jueves, 30 de agosto de 2018

UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS




UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS


En cualquier lugar y en el momento menos esperado, por mucho que se haya planeado un comportamiento y una actitud determinada, o se tenga un objetivo definido, puede ocurrir lo inesperado y echar por tierra todo lo previsto. Especialmente si se trata de un lugar con historia, en el que hayan transcurrido los siglos, con su reguero de personajes anónimos, y lo remoto esté fuera del alcance de los vivos. Y más aún, si es la noche la que se cierne sobre el paisaje con su halo de misterio, acaso de ironía mordaz, para otorgar a las cosas un matiz diferente.
«Las apariencias engañan», es un dicho popular basado en la experiencia, una expresión que tuvo especial correlación con la realidad durante la noche del 31 de agosto, en el castillo de San Juan de los Terreros, frente a las costas azuladas del Mediterráneo. La construcción defensiva que Carlos III mandó realizar en el siglo XVIII sobre la cima de una colina de gran belleza paisajística, era escenario, casi tres siglos después, del Encuentro Poético Musical del Litoral Mediterráneo. Participaban un interesante elenco de poetas y músicos, en un espectáculo donde la palabra, la armonía y la danza, aportaban al paisaje una túnica de sensaciones que daba color a la noche veraniega.
Entre el público asistente se encontraba Ceferino, un personaje singular al que sus amigos llamaban de eso modo, aunque no era su nombre verdadero. Solían sonsacarlo para que les contase alguna aventura veraniega, sabedores de que lo que narrara, era siempre falso, y de esa forma, poder divertirse a sus espaldas. Ceferino era un cuarentón de porte añejo, oxidado por las tendencias en las que se mueve la sociedad actual, de piel morena, curtida por el sol, de origen holandés, aunque llevaba muchos años viviendo en la localidad hospedado en una fonda cercana al centro. Se mantenía gracias a una pensión, ya que un amigo de sus fallecidos padres, le había diagnosticado una atrofia neuronal hacia el trabajo, que le impedía cualquier actividad remunerada.
El insigne valedor de su preciada minusvalía, había acudido al evento con la esperanza de encontrar a alguien interesante con quien dárselas de aristócrata excéntrico y poder comerse alguna rosquilla de verano, ya que llevaba meses completamente seco, desde que tuvo una aventura con una sesentona que lo confundió con un televisivo conde italiano. Conocía bien el lugar puesto que, al tener mucho tiempo libre, sin oficio ni beneficio, lo solía visitar en excursiones contemplativas. Por eso, cuando llegó, ya adentrada la noche y comenzado el acto, se colocó discretamente en una esquina de la explanada desde la que podía observar a la gente y decidir a quién acercase posteriormente.
Los versos de los poetas eran saetas en el aire que alimentaban las almas de los asistentes. Ceferino los escuchaba con cierta veneración. En algún momento de su vida, había soñado con ser poeta. Lo descartó cuando intuyó que también necesitaba trabajo y esfuerzo para escribir algo decente. Mientras escuchaba embobado, una mujer se le acercó por la espalda y le susurró al oído: «Cuéntame algo divertido». Él, giró su cuerpo, la miró y esbozó una sonrisa brillante, que dejó al descubierto el hueco oscuro de un molar superior.
