del asado y rociar la carne, presentar los langostinos, montar la nata para el postre, sacar la cubertería nueva, las copas de gala, abrir el vino…
—¡Vale! ¡Vale!... Ya voy. Guardo el cuaderno y me pongo.
—Ya voy no. Ya.
—Bueno. Bueno. Tengamos la fiesta en paz. Que yo respeto tus momentos y nunca te incomodo cuando sé que estás con algo importante para ti.
Otro atronador relámpago hace temblar los ventanales. El agua de lluvia cae con furia. La luz hace un amago de apagarse pero se mantiene encendida. Y vuelve a tronar con más fuerza aún.
Suena el timbre de la puerta. Silvestre se acerca al telefonillo y pregunta. Nadie contesta al otro lado.
—Serán mis padres. Dijeron que vendrían temprano —dice Vanesa.
Silvestre abre la puerta y no ve a nadie en el portal. Tampoco ve señales de movimiento en el ascensor. Vuelve a sonar el timbre de la puerta y ésta vez Silvestre se extraña de lo que ocurre.
—¿Quién puede llamar? La puerta está abierta. Y no hay nadie al otro lado.
 Cierra la puerta con el entrecejo fruncido.
—Ha sonado el timbre dos veces y no hay nadie afuera. Debe ser algún cortocircuito que se ha producido por alguna bajada de tensión en la línea… Vamos a lo nuestro… Voy para la cocina.
Un nuevo relámpago ilumina la noche a la vez que la luz se apaga definitivamente. Los niños comienzan a protestar porque se han quedado sin juego en la pantalla del televisor. Sus protestas terminan de súbito y se convierten en un silencio expectante, al que sigue una exclamación de miedo, y una llamada a su madre, cuando tras un violento golpe en la pared, un grito cavernario recorre todos los rincones del salón.
—Déjate de bromas, Silvestre. ¿Dónde hay una linterna?
—No he sido yo.
Retumba otro trueno. Se escucha un nuevo grito que parece extraído de las catacumbas de la muerte. Y los cuadros de la habitación se caen al suelo produciendo un chirrido metálico.
—Aaaahhh... —Gritan los niños al unísono—. Mamá tengo miedo.
La mujer de Silvestre está inmóvil en el lugar donde se quedó cuando la luz desapareció de la habitación. Ve a su marido en el instante en que un nuevo relámpago le ubica cerca del sofá. Pero también ve a una figura descarnada sentada en el suelo y apoyada en sofá. La figura parece jugar con una pantalla móvil en la que se ven imágenes de zombis devorando a una pareja.
—¿Has visto eso?
—El qué. —Dice Silvestre.
Un nuevo relámpago y un nuevo sonido metálico. Vanesa ve con más claridad a la figura descarnada. Se parece a uno de sus hijos. Pero es como si tuviese cien años y tan sólo cincuenta centímetros de estatura. Ahora ha podido observar con más claridad las imágenes que están en la pantalla. Una de ellas es la suya. Es su propia imagen vestida de novia la que se desploma ensangrentada, con mordiscos y desgarros en la cara.
—¿Pero no me digas que no ves a ese niño anciano que juega con la pantalla?... Es terrible. Un monstruo.
—Te digo que no veo nada.
—Mamá. Nosotros tampoco vemos nada.
La mujer ve cómo la pantalla se ilumina dejando nítida la figura de su marido troceada en una fuente. Escucha un silabeo misterioso cerca de su oreja. Siente una brisa de aire frío que le hiela la sangre y se queda paralizada. La extraña voz le dice:
—No era esto lo que querías: dar todo a tus hijos. No era esto lo que también quería tu marido. Pues ya ves el resultado.
La mujer se estremece al notar el tacto de unas manos agarrándose a sus piernas. De nuevo brilla un relámpago y de nuevo suena un trueno. La habitación se ilumina. Ahora no ve la figura de su marido. Le llama. La voz no puede salir de su garganta. Está atenazada. Un terror de pesadilla se apodera de su alma. Siente un vacío debajo de sus pies. Es la ingravidez la que se apodera de su cuerpo. Y se siente caer lentamente al suelo.
En la calle, la lluvia parece remitir y el golpeteo del agua en los cristales se acompasa con el aire. La luz eléctrica vuelve a encender las lámparas. Silvestre ve a sus hijos cogidos a las piernas de su mujer,  temblando de miedo, y a ésta en el suelo, sobre la alfombra. Se abalanza sobre ella. Le agita la cara mientras repite sin cesar su nombre. Ella no responde. Busca el teléfono y llama a una ambulancia. Mientras, los niños siguen sin soltar las piernas de su madre. Están como aterrados. Y ateridos de frío.
Silvestre corre a la cocina, busca un vaso, lo llena de agua y vuelve junto a su mujer. Intenta darle agua, pero no lo consigue. El tiempo le contagia su agónica impotencia. No sabe qué más puede hacer.
