EL ASESINO DE LA CALLE
SELGAS
Entre las historias de
malvados asesinos que han circulado por el acervo popular de Lorca, hay una que
merece especial atención. Son hechos poco conocidos en profundidad, dado el
matiz escabroso de los mismos y, quizá, a consecuencia del interés de algunos
poderes ocultos por desvirtuar su realidad. Su conocimiento se lo debo a Pedro
Colón, un joven policía destinado en la comisaría de la ciudad durante los
primeros años del siglo XXI, y que hoy se ha convertido en un gran detective, destinado
en la Brigada Central de la comisaría de la calle Génova, en Madrid, y del que
pronto tendré que contar algunas de sus hazañas.
El caso es, que un día
de otoño de 2001, mientras tomábamos unas cervezas en el antiguo pub El
Convento, que nos había servido Diego Jodar, me contó que, curioseando en los
archivos, había encontrado el expediente de Atanasio el Rastrojo y me fue contando, a su manera, la singularidad de unos
hechos ocurridos a finales del siglo XIX en la calle Selgas, cuando esta era
una de las principales calles de la ciudad y conocida como calle de las
tiendas.
Pedro Colón me contó
que, a principios de 1890, comenzaron a aparecer restos de cadáveres en la
calle Selgas, a la que da nombre el periodista y escritor lorquino José Selgas,
autor, entre otros, de los libros La
primavera, El estío o Flores y espigas. Se trataba de huesos
de piernas, brazos, troncos y un cráneo irreconocible. La sensación de terror
se fue apoderando de los habitantes que no encontraban explicación para la
macabra aparición de aquellos huesos. Algunos hablaban de la acción de algún
bromista, otros de la acción de un espíritu atormentado que buscaba venganza. La
preocupación fue en aumento y las autoridades comenzaron a investigar.
Se encargó el caso a
Fortunato Reina, un policía socarrón y pragmático que solía decir que detrás de
cada hecho siempre estaba la mano de un ser vivo y que no creía en la
intervención de nada que no fuese de este mundo. Fortunato puso discreta
vigilancia en la calle para ver si identificaba al misterioso colocador de
restos humanos. Hasta entonces habían aparecido huesos en varios puntos:
primero, en la confluencia de Selgas con la calle Álamo; después, cerca del
comienzo de la calle Martín Piñero; y más tarde, en una zona próxima a la calle
Fernando V. Habían aparecido dentro de cajas de madera o liados en trozos de
tela, o dentro de un serón de esparto.
Fortunato advirtió que
iban siguiendo un camino determinado. Tras aparecer un cráneo dentro de un
cesto de mimbre a la altura de una casa situada a pocos metros del inicio de la
calle Paradores, Fortunato inspeccionó con detenimiento el hallazgo y encontró
unos pendientes con pequeñas perlas engarzadas con estaño. Después, fue pasando
el tiempo sin que aparecieran más restos. Fortunato se centró en conocer a quién
pertenecían los pendientes. Durante varias semanas, dos oficiales recorrieron
parte de la ciudad mostrando los pendientes hasta que una mujer, que vivía en
la calle Cava, los reconoció: «Los vi llevar a mi vecina, pero la pobre María
hace más de tres años que murió» dijo al oficial. Fortunato, dando pábulo a su
intuición, en vez de hablar con los familiares de la difunta, consiguió una
autorización del juez para abrir la sepultura. De ese modo descubrió que había
sido manipulada en fechas recientes y, ante su asombro, comprobó que faltaban
los restos del cuerpo.
Fortunato se presentó
en la casa de la difunta. Le recibió Jacinto, su hijo, un joven que tenía
entonces diecinueve años. Ante las preguntas de Fortunato, Jacinto le explicó
que su madre había aparecido muerta en extrañas circunstancias, que habían
pensado que su muerte se debió a un terrible accidente al ser atropellada por
un coche de caballos, pero que él albergaba una duda. Posteriormente, la gente
le había dicho que a su madre la rondaba un hombre cuando su padre no estaba en
casa, que después desaparecía durante unas horas, y que volvía más tarde con
una expresión muy cambiada. Él nunca había notado nada. Fortunato le preguntó
si conocía a aquel hombre del que le habían hablado y Jacinto solo le dijo que
en una ocasión pudo ver a un hombre que cubrió su rostro al percibir su
presencia en la casa. El policía no le dijo nada acerca de su descubrimiento en
la tumba de su madre.
Pasaron los días y no
continuaron apareciendo restos. Fortunato fue investigando en los alrededores
de donde habían aparecido huesos. Sospechaba que su colocación no había sido
casual. Así descubrió que los huesos aparecían frente a casas de hombres de
buena posición económica, muchos de ellos casados y de reconocido prestigio
social. Cuando habló con ellos, todos negaron conocer a la difunta y ninguno
supo darle explicación razonable para lo sucedido. Fue en la última casa, justo
donde había aparecido la cesta con el cráneo, donde Fortunato notó un cierto
nerviosismo en el dueño al mencionar el nombre de María. Le mostró una foto,
que le había facilitado su hijo Jacinto, mientras le miraba fijamente. La
forzada serenidad le hizo sospechar. Se despidió rogándole que si recordaba
haberla visto alguna vez, no dudara en decírselo.