Ceferino no ocultó su sorpresa al verse sorprendido por una mujer cuyos rasgos estaban muy próximos a su ideal de belleza. «Buenas noches, ¿de dónde ha salido tanta hermosura?», le dijo. «De las esquinas de la noche», le contestó ella. Dámaris era una mujer que aparentaba unos treinta años, de pelo rubio platino muy corto, facciones equilibradas, formas armoniosas y piel blanca, demasiado blanca para las avanzadas fechas del verano. Vestía un traje negro muy ajustado, con escote en uve y un cordón dorado alrededor de la cintura, del que colgaban varias caracolas engarzadas, que llegaban hasta las rodillas, donde terminaba el traje.
—¿Qué quieres que te cuente? Esta noche he venido a escuchar poesía y no a buscar caracoles, como otras noches. Te hubiese regalado el mejor para que lo colocases en tu cordón. Pero, mira por dónde, apareces cuando no tengo ninguno. Quizá yo mismo pueda suplir tal falta, y colgarme de tu cintura.
Dámaris sonrió. Hizo un gesto de estudiada coquetería y le dijo:
—¡Qué curioso! ¿Te gustan los caracoles?
—Me encanta chupetearlos, sobre todo si están cocinados con salsa picante de tomate al aroma del hinojo.
—¿Y coges muchos?
—Todos los que puedo. Algunos se me escapan —sonrió con resignación.
—¿No te da miedo venir aquí, solo, a altas horas de la noche, con los peligros que eso conlleva?
—Los caracoles no son peligrosos. Hay que buscarlos por la noche, cuando los pillas desprevenidos. Además, el aroma nocturno de las plantas, los hace más sabrosos. Tienen un gustillo que levanta a los muertos… ¡Ah, si yo te contara!
—Pues cuenta… cuenta.
—Es una larga historia. Dicen que, en esta explanada, había antiguamente una construcción que era utilizada por un recaudador de rentas. Al hombre también le gustaban los caracoles y exigía a los lugareños que, junto a las monedas de los impuestos, le trajesen un cachulero de caracoles. Como era incapaz de comérselos todos, los guardaba en la batería de costa e iba a contarlos cada domingo, mientras se decía misa para los soldados del castillo. Pronto se dio cuenta de que alguien sisaba en los cachuleros que guardaban su preciado manjar. Decidido a cazar al ladrón, hizo guardia varias noches escondido entre los fardos de pólvora, hasta que descubrió, horrorizado, que era un gran murciélago el que se los llevaba. Como era muy supersticioso, desde aquella noche, pidió a los lugareños que, junto a los caracoles, le llevasen una ristra de ajos. ¿Qué te parece la ocurrencia?
Dámaris hizo un gesto de cierta repulsión, pero, rápidamente, recuperó el control de sus facciones. Miró fijamente a Ceferino y este sintió un extraño escalofrío. Se ajustó la camisa al cuerpo y prosiguió.
—Figúrate, un murciélago gigante robando caracoles. Increíble… ¿verdad?
La mujer guardó silencio. Ceferino pensó que la estaba interesando y se animó a preguntarle.
—¿Y qué busca una mujer como tú en un sitio como este?
—A un hombre interesante —le contestó de forma directa y con una mueca pícara en su boca. A Ceferino le volvieron a brillar los dientes.
—¿A qué llamas un hombre interesante?
—A alguien como tú.
La imaginación de Ceferino comenzó a dar vueltas alrededor del cuerpo de Dámaris. Sus semanas de sequía podían estar a punto de terminar. En aquel momento, desde el escenario, se escuchan los versos apasionados de uno de los poetas. La música del piano recorría la atmósfera que los brazos esbeltos de la bailarina, trenzaba con sus movimientos. Era demasiada suerte para ser verdad. Como decía un conocido humorista, aquella mujer «se le había puesto ofrecida». Era el momento de centrar el tema en algo más romántico.
—¿Te gusta la poesía? —preguntó Ceferino.
—No acabo de entenderla. Sin embargo, escucharla en boca de otros, me sugiere sensaciones que de otro modo no sentiría, me abre los ojos hacía un mundo de sentimientos, de emociones, donde la belleza adquiere otra dimensión.