A los pocos minutos llaman al timbre con insistencia. Silvestre abre la puerta y respira agitado mientras indica dónde está su mujer y explica que no responde a sus llamadas.  Un médico y una enfermera se hacen cargo de la situación. Él solo acierta a decir:
—Cuando se hizo la luz, ella estaba tumbada en el suelo, sin sentido. No sé qué le ha ocurrido.
El médico la reconoce con urgencia y actúa con mucha decisión.
—Es una parada. Rápido. El desfibrilador.
La enfermera prepara la máquina mientras el médico inyecta una solución química adecuada para estos casos. Luego, coge el desfibrilador y aplica dos descargas muy seguidas. Vanesa reacciona levemente y la enfermera inicia un masaje cardiaco mientras pronuncia en voz alta su deseo.
—¡Vamos! No te vayas… ¡Vamos!… Vamos…
Suena el timbre de la puerta. Silvestre abre temiéndose que se trate de los padres de su mujer. Como así era. Intenta explicarles que su hija había sufrido un infarto. Ambos, alarmados, se acercan hasta el médico preguntando por su estado.
—Se va a recuperar. Va a salir de esta. Pero es necesario que la llevemos al hospital y la internemos durante unos días para tenerla controlada y medicada —les contesta el médico.
Dos horas después, Vanesa estaba en una habitación de cuidados intensivos. Todas sus constantes vitales estaban controladas por los aparatos técnicos necesarios para que cualquier alteración del corazón fuese detectada de inmediato. Alrededor de ella se encontraban Silvestre, sus hijos, y sus padres.
Desde el control de enfermería les habían llevado unas bolsas con uvas. Apenas faltaban unos segundos para las campanadas. La pantalla de un televisor situada en el control de enfermería mostraba el bullicio, la fiesta y los colores de algunos lugares emblemáticos del mundo.
Silvestre recuerda, con la tranquilidad de saber que su mujer se recuperará, lo que hace unas horas estaba escribiendo en su cuaderno. Piensa en los recuerdos de la infancia y en la realidad de su vida actual, en la contraposición de ambos mundos. Comprende que tantos programas para asegurar el futuro no sirven para nada. También recuerda que no puso punto y final a las páginas del diario que comenzó a escribir aquella tarde. Y se acerca a Vanesa con las uvas en la mano. Ella le sonríe.
—Creías que no llegaría a tomar las uvas. Pero estoy aquí. He estado en una nube. Una gran paz me recorría el cuerpo como un bálsamo. Me notaba fuera de mi cuerpo. Te he buscado por toda la casa. Y no te encontraba. Un extraño ser parecía devorarte después de destrozarme a mí, de desgarrarme la carne a dentelladas. Era como una pesadilla que no tenía fin. Cuando acababa con nosotros, volvía a comenzar de nuevo.
—Ya ha pasado todo. Ha sido un infarto. Te repondrás. Y esto tiene que hacernos ver las cosas de otra forma. No merece la pena luchar tanto. Con menos se puede vivir y se puede ser más feliz.
—¡Madre mía! La cena. Se habrá quemado todo.
—Tu madre fue a la cocina y dejó recogido lo imprescindible mientras nos preparábamos para venir aquí a pasar la noche contigo. Ha traído algo de comida fría que tomaremos después de las uvas.
Los sonidos de los cuartos comenzaron a sonar en el televisor. Silvestre preparó la primera uva y se la dio a su mujer con la primera campanada. A la segunda uva le dio un mordisco y acercó el resto hasta la boca de Vanesa, que fue comiendo con dificultad. Lo mismo hizo con las siguientes, mecánicamente, al ritmo que el reloj marcaba. Tras la última uva y la última campanada, ambos se abrazaron y se desearon feliz año. Los padres de Vanesa besaron y abrazaron a sus nietos, y luego a su hija y a su yerno.
Silvestre recordó que no había hecho repaso de deseos y proyectos antes de las campanadas, que sólo había pensado en los suyos, y en pedir salud para ellos. Ni tan siquiera había pedido nada para él. Era consciente de que el tiempo existe, aunque sea imposible atrapar su infinita dimensión, y de que tan sólo podemos intuir su efímera presencia. Recapacitó sobre lo que aquella tarde escribía acerca de la libertad y pensó entonces, con un vaso de plástico medio lleno de agua en la mano, que tal vez la verdadera libertad no exista, que nuestra vida está a merced del azar y que la conciencia utópica de un mundo mejor no es más que pura ficción.



 RELATOS
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Mariano Valverde Ruiz (c)


miércoles, 31 de mayo de 2017

PAISAJE CON PLUMAS



PAISAJE CON PLUMAS



Dar un paseo para alejarse de su realidad diaria le ayuda a encontrase consigo mismo. Hace unos minutos que salió de su despacho, atravesó la Plaza de San Pedro y se encaminó con decisión hasta las afueras del Vaticano. Ha tenido noticias de una trama para nombrar cardenal a un miembro de la Curia que debe estar alejado de todos los escándalos financieros y de cualquier sospecha de pecados capitales.