Poco después, todas las
noches, más o menos a la misma hora, un coche de caballos pasaba junto a la
puerta de Atanasio y arrojaba una cuerda en forma de horca. Aquello fue minando
la serenidad de Atanasio que una noche salió al encuentro del carruaje armado
con una escopeta e intentó detener al cochero disparando al conductor que iba
protegido con un pañuelo cubriéndole el rostro. No pudo conseguirlo, pero a la
mañana siguiente se plantó en la comisaría y dio parte de los hechos. Fortunato
aprovechó para volverle a interrogar mientras mandaba a que registrasen su
casa. En los sótanos de la misma se descubrió una especie de mazmorra, prendas
de vestir íntimas de mujer, y un colgante que resultó pertenecer a una joven
que había desaparecido dos meses atrás. Aunque la responsabilidad sobre la
muerte de María no parecía estar clara, en el caso de la joven desaparecida,
las pruebas incriminaban a Atanasio, por lo que Fortunato decidió detener a
Atanasio y someterle a un intenso interrogatorio con dureza, intimidación y
tortura. Con el paso de los días, el
Rastrojo se ablandó y terminó confesando.
Su modo de actuar era
sencillo: engatusaba a las mujeres con promesas de convertirlas en ricas, las
llevaba a su casa, y allí las ataba y amordazaba en el sótano. Luego ofrecía el
disfrute de sus cuerpos a hombres acaudalados y sin escrúpulos. Posteriormente
las amenazaba con matarlas si contaban algo a alguien y no dudaba en cumplir su
palabra cuando alguna se negaba a volver a ser sometida. El Rastrojo confesó que María le había insinuado que daría parte a
la policía y que tuvo que silenciarla. También confesó su responsabilidad en el
caso de la joven desaparecida cuyo cuerpo apareció enterrado en las faldas del
castillo.
Pero había un tema
sobre el que Fortunato tenía curiosidad. ¿Quién había sido la persona que había
puesto los huesos de María apuntando a la casa de Atanasio y cómo había sabido
de la responsabilidad del Rastrojo?
Su primera intuición le llevó a hablar con Jacinto, el hijo de María. Le
recibió con una mal disimulada satisfacción. Y le explicó que había conocido
las artes del Rastrojo por un amigo a
quien le había ofrecido disfrutar de una joven unos meses atrás. Entonces
sospechó de él, pero no tenía forma ni medios para demostrar nada. Se le
ocurrió ir al cementerio y utilizar los huesos de su madre para señalar el
camino que llevaba a su posible asesino. Al fin y al cabo, su madre habría
aprobado su acción si conseguía que fuese vengada su muerte. También confesó
ser el conductor del carruaje que dejaba la cuerda en forma de horca sobre la
acera y frente a la casa de Atanasio, lo que contribuyó a que fuese
investigado.
Meses después, Atanasio
el Rastrojo fue juzgado y condenado a
cárcel para el resto de sus días. Previamente se habían conocido los orígenes y
andanzas de aquel malvado asesino que rondaba los cuarenta años, de complexión
fuerte, moreno, de piel curtida y estatura media. Era natural de una pequeña
aldea de La Mancha, hijo de campesinos humildes y trabajadores, que se
dedicaban a la siembra y sementera del trigo. Era un bravucón sin moral ni
credo, mentiroso y ambicioso, que se había marchado de su aldea para hacerse
rico a costa de lo que fuese. Sus primeros pasos habían recalado en Albacete,
donde hizo dinero con negocios turbios y de donde tuvo que huir para evitar un
ajuste de cuentas. Después se instaló en Lorca, donde su crueldad y codicia le
llevó a convertirse en un asesino despiadado.
Cuando Pedro Colón
terminó su relato, ya eran altas horas de la madrugada, casi la hora del cierre
del pub El Convento. Me despedí con agradecimiento por la historia que me había
contado y quedamos para una nueva ocasión, ya que me aseguró que conocía otros
casos que seguro me iban a interesar. A la vuelta a casa, di un rodeo, subí por
la calle Álamo y enfilé la acera izquierda de la calle Selgas. Durante todo el
trayecto intenté imaginar cómo habían ocurrido las cosas más de cien años
atrás. Aún siento el escalofrío que sufrí al pasar por donde estuvo la casa de
Atanasio el Rastrojo y pensar en las
atrocidades que se habían cometido en sus sótanos. En el lugar más insospechado
anida el mal, y es imposible eludir su carcoma.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz
©
Muy intersante Mariano.
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