—Es cierto. A mí me pasa lo mismo. Además, cada uno de los que escriben tiene una visión diferente. Intenta definir la poesía a su modo. Unos en cuanto al fondo de lo que se cuenta, otros en cuanto a la forma en que se hace. Cada cual usa los instrumentos que conoce para canalizar su voz y expresar su mundo interior.
Dámaris asintió y dijo:
—Es todo tan extraño. Como la esencia de esta noche. La veo dentro de ti. Pareces un pirata del Magreb que se ha quedado en estas tierras a contemplar la vida y a buscar caracoles… ¿Y qué esperas de esta noche?
—Lo que seamos capaces de hacer. Mucho y nada a la vez. Porque, no esperar nada es la consecuencia de haber esperado demasiado. ¿Y tú?
—No sé… No sé… Tal vez, descubrir un sabor nuevo.
Aquella frase disparó de nuevo la imaginación de Ceferino, que al notar la picardía con la que Dámaris la pronunció, se la imaginó succionando en cierta parte de su excitada anatomía.
—Suena interesante, dijo.
Dámaris lo cogió de la mano y le volvió a susurrar al oído.
—Vamos a dar un paseo por la ladera del castillo. Desde allí observaremos el mar bajo los reflejos de las estrellas.
Ceferino se dejó llevar. Se alejaron caminando desde la explanada y descendieron por la ladera hasta un lugar donde las rocas los guarecían de la vista de los demás. El aroma del mar se mezclaba con las esencias de los matojos, el sonido de los grillos y la tibieza del aire. Estaba entusiasmado. Pensaba que aquella sería su gran noche, una noche que iba a dejar con la boca abierta a sus amigos, los que le llamaban Ceferino el Grande. Iba a ser una magnífica noche de verano en la que una desconocida lo llevaría al éxtasis.
Dámaris lo atrajo hacia sí y lo envolvió con sus brazos. Ceferino sintió una extraña turbación y comenzó a notar una flojera en las piernas que iba a más conforme notaba el contacto del cuerpo de la mujer. Por la mente de Dámaris estaban pasando imágenes que se superponían a lo largo de los siglos, sin noción temporal, personajes distintos, como aquel avaricioso recaudador de rentas, pero, siempre el mismo paisaje, aquel edificio de planta en forma de hornabeque, de muros en talud, bocel exterior, baluartes semicirculares, sillares… También pasaban por sus sentidos el relieve del acantilado, el aroma salino del mar, la dulzura de la noche, su gran aliada…
Ceferino quiso sobreponerse a la flojera que lo embargaba, a la misteriosa fuerza que lo arrastraba a abandonarse en los brazos de aquella mujer. No pudo. Como tampoco pudieron todos los que habían caído anteriormente en sus garras. Notó una leve punzada en su cuello y el tacto de unos labios carnosos que se adherían a su piel como una ventosa. Poco a poco, una sensación de cansancio lo fue debilitando hasta no poderse mantener en pie. Y ella seguía allí, acompañando su lenta caída. La mujer lo sorbía con parsimonia, deleitándose con cada chupada, disfrutando de su sangre y de su alma, paladeando un sabor nuevo: el sabor poético de los caracoles con salsa picante al aroma del hinojo.
Entre tanto, en la explanada, se mezclaban los sonidos de las notas del piano con los poemas, los aplausos con la luz de las palabras, la música de un cantautor con la danza, las sombras de la noche con los deseos inconfesables… Y en la ladera, entre las rocas, el color plateado del pelo de Dámaris se fue oscureciendo hasta el negro profundo, mientras los ojos negros de Ceferino, adquirían el color del salitre. Poco después, un gran murciélago alzaba el vuelo sobre el castillo como presagio de una próxima aventura. Al último de los poetas, se le heló la sangre.