El obispo camina absorto en el paisaje: observa los muros centenarios de los edificios, las estatuas, las señales que siglos de historia han dejado en las calles de Roma, el vuelo de las palomas, el color de la tarde. Su pensamiento se serena a medida en que se acerca a su calle favorita, una calle casi desconocida para los turistas, sin apenas importancia, pero que a él, por ser la confidente de sus decisiones más importantes, le catapulta hacia otra dimensión: la de su memoria.
Hace pocas semanas que han convertido esta calle de la Ciudad Eterna en peatonal. A Justiniano le gusta el aspecto que presenta hoy la vía pública que más asiduamente frecuenta porque ahora puede caminar por todo el ancho de la calzada con total tranquilidad. Antes debía contentarse con ir paseando por la acera mientras mantenía los sentidos atentos a los coches que circulaban en ambas direcciones. El tráfico es peligroso en Roma y nunca se sabe qué puede pasar si un coche se salta una señal e invade la acera.
Ahora disfruta del paseo sin tener que estar al cuidado de que algún conductor desaprensivo le pueda atropellar y mandar a la otra vida. O afrontar en el mejor de los casos, tras sufrir un golpe violento del que milagrosamente pueda recuperarse, volver a encontrase con los ojos perdidos y coaccionados por el miedo a ver la realidad que late más allá de los muros del Vaticano. Está tan acostumbrado a disfrutar de la belleza que atesora la Santa Sede, la Capilla Sixtina, la Catedral de San Pedro y todas las obras de arte que decoran cada rincón del Vaticano, que no quisiera irse de esta vida sin contemplarlas una vez más.
Las últimas horas han sido inquietantes. Ha llegado a sus oídos la posibilidad de ser nombrado cardenal. Es una oportunidad que le asusta por los condicionantes que conlleva, pero que halaga su ambición y refuerza su necesidad de sentirse protegido. Una filtración procedente del secretario de Su Santidad asegura que su nombre está en la lista que va a ser sometida al criterio del Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Por eso, hoy más que nunca, necesita caminar y reflexionar sobre si ha de dar el paso que le lleve un poco más cerca de la Silla de San Pedro.
La calle por donde pasea está decorada con esmero. Han instalado mobiliario urbano a lo largo de la travesía: bancos de madera con vetas cobrizas y fijaciones metálicas al suelo; farolas con fustes de altorrelieves oscuros y tulipas rosadas que a la caída del sol ofrecen una luz melancólica; maceteros con arbustos enhiestos que muestran en sus hojas un verde luminoso y parterres con flores de invernadero que ofrecen al caminante un paisaje multicolor.
A Justiniano le agrada andar por esta calle igual que lo hacía durante su infancia por los campos de la Toscana. Normalmente lo hace como un espectador atento a su entorno, observa y admira a la vez que se deja envolver por un estado de meditación relajada. El aroma de la tierra de los parterres y el color de las flores le transporta a aquellos años en que su mayor preocupación era conocer la naturaleza de las plantas. Hoy camina muy despacio, pesadamente, con la cruz de los años a cuestas, mientras analiza su entorno con la mesura de un alma consecuente con su época y con la carga histórica de su rango eclesiástico. Igual que un armario de dormitorio clásico, íntimamente va guardando en su memoria las imágenes que encuentra a su paso y también los pensamientos que esas imágenes han generado en lo más profundo de su alma solitaria.
Justiniano descubre durante sus paseos ideas y emociones que no imaginaba estaban dentro de sí, larvadas, escondidas en un bucle del tiempo. En algunas ocasiones son pensamientos repetidos a lo largo de los años y que las circunstancias no han variado en su esencia. En otras descubre cosas que le entusiasman o le inquietan. Y hay veces en las que comprueba hechos que le provocan verdaderas sacudidas sentimentales, tanto como lo hacen los argumentos de las tragedias griegas a las que suele asistir como espectador siempre que tiene ocasión.
Ahora recuerda el tema de Antígona de Sófocles. La fatalidad siempre asombra al ser humano. Justiniano se cuestiona el sacrificio de Antígona, la inutilidad de su comportamiento, de su obstinación, también de su lucidez. Todas esas cuestiones pesan como una losa marmórea sobre el destino del hombre. En Antígona se enfrentan dos nociones diferenciadas del deber. Por un lado el deber para con la familia, el respeto a las normas religiosas. Y por otro el deber civil de respeto a las leyes del estado y a la obediencia al poder establecido. De algún modo se siente identificado con los paradigmas del argumento. Pero no termina de ver con claridad un final aceptable por su propia naturaleza, esa esencia que inunda su interior como un agua de la que beben sus pensamientos.  
