EL GUARDIÁN DEL PUENTE
DE SAN CRISTÓBAL
Ahora que he colgado el
uniforme, la placa y la pistola, puedo contarlo sin incurrir en una
amonestación por faltar al secreto profesional. A lo largo de mis años de
destino en la vieja comisaría de Lorca no se ha dado un caso como el que voy a
relatar. Todavía me tiemblan las manos al recordar la cara del protagonista. Y
todo mi cuerpo se estremece con tan solo mencionar lo que pude ver sin dar
crédito a lo que mis sentidos percibían.
En la comisaría de la
plaza de San Vicente estábamos acostumbrados a muchas cosas, pero la mayoría
caían dentro del cesto de lo que puede considerarse rutina policial. Sin
embargo, lo que me sucedió aquella noche del 12 de noviembre de 1980, se sale de lo
normal y por eso el expediente fue censurado, y se hizo desaparecer de los
archivos. Entonces no estaba todo informatizado como ahora y los papeles se
amontonaban mediante rudimentarios procedimientos de referencias. El día antes
de jubilarme estuve buscando el archivo por los sótanos. Me fue imposible dar
con él, por eso voy a echar mano de la memoria para relatarlo.
Recuerdo que era una
noche tranquila. Estaba de servicio en la comisaría cuando un hombre de unos
treinta y tantos años, delgado, con aspecto de consumidor de estupefacientes, subió
las escaleras de la entrada y le oí decir al agente de puertas que le urgía
entregarse. El agente lo acompañó hasta mi despacho y con su sorna habitual me
dejó caer que el primer “colgado” de la noche pedía fonda. El hombre tenía la
cara desencajada, los ojos se le salían de las órbitas y manifestaba un
exagerado nerviosismo que no le dejaba articular con coherencia las palabras.
Le pregunté que cuál era el motivo de su presencia y me insistió en que tenía
que entregarse, que su vida peligraba si no lo hacía.
Cuando le insistí en
que se serenara y me contase si es que alguien le había amenazado o si había
cometido algún delito que deseara confesar, me dijo que había venido a atracar
una tienda en La Corredera, pero no lo había llegado a hacer. Le dije que
entonces no podíamos detenerle, aunque después de identificarle, íbamos a
consultar su ficha policial. Se puso de rodillas y me suplicó, por todo lo más
grande, que lo encerrase. Y que entonces me contaría el motivo. Le dije que no
estábamos para bromas. Entonces el hombre tuvo un repentino ataque de histeria
y comenzó a golpear todo lo que estaba a su alcance. Ante el alboroto, mi
compañero acudió, y entre los dos lo redujimos, lo esposamos y lo bajamos a los
calabozos. Allí se tranquilizó. Y entonces comenzó a hablar.
—Mira que me lo habían
advertido. A Lorca no hay que ir, que allí está el guardián del puente de San Cristóbal.
—A qué te refieres —le
dije.
—Es una vieja historia
que corre por ahí entre maleantes y delincuentes. Dicen que hace muchos años
había un barbero en la subida al puente de San Cristóbal a quien llamaban el
Porranegra. Era fuerte, muy alto y le faltaba un ojo. El hombre, navaja en mano
y zapatilla en la otra, perseguía a todo el que llegaba a la ciudad con
intenciones de ir contra la justicia y pasar por el puente. Ya me entiende, para
robar o hacerse con lo que no es de uno, por el modo que fuese.
—Nunca había escuchado
esa historia.
—Pues es cierta. El
barbero se hizo famoso entre las gentes de mal vivir. Hasta que recibió su
merecido. Una tarde le tendieron una emboscada cerca de las vías del tren y lo
mataron por la espalda. Pero hubo algunos que juraron haberle visto años
después junto al puente. La voz se fue corriendo por toda la comarca y siempre
se evitaba pasar por el puente.
—Ya. Pero eso qué tiene
que ver contigo.
—Es que… Es que… Esta
noche dejé mi coche en la calle del Charco. Me preparé con lo necesario para
forzar la cerradura de la tienda y me dispuse a ir a pie para evitar cualquier
sospecha. Cuando comencé a subir la acera que va desde la plaza de la Estrella
hasta el puente, noté algo extraño. Hacía más frío del normal. Se estaba
cubriendo todo de una niebla gris. Al llegar arriba se apagaron las luces de
las dos farolas que hay al empezar el puente y entonces adiviné una sombra
frente a mí. Cuando avancé tres pasos me quedé petrificado. Era un espectro de
ropajes andrajosos, sin ojos en la cara, sin nariz, con solo cuatro dientes.
Tenía los brazos arqueados y los huesos de su mano derecha empuñaban una navaja
barbera que brillaba como la luna.
—Ja. Ja. Ja. ¿Qué te
has fumado esta noche? No ha debido ser una china, sino un fardo entero.
—Le digo que lo vi, como
lo veo a usted ahora. Me crucé de acera y no he parado de correr hasta llegar
aquí.
—Lo mejor será que
duermas un rato y por la mañana, ya veremos.
Le dejamos allí y nos
subimos a las dependencias. La curiosidad me llevó a hacer algunas preguntas a
un compañero de Lorca que me confirmó que el Porranegra había existido y que
entre 1879 y 1891, fechas de las riadas de Santa Teresa y de San Jacinto, había
algunas referencias de él. Me contó que el puente se había terminado en 1875 y
que formaban parte de la leyenda comentarios sobre un barbero que era un gran
defensor de la justicia. También que su familia emigró a Barcelona después de
que le mataran y que el asesino nunca había sido descubierto. El resto de la
noche no tuvo nada destacable. Tan solo nos pareció escuchar unos sonidos
parecidos al golpeo de una varilla metálica sobre los barrotes de la celda y un
gemido ahogado y lloriqueante. Pensamos que nuestro inesperado inquilino estaba
purgando sus malos pensamientos.
Eran casi las cinco de
la madrugada cuando al bajar al calabozo a dos detenidos por tráfico de drogas
que habíamos atrapado en plena faena, nos encontramos un espectáculo dantesco.
El hombre que huía del guardián del puente, estaba muerto. Yacía en el suelo
boca arriba y desangrado. Su cuerpo estaba lleno de cortes longitudinales. Pero
lo más sorprendente es que alguien había escrito, con su propia sangre, que era
el último descendiente del asesino del Porranegra.
Al cabo de los años
tuvimos que dar por cerrado el caso porque no encontramos explicación para los
hechos. Lo comunicamos a la que se había presentado como su mujer en el momento
de entregar el cadáver y a la que dijimos que le habíamos encontrado muerto
tras huir del puente. Venía acompañada de un joven que bien podía ser el hijo
que nunca conoció el fallecido. A la mañana siguiente, nos enteramos de que
alguien había llenado con cruces de sal toda la extensión del puente que une la
ciudad con el barrio de San Cristóbal.
El caso tuvo
consecuencias. A todos los que intervenimos nos cambiaron de destino y nos
hicieron firmar un documento en el que declarábamos que aquello nunca había ocurrido.
Pero sucedió. Lo vi con mis propios ojos. Y aún hoy, el misterio sigue sin
resolver. Cuando paso por el puente se me eriza la piel. ¿Andará por allí el
espectro del barbero?
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
Lo podrás escuchar sonorizado a partir del 21 de agosto de 2020 en https://jorgegonzalezlocutor.es
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