RELATOS BREVES
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miércoles, 29 de agosto de 2018

MOVIOLA


MOVIOLA

Te miro. Me recreo en la mirada
que descubre tu imagen.
Analizo tus formas, tu indolencia,
la ternura despótica
que me ata a lo inimaginable.
Voy buscando tus manos,
tu piel tersa y erizada.
Veo la luz perlada de tus pechos
e intento que tu alma esté de fiesta
en las llanuras de mis brazos.
Vivo la desnudez de tus caderas
como el relieve voluptuoso
donde llegan mis olas
con la espuma anhelante
de una fuerza recíproca.
Una ley ancestral sigue dictando
la medida del gozo
con el juicio del tiempo,
la lenta metafísica
que regala el orgasmo.
Te miro nuevamente.
Recreo la mirada en tus caderas
como un deja vu continuo,
la imagen repetida que muestra una moviola
alimentada por nuestro destino.
Redescubro tu imagen,
analizo tus formas, tu inclemencia,
porque no la tendré cuando despierte.


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CUANDO MENOS LO ESPERAS


CUANDO MENOS LO ESPERAS

Hay instantes en los que las dudas
de que pueda tenerte
para siempre en mis brazos
revientan las neuronas,
saltan de mi interior,
y se expanden
como un estigma negro del dolor
por el espacio compartido.
Dirijo la mirada a lo inasible,
al color lapislázuli del cielo
y allí encuentro, envuelta en el vacío,
la terrible certeza de la muerte.
Observo los contornos de la Luna
y noto la inquietud
que me produce su blanco cerúleo,
la sentencia insertada
en el rostro enigmático del viejo plenilunio.
Rompo el silencio con una demanda.
Quiero que manifiestes
si existe en ti la misma sensación
de tener que dar todo en cada instante
porque puede no haber otro momento,
si es verdad que me amas más que a nada
de este pequeño mundo.
No olvides que la noche se diluye,
sin previo aviso, en las manos del alba,
y que el tiempo se aleja de nosotros
como un ladrón que agota el aire
cuando menos lo esperas.


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domingo, 26 de agosto de 2018

NOCHE DE ACAMPADA


NOCHE DE ACAMPADA

Es noche de vampiros. Ahora es peligroso
asomarse al balcón de la sensualidad.
Todo puede ocurrir en este instante
de misterio enigmático.
Nos cubren las tinieblas.
Se oye el canto del búho
como un rufián que hace el cortejo al silencio.
Yo también te lo hago.
La madera crepita entre nuestros susurros
y mantiene las brasas predispuestas
a enamorarse de la luz
que reflejan las lunas de tus ojos.
Palabra tras palabra,
a pesar de que me faltan recursos
para ser un perfecto Casanova
de negras alas, te seduzco
y te muerdo, por sorpresa, en el cuello.
Junto a la tienda de campaña,
vuela el insaciable murciélago
que se nutre con la sangre del deseo.
Y entre las sombras de la noche,
obtengo de tu piel
un guiño para nuestra intimidad.
Olvidamos la voz
cerca de los rescoldos de la hoguera
que ha quemado todas las palabras del mundo.


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domingo, 19 de agosto de 2018

EL ALMA DE LOS TOPACIOS


EL ALMA DE LOS TOPACIOS

Te maquillas los labios
con el rojo topacio de las piedras preciosas.
Nadie puede olvidarse,
sin pagarlo muy caro,
de que algunos topacios tienen alma.
Yo tampoco me olvido
cuando noto en tu boca las leves sensaciones
que no recordaremos más allá de un instante.
Soy otro cuando acaricio la humedad
que brota de tus labios
y siento cómo impacta tu deseo
entre las comisuras de los míos.
Los rozo y saboreo su dulzura.
Tus labios son brillantes
que hablan con mi boca,
las formas no acotadas de joyas con espíritu.
Los disfruto pensando
que algún día tendrán otro significado.
Y me pregunto si sabré entenderlo
sin reclamar explicaciones
al mago de los sueños,
o si me pronunciaré contra su ley divina
por la fugacidad
con que besan las joyas de tu alma
cuando se tiene tan solo una vida.



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viernes, 17 de agosto de 2018

UN TÓPICO DE LA SELVA


UN TÓPICO DE LA SELVA

El rol de cazador en la sabana
no es tanto del león hambriento
como de la gacela que lo espera
cerca de un foso sin salida
dispuesto alrededor de sus encantos.
Cuando caigo en la trampa
no soy consciente del peligro,
estoy distraído en sentir
cómo me reconforta
la indiferencia al miedo que muestras.
Comienzo a ser el hábil cazador
que lame tu figura
deleitando todos sus sentidos
con el sublime tacto de tu cuerpo.
Sonríes satisfecha
porque ya no hay escapatoria.
Jamás podré escalar
las paredes del foso,
aunque tenga paciencia de monje tibetano
o la estirpe del héroe
que humanizaba Píndaro.
Y me doy por vencido.
Casi nunca se busca
lo que acaba encontrándose,
aunque siempre se pierde
lo que al final se aleja
sin una despedida.
Imagino que sabes de lo que te hablo.