En estos tiempos, piensa mientras mira una planta de margaritas, la tragedia no se vive en los teatros sino en la vida real. Ya no es solo en el tercer mundo donde se masca el dolor. La crisis ha producido que sea también en las acomodadas sociedades del sur de Europa donde la tragedia cobre visos de cotidianeidad. Quedarse sin hogar, sin trabajo, padecer hambre, ser excluido de la sociedad, marginado de los derechos fundamentales, caer presa de la dictadura del mercado, se han convertido en hechos cotidianos, son algo rutinario, intrascendente. Y no lo son tanto por el dolor en sí que provocan, sino por la asombrosa normalidad de su presencia en cualquier parte del mundo. Ante esta situación, la indefensión de los humanos que no forman parte de la élite, es materia de uso común. Justiniano inspira con profundidad y se consuela pensando que siempre queda la oración, el amparo de la fe, la resignación ante los designios de Dios y la esperanza para los seres limpios de espíritu.
Las imágenes de las personas que se encuentra al paso no son las de la indigencia, el dolor absoluto o la desesperación. A simple vista, por la calle donde pasea, no se ven mendigos que muestren su pobreza extrema. Pero quizá los hombres y mujeres con quien se cruza y que ve pasar a su lado con un ritmo frenético en sus movimientos, vestidos con ropas de marca, complementos de diseño y móviles de última generación, tengan la esencia de la pobreza oculta bajo los pliegues de sus pieles: la del alma. Y esa es otra clase de pobreza, la más severa.
Justiniano camina con una mano en el bolsillo y la otra paralela a sus hábitos. Ha bajado la vista hacia el suelo en un acto de humildad ante la belleza de la creación y la bendición de la vida. En ese instante le sale al paso una de las palomas que desde las cornisas de los edificios se dejan caer hasta el suelo para picotear las migajas que les lanzan algunos viandantes. La paloma da vueltas a su alrededor con un zureo incesante. Salta, alza levemente el vuelo y se vuelve a posar en el suelo unos metros más adelante. El ave de plumas brillantes, espera a que Justiniano llegue hasta su altura y después persiste en sus movimientos enérgicos. Parece que intentase llamar la atención del caminante con su insistencia.
El obispo no se siente aludido, se desentiende de la paloma y sigue su camino plácidamente instalado en su interior y atento a lo que alumbre el designio de su pensamiento. Vuelve a reflexionar sobre el mensaje de Antígona: la fatalidad de la vida. El personaje de Sófocles se opuso al poder establecido para dar sepultura a los restos de su hermano y de ese modo impedir que su alma vagase eternamente por los infiernos. Su acto le costó la vida. Y con el devenir del argumento, también tuvieron un final trágico los días de varios personajes de su entorno familiar. Antígona es una tragedia provocada por la defensa de un ideal. Justiniano piensa en todas aquellas tragedias que la defensa de la fe ha provocado a lo largo de la historia. Por primera vez siente la necesidad de dudar sobre si ha sido necesario derramar tanta sangre para imponer la norma eclesiástica. ¿Realmente era ese el mensaje que dejó Jesucristo?
Cerca de Justiniano, la paloma sigue con su zureo, sus movimientos y su llamada de atención. A lo lejos otras aves se aproximan a una fuente y hunden sus picos en el agua. El obispo levanta los ojos y eleva la vista hacia el cielo. En su interior existe la necesidad de pedir perdón. Casi sin proponérselo ve cómo su brazo se ha movido hasta hacer la señal de la cruz sobre su rostro. Recuerda a los pobres de espíritu que no son capaces de admitir sus culpas y mucho menos, de realizar cualquier penitencia para expiarlas. Intenta centrase en la idea de la pobreza de espíritu. La paloma, obstinada en su propósito, salta de nuevo y vuela hasta la altura de su cara provocando que tenga que detenerse. El prelado la mira con curiosidad. La paloma se posa a sus pies. Ambos están detenidos, frente a frente, mirándose a los ojos.
Justiniano no ve en esta a la paloma bíblica que llevó la hoja de olivo hasta Noé, tampoco ve a la paloma de Picasso, y mucho menos al ave poética que equivocó la dirección del vuelo en el poema de Alberti. Solo ve a una paloma común. Una de las miles de aves que frecuentan algunas de las plazas de Roma, que son atracción para los turistas y tormento para los funcionarios del ayuntamiento de la capital italiana. Sin embargo, después de unos segundos de atenta mirada, comienza a pensar que esta paloma quizá tenga algo especial. No sabe lo que es. Considera que tal vez se trate de la dulzura de sus pequeños ojos. O quizá sea la profundidad con que mira los suyos. La intensidad de las pupilas del ave le empieza a hacer sentir de forma diferente, comienza a encontrase con una disposición no usual en él, un sentimiento cercano a la duda que quiere plantearle las cosas partiendo de que probablemente no exista una verdad absoluta. Intuye que la paloma desea comunicarse con él, cree que le mira como si quisiera hablarle del dolor del mundo y de la necesidad de combatirlo. O al menos modificar los comportamientos de quienes pueden atenuarlo.
Justiniano murmura con voz cansada.
—El dolor del mundo. Menudo tema.
Y se pregunta:
—¿Dónde está la raíz de ese dolor? ¿Cuáles son sus causas? ¿Acaso es la propia naturaleza humana la que origina el dolor que frecuenta todos los rincones del planeta?
El obispo  comienza a meditar sobre esas cuestiones mientras busca con los ojos un banco donde sentarse y dejar volar con serenidad sus pensamientos. La paloma da vueltas sobre sí misma. Ejecuta pequeños saltos, aletea un instante y se posa de nuevo sobre el suelo dejando franco el paso al personaje al que sigue. El obispo reinicia su camino dirigiéndose hasta un banco del mobiliario urbano que está muy próximo. La paloma va detrás de sus pasos discretamente, haciendo el camino en zigzag. La escena es ocasional e intrascendente. Ninguna de las figuras que pasean por la calle ha percibido la situación que la paloma y el religioso están protagonizando.
Justiniano se sienta en el banco, acomoda los pliegues de sus hábitos y deja escapar el aire de sus pulmones como si de una ráfaga de inquietud se tratara. La luz de la tarde comienza a declinar y las farolas matizan el color del ambiente con sus tonos rosados. A lo lejos, el crepúsculo tizna de morado las cornisas de los edificios, las nubes y el cielo. Es un color que se asemeja a los distintivos de la élite religiosa que representa quien ahora sigue con los ojos las evoluciones de la paloma que vuelve a estar cerca de sus pensamientos y de su realidad.
El obispo repite pausadamente.
—El dolor del mundo.
 Vuelve a su pensamiento esa idea con mayor intensidad.
—El dolor es inabarcable, tan inmenso, tan poco delimitado…
Y respira como si fuese la impotencia lo que ha llenado sus pulmones.
—Habría que creer que el dolor que afecta a la mayor parte de los habitantes de este planeta no es un virus contagioso como el causante de la gripe que asola la Ciudad Santa en este octubre. Y habría que considerar esa creencia como cuestión de fe.
Justiniano considera en ese momento que parte de ese dolor es provocado por un error cuantitativo a la hora de buscar el camino de la felicidad. La felicidad, piensa, es uno de los objetivos de los hombres en la tierra. Y continúa murmurando para su espectadora, la paloma.
—Si no se acierta en la senda a seguir para llegar a la felicidad se es presa fácil del dolor. La fe y Dios allanan ese camino.
Justiniano cree necesario seguir predicando por todo el planeta que en la humildad como actitud y referencia está parte del nutriente que alimenta la felicidad.
—La fe  —reitera su mente y pronuncia en voz baja—, la fe.
Levanta los ojos de nuevo hacia el cielo.
—Es necesario revitalizar el vocabulario de la fe, ese lenguaje que comienza a desplegarse en las conciencias de los hombres cuando concluyen las palabras y la lógica llega a un túnel sin salida. La fe es la única sutura que cierra las heridas de alma. Hemos de tener claro que llegará el día en que seamos cómplices de la fe para aferrarnos al último soplo de nuestra vida con cierta dignidad. Mientras tanto, estoy seguro de que su dimensión y también la esperanza que provoca, conviven con nosotros sin que lo percibamos, está en nuestro interior siempre en estado latente.
Justiniano se inclina sigilosamente hacia la paloma, la mira a los ojos y siente la tentación de hablarle como si se tratase de un ser humano. Algo le detiene. Es la idea de que él fuese elegido por Su Santidad para el rango cardenalicio. Desconoce los informes que de su trayectoria como pastor de almas tenga el Papa. También desconoce las presiones que la Curia Vaticana pueda estar ejerciendo en los nombramientos, y sobre todo, en aquellos informes que puedan llevar acarreado un control parcial sobre algunos de los aspectos más sensibles en el gobierno de la Iglesia, todos aquellos aspectos que implican la preponderancia de la tradición sobre la apertura hacia los retos que los nuevos tiempos han puesto frente a la Iglesia.
Justiniano vuelve a mirar a la paloma y esta vez sí se atreve a hablarle directamente como a un interlocutor del que espera respuestas.
—¡Que sea la voluntad de Dios!— exclama.
La paloma se le queda mirando fijamente. Permanece quieta. Está situada tan solo a dos pasos de sus zapatos. Justiniano recuerda el motivo principal de su paseo. Y el obispo le pregunta:
—¿Tú qué opinas sobre lo que acabo de pensar? Si la voluntad de Dios me pone en el camino de la sucesión de Pedro… ¿debo aceptar esa distinción y esa responsabilidad?
La paloma vuela entonces hasta la fuente cercana. Bebe agua y levanta el vuelo otra vez hasta colocarse de nuevo cerca del obispo.
—No dices nada. Sigues a mi lado con la complicidad de dos seres un tanto etéreos en su forma de dialogar. Das vueltas alrededor del mí y callas. Intuyo en tu silencio que debo dejar que los hechos sucedan sin que participe en su fragua o condicione el resultado. Intuyo que eso es lo que quieres que haga y que estoy en lo cierto al considerar la voluntad de Dios.