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LICENCIA PARA AMAR


LICENCIA PARA AMAR

A nadie pedimos permiso
para poder gozar la suave claridad
de una noche de luna.
Ahora,
el alba vierte vino en la copa del día
sin que entendamos cómo lo hace.
Mientras, con tus pestañas,
acaricias mi piel
igual que alas de mariposa
en un jardín de flores.
Un verso de Omar Jayam
tendría el mismo tono
que este momento a solas.
Notas la plenitud
que ha alcanzado todo tu organismo
tras el último abrazo,
y te brota del alma un suspiro de dicha
que refulge sobre el arco labial
como aliento maduro de grosella.
Te pones de puntillas
para alcanzar mis labios.
Tus lágrimas mojan mis pies
para que crezca sin mácula
la fruta de los éxtasis sensuales
y su luz llegue hasta mis ojos.
La vida nos concede
la oportunidad de ser nosotros mismos,
aunque no comprendamos sus razones.



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miércoles, 15 de agosto de 2018

LA VENUS DE LA QUINTILLA




LA VENUS DE LA QUINTILLA


Hace dos milenios, en la época del emperador Augusto, existía una villa romana situada cerca del margen derecho del río Guadalentín, a escasos metros del rico manantial que nace al pié del Cejo de los Enamorados. En ella vivía Pomponio, un acaudalado comerciante que estaba casado con Berenice, una joven muy bella, para quien los dioses habían reservado un destino especial.
La villa, dispuesta en dos terrazas, contaba con estancias pavimentadas, baños, paredes con estucado de colores brillantes, habitaciones para el servicio y otras dependencias. La construcción, que Pomponio había mandado erigir años atrás como vivienda habitual, disfrutaba de una privilegiada situación junto a la Vía Augusta que unía Cartagonova con Andalucía a través de Eliocroca, como se conocía entonces a nuestra Ciudad del Sol. En la zona abundaban los recursos cinegéticos y madereros que eran muy apreciados en la cercana ciudad. Las plantas silvestres de las laderas aromatizaban el aire y daban al paisaje el carácter de un pequeño paraíso donde la vida transcurría plácidamente.
A Berenice le gustaba adentrarse en las faldas de la sierra para disfrutar de la naturaleza y recolectar flores. Solía pasear deleitándose con el tacto de tomillos, romeros y lentiscos. Se detenía a contemplar las flores de la jara y dejaba que sus sueños se impregnaran del misterio que atesoran las hermosas plantas silvestres, tan bellas como ella. Una mañana descubrió que un joven la estaba observando mientras caminaba, sus ojos asombrados destellaban la nobleza de sentimientos que se adivinaba en la forma de mirarla y que Berenice notó muy dentro de sí. El joven, con un semblante decidido, se acercó hasta ella, le dijo que se llamaba Lucius, le regaló un tallo de romero que arrancó mientras se aproximaba, dio gracias a los dioses por haberle permitido conocerla, y la invitó a que compartiera con él unas horas mientras estaba cazando conejos.
Desde aquel día, ambos procuraban encontrase para conocerse, reír, jugar con cualquier cosa, dando rienda suelta a la imaginación, y disfrutar del paisaje y de su juvenil vitalidad. Sin que fuesen capaces de percibir cómo ocurrió, se enamoraron perdidamente y sellaron aquella realidad con besos impregnados del sabor de los lentiscos. Las caricias con las que se agasajaban ponían en guardia a los pájaros porque presentían que algo extraordinario iba a ocurrir en cualquier momento.  Los gestos de ambos iban más allá de lo habitual en dos jóvenes de su época, canalizaban todas las esencias con las que se construyen las grandes historias de amor. Las complicidades, la pasión y la entrega fueron dominando sus almas hasta convertir el tiempo que pasaban juntos en imprescindible para seguir viviendo. Aquellos encuentros furtivos, a escondidas del mundo y del resto de sus realidades, se hicieron cada vez más intensos.
Sin embargo, los días de Berenice en la villa, junto a su marido, se hicieron cada vez más insoportables. Una extraña tensión la atenazaba y cada vez era más difícil disimular lo que la incendiaba por dentro. Sabía que lo que estaba viviendo con Lucius no estaba bien, que no sería aceptado por nadie, que corría el peligro de ser repudiada y terriblemente castigada por su falta de lealtad. Por otro lado, se sentía culpable por engañar a su marido de aquella forma, un hombre bueno, al que tenía cariño por haberla colmado de parabienes y atenciones desde que la hizo su esposa. Pero era incapaz de abandonar su relación con Lucius, no podía oponerse a la pasión que latía en su corazón cuando estaba con él, cuando notaba su cuerpo, el aroma de su piel, la fuerza de sus miembros varoniles, la delicadeza de sus palabras, el sabor de sus besos y la potencia del abrazo de su alma. Y ocurrió lo que nunca imaginó pudiese suceder. Aquella tensión terrible en la que vivía, fue minando su salud lentamente, hasta que, debilitada por la ansiedad, unas fiebres la postraron en el lecho. Pomponio, alarmado por la salud de su joven esposa, hizo llamar a los mejores sanadores de la zona para que la cuidasen. A pesar de todo, la salud de Berenice fue empeorando con el tiempo, agravada por la imposibilidad de volver a encontrase con Lucius, ya que Pomponio no se separaba de su lado.
Lucius iba cada día al lugar de sus encuentros y le inquietaba mucho que Berenice no acudiese. En las últimas ocasiones en las que habían estado juntos, la había visto extraña. La misma intensidad que mostraba para entregarse a él, se tornaba después en un estado de melancolía que le preocupaba, pero para el que nunca obtenía respuestas a las demandas de que le contase qué le ocurría. El joven mantenía sus encuentros con Berenice en secreto, no se los había contado a nadie para evitar que llegasen a oídos de Pomponio. Pero, ante las ausencias de Berenice, se atrevió a abordar a una de sus sirvientas en el mercado y preguntarle por su señora. Entonces conoció el estado por el que atravesaba su amada, e intentó verla apoyándose en la complicidad de su sirvienta, a la que prometió colmarla de riquezas cuando fuese llamado para servir al emperador en Roma. Sin embargo, y a pesar de todos los intentos que hizo para convencerla de que le permitiese entrar disfrazado a la villa cuando Pomponio no estuviese, le fue imposible ver a su amada. Su angustia fue en aumento día a día, hasta que conoció el fatal desenlace de la vida de Berenice.
Berenice no pudo percibir la llegada de la muerte para llevársela a otro mundo, su estado de extrema debilidad se lo impedía. Tan solo pudo desear, con las pocas fuerzas que le quedaban antes de perder la consciencia, volver a encontrase con Lucius en esta vida o en otra, y hacerlo en un lugar en el que no tuviesen que esconderse de nadie, donde tan solo la naturaleza fuese testigo de su amor. 
Pomponio, que amaba profundamente a su mujer, se sintió tremendamente apenado. Clamaba a Júpiter por la pérdida que le había infringido, por haberse llevado, en la plenitud de su vida, a una mujer tan hermosa, cuya presencia había supuesto los mejores años de su viva, una secuencia de momentos llenos de alegría y de bienestar. Llevado por el recuerdo de su gran amor y con la intención de que su memoria tuviese siempre presente a la mujer que tanto adoraba, mandó hacer un mosaico en la villa con la imagen de Berenice, una obra en la que apareció representada como “la navegación de Venus”.