La paloma se limita a picotear el suelo y mover el cuello alternativamente de izquierda a derecha.
—Las cosas deberían ser más sencillas. La vida debería resultar una concatenación de situaciones que se fuesen resolviendo por sí solas.
Justiniano recuerda cómo era su vida en la aldea de la Toscana donde vivía con su familia. Era hijo de un panadero que soñaba con que su hijo fuese un gran hombre de negocios. Un capitalista. Un gran capo. Cada vez que su padre le sorprendía curioseando las flores del campo se llevaba una dura reprimenda. Entonces acudía al consuelo de su madre. Y bajo su tutela refugiaba sus flaquezas y sus debilidades, también sus miedos. La madre era una mujer muy devota. Todos los días iba a misa y era gran amiga de cura párroco.
Habían transcurrido pocos años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y los efectos de la ideología fascista perduraban en las zonas rurales de Italia. Mussolini había creado escuela. Además los tentáculos de la Cosa Nostra llegaban a la Toscana con la misma facilidad que a Milán o Florencia. Durante la juventud de Justiniano, en la época más compleja y mísera de los años cincuenta, la situación de la economía de su familia atravesó una situación delicada a consecuencia de disputas entre dos facciones que querían controlar la exigua economía local. Tuvieron que alinearse en una de las facciones. Las atrocidades se sucedían sin cesar. Los asesinatos quedaban sin resolver y los escarmientos para quienes no se plegaban a las órdenes de la facción dominante eran terribles. Recuerda cómo a Giuseppe, el carpintero, le llevaron arrastrando por toda la calle con un cartel atado a la espalda que decía: si mañana no he pagado, me ofrezco como puta a Don Chimo. La madre de Justiniano empezó a temer por la vida del muchacho, ya que no confiaba en el carácter de su hijo, y comenzó a hablarle, siempre que había ocasión, de las bondades de la vida religiosa.
Una tarde llegaron a oídos de Don Chimo que un joven había podido ver cómo le daban pasaporte a un pistolero de la familia rival. Sus hombres le dijeron que habían visto cerca del lugar al hijo del panadero, olisqueando flores, como siempre. Don Chimo ordenó que le hiciesen una visita al chico para ver si había visto algo, y que le aconsejaran la conveniencia para su salud de que olvidase cualquier cosa que pasara por su cabeza.
Los secuaces del capo fueron directamente a su casa. No estaba el panadero pero sí su mujer, quien les recibió vestida de mantilla y con el misal en la mano. Cuando los mafiosos preguntaron por su hijo, a la mujer le comenzaron a temblar las piernas.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Señora. Solo queremos darle un consejo. El otro día estaba en el campo, cerca del pozo, y no queremos que pueda sucederle algún accidente. Que al distraerse mirando… cualquier cosa… pueda caerse y hacerse daño. Entiende señora. ¿Podemos verle?
—No sé dónde está. Pero no duden ustedes de que yo misma le daré el recado. Pierdan cuidado.
Cuando los esbirros de Don Chimo se marcharon, a la madre de Justiniano le faltaron piernas para correr en su búsqueda, e ir con él a ver al párroco. Por el camino ambos hablaron de lo sucedido y convinieron que Justiniano iría a Roma para internarse en un seminario y desaparecer temporalmente del pueblo.   
De esta forma comenzó su vida religiosa, obligado por las circunstancias. No pudo dedicar su futuro a la contemplación de las flores y al cuidado de las plantas. Por la cabeza de Justiniano pasa ahora una idea descabellada: la posibilidad de que todos los seres humanos, por el solo hecho de nacer, pudiesen disfrutar de los derechos fundamentales reconocidos internacionalmente. Y sobre todo del derecho a ser lo que cada uno quiera en la vida. Sabe que es pura utopía. Pero cree que en caso de ser posible todo sería diferente para el futuro de la humanidad.
La tarde se demora en su irrefrenable búsqueda de la noche. La paloma sigue contemplando el rostro pensativo de Justiniano. Parece adivinar lo que pasa por su mente. Es la tristeza de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial que tuvieron que vivir sus padres. Y son los largos veranos de estudio en el seminario, años impregnados por la sustancia de la metafísica, de la ética, de la historia, que fueron macerando sus carnes lejos de su pueblo.
Recuerda las cartas que recibía de su madre en las que le hablaba de la codicia de los vecinos y de la desgracia de su familia. En una de ellas le contó que había visitado el pueblo un señor que se había hecho pasar por intermediario de la banca Vaticana y que tras confiar en él, en sus promesas de alta rentabilidad para su dinero, en sus proyectos para salir de la pobreza y en sus cálculos demostrativos que aseguraban unos rendimientos maravillosos que podrían destinar para su vejez, le habían dado los pocos ahorros de que disponían. Aquel hombre desapareció días después con el dinero de muchas familias. Nunca se supo nada de su paradero. La madre le contaba en otra carta que se quedaron en la miseria más absoluta, puesto que incluso le dieron dinero que estaba destinado a los impuestos comerciales de la mafia. Su padre no pudo hacer frente a las deudas con Don Chimo y se suicidó. Cuando leyó aquella noticia lloró amargamente y maldijo la suerte de su padre. La madre le seguía contando que después de la ruina, puesto que tuvo que escriturar su casa y el horno a Don Chimo, pudo refugiarse en la iglesia como ayudante del cura. Ahora la acusaban de mantener amores prohibidos con el sacerdote y tenía que marcharse del pueblo.
Justiniano dejo caer una lágrima que rodó lentamente a través de su mejilla hasta caer al suelo cerca de donde estaba la paloma. El ave se acercó hasta él y frotó sus plumas en el pantalón. El obispo recompuso la expresión de sus facciones y volvió hasta el banco para sentarse de nuevo. Dejó que sus ojos se fijaran en las personas que pasaban por la calle. Intentó pensar cómo habrían sido sus vidas. Él, a pesar de todo, no se arrepentía de haber dedicado la mayoría de sus sesenta y seis años a la Iglesia. Desde su responsabilidad había seguido la evolución de la sociedad durante los años.
Ahora esa visión se llenaba de deseos. Le gustaría ver que la sociedad global no es el resultado de un constante marketing agresivo de las multinacionales, ni que todos los pueblos son el objetivo prioritario de una política de desarrollo que se ampara en el provecho de los que más tienen. También le gustaría que la explotación de los recursos de la naturaleza o de los productos y mercancías que se generan, no estuviesen por encima del bien común y del objetivo de erradicar la pobreza, el hambre y la miseria del mundo.
—Amiga paloma, la riqueza está siempre bajo la óptica de un egoísmo ciego y depredador. Me gustaría creer que cuando la necesidad buscase auxilio en cualquier hombre, este no dejase las manos dentro de los bolsillos, ni el teléfono descolgado.
La paloma vuelve a saltar, mueve las alas y zurea con elocuencia. Justiniano vuelve a inclinarse y le sigue hablando.
—¿Crees que estoy un poco chiflado? No. No te rías. No te lo tomes a broma. La utopía no es imposible. Te lo digo en serio.
El nuevo gesto de acercamiento de Justiniano pone en guardia a la paloma que alza el vuelo y se posa a unos metros del obispo. Desde el interior de un parterre, junto a un rosal de pequeñas flores amarillas, mira a Justiniano con cierta indiferencia. El religioso interpreta en ese gesto que el ave intenta mostrarle la flor postrera, fuera de temporada, que engalana el tallo espinoso del rosal.
—Palomita. Querida hermana de este viejo. No sé si sabes que en esta calle, los rosales, recientemente trasplantados para la decoración de los espacios interiores que los parterres separan del resto de la calzada, ofrecen al paseante sus últimas flores antes de que el otoño marchite los pétalos y deshoje las ramas. Los transeúntes pasan junto a los rosales sin tener constancia de lo efímero de su tiempo, de su corta existencia, de que su belleza desaparecerá con la primera helada.
El ave no se inmutó ante las palabras de Justiniano.
—Esas rosas son preciosas. Poseen toda la carga melancólica del paso del tiempo y el peso de la fugacidad de la vida. Pero, ya ves. Hoy no queda tiempo para el romanticismo. ¡Qué tristeza!
Justiniano se levanta del banco. Avanza unos pasos y se dirige hacia donde está la paloma.
—Se nos olvida una de las cosas esenciales de la vida: la contemplación de la belleza que nos procura la naturaleza. No nos acordamos de cultivar el sentido más cercano a la esencia del hombre: la sensibilidad. Y sin embargo, sí se potencian otras facetas del hombre más primitivas y destructoras. ¿Tú sabes a qué me refiero, verdad?
En ese instante, Justiniano tiene un presentimiento. Ata los cabos que han quedado a merced del azar en su cabeza y resuelve el enigma de la extraña actitud de la paloma. De repente sonríe con una expresión de enorme paz y exclama con euforia.
—¡Ya lo entiendo! Tú eres más que una paloma. Tú eres la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo. ¡Dios mío!
La paloma, incomprensiblemente, alza el vuelo y se posa sobre su hombro. Justiniano apenes se atreve a moverse.
—Tú eres la sabiduría. ¡Cómo no pude verlo antes! Perdóname. Soy un pobre hombre. Un pobre siervo de Dios. Un pobre mortal que arrastra su miseria por las calles.
Justiniano entra momentáneamente en un estado de turbación. Es una mezcla de exaltación mística, de trance visionario y de sublimación de las ideas de máxima humildad. Aunque comienza a hacer un poco de frío, por su frente caen unas gruesas gotas de sudor. En esas gotas se compendian todas las fases por las que ha pasado su religiosidad. Le tiembla la voz y el alma. Casi no articula las palabras. No sin esfuerzo acierta a suplicar a la paloma.