Un día, Pomponio descubrió a Lucius cerca del sepulcro de Berenice con un ramo de margaritas silvestres. La figura dolorida del joven, le llamó la atención, puesto que no recordaba a ninguna persona que tuviese relación con Berenice que no le hubiese manifestado su pesar. Aquella tarde, preguntó a su sirvienta que quién era aquel joven que llevaba flores a la tumba de su esposa. Lo describió de la mejor forma que pudo mientras observaba la expresión facial de su criada, en la que pudo notar un nerviosismo inquietante. La sirvienta fue incapaz de mentir a su amo y le confesó la verdad de todo lo que había ocurrido a sus espaldas.
Pomponio recibió la noticia con estupor e indignación. Era lo último que habría pensado escuchar. Todo su cuerpo se tensó mientras digería la realidad.  El dolor y la ira lo transformaron en un huracán agresivo que buscó a Lucius hasta encontrarlo. Sin mediar palabras, arremetió contra el joven con toda su fuerza. Ambos se enzarzaron en un combate a vida o muerte que los llevó hasta las proximidades de una columna miliaria. El combate prosiguió hasta que un golpe de la espada de Pomponio hirió a Lucius, quien cayó al suelo y comenzó a perder el conocimiento.
Lucius percibió la imagen de Berenice apareciendo tras un velo de bruma. Vio su mano izquierda tocar las espigas doradas mientras el aire ululaba y acercaba a sus sentidos una lenta melodía que penetraba en su cuerpo como una ola de dulzura. No era consciente de ello, pero una extraña paz le embriagaba hasta convertirse en esencia de su pausado movimiento. No podía aspirar la pureza del aire ni notar el bálsamo del oxígeno en sus pulmones. Caminaba hacia un punto lejano que parecía estar muy cerca del pulso que marcaba su anhelo.
El recuerdo lo llevó de nuevo a percibir el tacto de la piel de Berenice, a notar la mies nutritiva que colmaba sus deseos de ternura, que le hacía enervar su hombría, que ponía de manifiesto toda la intensidad de su deseo y cada una de las verdaderas razones por las que había aprendido a ser hombre. Siguió caminando entre los trigales que decoraban la huerta y los campos, cerca del río y de la Vía Augusta. El paisaje se perdía en el horizonte como una ola infinita que acariciara el terreno. Iba hacia su encuentro, hacia la unión definitiva entre alma y cuerpo, hacia lo que los dioses le habían negado, hacia el punto exacto en el que confluyen todas las inercias que nadie puede separar en la cosecha permanente del tiempo.
La notaba cada vez más cerca, podía sentir su aliento, su templada caricia, podía escuchar los tonos de su voz armoniosa y reparadora, percibir la gracia de sus requiebros… el signo milagroso de su juvenil alegría… el brillo diamantino de sus ojos… Su corazón parecía navegar a bordo de una barca impulsada por velas blancas, una barca que flotaba sobre los campos amarillos de Eliocroca, una barca que se movía impulsada por el aire que ella soplaba con suavidad y que fluía cerca del mismo silencio, lejos del dolor, de la amargura, de la muerte.
Extendió los brazos para sentir de nuevo el tacto de las espigas, de los frutos de su pasión, de los encuentros prohibidos que ya nadie les podría quitar. Su recuerdo era imborrable. Estaba en el aire, en la tierra, en los trigales… La eternidad era su dueña y los esperaba. El tiempo ya tenía a Berenice en su regazo. Él pronto llegaría hasta ella. Lucius lo sabía. Su cuerpo había quedado junto a la columna miliaria. Su sangre humedecía la base de la piedra tallada en el siglo II antes de Cristo. El hilo bermejo de su vida se había unido a la mano de Berenice poco después de que la espada de Pomponio segase su vida. Ahora ya nadie podría impedir que su amor fuese eterno. Y el mismo aire que lo había visto morir y que movía los trigales con una parsimonia ancestral, detuvo su caminar en el lugar exacto en que todo ya era para siempre.

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