—Te pido perdón, con toda la humildad de que soy capaz, por mis osados pensamientos. Quién soy yo para poder opinar sobre la vida, la sociedad, la fe, la felicidad… No soy más que cualquier otra persona de las que me encuentro frente a frente cada día.
La paloma salta de su hombro hasta el banco.
—Yo no soy mejor que todos los hombres que conozco, ni que los que no quise reconocer aunque estuviesen a mi lado, ni que los que no pude comprender. Ni siquiera soy mejor que los que mi memoria se encargó de entregar al fuego fatuo del olvido. Solo soy un pecador. Un pecador con algo de conciencia.
El obispo comprende que la paloma hace bien en recordarle quién es y que pertenece a la Congregación para la doctrina de la fe, que es secretario de la misma. La Congregación es heredera de la Inquisición, bien lo sabe. Con todo lo que de San Benito tiene. Sabe que bajo el nombre de la antigua institución se cometieron cientos de injusticias a lo largo de los siglos. Pero hoy no es así.
Al ser miembro de la Congregación, Justiniano tiene la obligación de oponerse a todo lo que atente contra la nota doctrinal del Vaticano, y a la vez, difundir la línea espiritual que emana de la Santa Sede. Es un trabajo que le obliga a mantener una actitud de realismo ético. Ha de ver los hechos bajo el prisma, siempre verdadero, de la moral cristiana. Y pedir que le guíe la conciencia ante orientaciones dispersas o demasiado ambiguas, posiciones discutibles y subjetivismos culturales o políticos. Debe permanecer siempre fiel a la doctrina ante cuestiones como el aborto, el uso de anticonceptivos, el matrimonio homosexual, el celibato. Y ha de estar muy atento a las posibles influencias en los fieles de cuestiones poco cercanas a la fe o consideradas decadentes, desde la razón cristiana, como la eutanasia.
El obispo se tranquiliza. Se siente reconfortado. Interpreta los movimientos de la paloma como expresiones de conformidad con sus pensamientos y sus actitudes. Cree por unos instantes que es un iluminado, un buen alumno de las enseñanzas que dimanan de la paloma. Y un estado de euforia comienza a recorrer todo su organismo haciendo que su lengua tenga mayor fluidez.
—Escucha paloma. Los hombres por naturaleza, reivindicamos nuestras preferencias morales. Intentamos vincular esos conceptos a un marco religioso o ético. Cada uno quiere su propia religión hecha a la medida de sus deseos y de sus miedos, o para dar explicación a lo no entendible. Eso no es sano. Si cada hombre hace lo que desea en la vida no es posible la salvación. Hoy prevalece la pluralidad y los intentos de desviar la atención sobre el principio de la fe. Y fe no hay más que una. Se cree o no se cree. ¿Verdad, paloma?
Justiniano considera por unos momentos sus fundamentos religiosos. Los considera medianamente sólidos. Pero también se interroga sobre si es consecuente con las normas que mandan ayudar al prójimo, ejercer la caridad, mantener siempre una actitud bondadosa y frecuentar el cultivo del espíritu. Y termina preguntando a la paloma.
—¿Realmente comulgo con lo que defiendo? ¿O son otros quienes con menos parafernalia dan lo que predico? ¿Tienes tú la respuesta?
La paloma vuela desde el banco hasta una farola cercana. Las sombras de la noche comienzan a ser visibles. La farola ofrece una luz melancólica, casi mágica. La paloma siente la necesidad de buscar un lugar adecuado para pasar la noche. Sacude con fuerza sus alas y alza el vuelo. Justiniano la ve desaparecer tras los edificios. Se ha quedado con la duda que le trajo hasta este lugar: qué haría si fuese ordenado cardenal, merece el nombramiento. No se lo ha preguntado a la paloma. Busca la respuesta dentro de él.
Tras un breve paréntesis en el que intenta recomponer su figura egregia, vuelve a la rutina de su paseo. Da media vuelta y emprende el camino de regreso. Nuevas figuras humanas se van cruzando con su imagen de anciano reflexivo. Cada uno sigue su camino. Observa que nadie se detiene para besarle la mano. Camina con su impostura a cuestas, una derrota que no pesa. En sus ojos se refleja una tristeza profunda. La libertad de la existencia es solo un cuento bajo la luna. Antígona fue presa de sus convicciones y pagó con su vida. Él ha sido víctima de las circunstancias, de su pasado, y ahora solo espera la inercia de una mano tendida que le salve de la soledad. Entonces comprende que su rostro es el de la paloma que ha estado junto a él toda la tarde, ese ave que se ha alejado entre luces rosadas hacia una oscuridad desconocida.
El anciano obispo piensa que quizá aún no sea tarde para encontrarse definitivamente consigo mismo. Cuando llegue a su despacho tal vez se plantee renunciar a todo, abandonar la sede Vaticana y marcharse a una misión en África, el gran continente olvidado. Y allí ayudar a quien le escuche y quiera aprender a no oponerse a los designios de su naturaleza.


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