viernes, 29 de julio de 2016

MEDICINA




Anclado en tu regazo,
derrotado al final por tanto sueño,
me pregunto sin ira
en qué viejo anaquel
guardo cada desaire
hasta que cicatrice la memoria.
No preciso jarabes alquimistas
que confundan mis nobles sentimientos.
Me curo con el tierno brote de azahar
nacido en el vergel de tus abrazos.
Los momentos ingratos se diluyen
donde anida el mayor de los olvidos.


(El fuego del instinto. Ed. Vitruvio.)
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)

  

martes, 26 de julio de 2016

EL DRAGÓN DE CALABARDINA





EL DRAGÓN DE CALABARDINA

A sus nueve años, Juan aún no conoce cómo son los hilos que sujetan la estructura de este mundo. Vive en un estado permanente en el que se cruzan las percepciones de la realidad y el idílico mundo de fantasía que su madre alimenta con la intención de mantenerle alejado del dolor.
Hoy ha bajado a la playa con su madre y su abuela. Es un día luminoso de finales de julio y la cala de Calabardina es un espejo azul donde se miran las gaviotas. Las olas acercan a la arena el agua templada del Mediterráneo y los bañistas disfrutan del encanto del paisaje, de las imágenes iridiscentes que se reflejan en el agua y de los juegos náuticos.
Juan ha coleccionado algunas algas que ha encontrado en la orilla y con ellas ha confeccionado un pequeño bosque cuyo verdor sobresale de la arena como un destello de esperanza. Ahora busca pequeñas piedras que puedan simular a los habitantes de ese bosque: nomos, hadas, caballeros, animales mitológicos… Mientras los va colocando en su bosque animado, levanta la mirada y observa cómo su madre sonríe sin quitarle la vista de encima. Ella le acurruca cada noche y le cuenta historias donde la bondad y la dulzura acarician su mente igual que paños de seda. Él finge dormirse para que ella crea que viaja por los sueños pero en realidad está esperando que salga de su habitación. Luego presta atención y la escucha llorar en silencio. Es un llanto de amargura, un gemido ahogado en la noche que porta los estigmas de la desesperación.
Ella no lo sabe, pero Juan recuerda cada una de las terribles discusiones que tuvo con su padre antes de que tuvieran que refugiarse en la casa de su abuela. Los gritos y los golpes retumban aún en su cabeza como mazas hirientes sobre su inocencia, provocándole momentos de desconcierto y de incomprensión. Mientras buscaba entre la arena ha encontrado una piedra de color pardo en la que ve las formas de un dragón. E imagina que ese dragón fuese capaz de alejar toda la maldad del mundo de su pequeño bosque de algas. La coge con su mano derecha y la levanta del suelo haciéndola volar por su mundo imaginario. Va soltando bocanadas de fuego con las que quema la ira de un padre posesivo y maltratador. El dragón vuela en círculo sobre su bosque y se posa junto a lo que semeja su casa. Juan inclina la mano y el dragón alza el cuerpo para lanzar una nube de fantasía repleta de algodón dulce y estrellas de cariño con la que cubre a su madre. Él no quiere que sufra más, aunque le sigue el juego y nunca le muestra que es conocedor de su angustia. Confía en el futuro. Un día él será un hombre capaz de hacer olvidar a su madre todo el dolor que lleva dentro.
Juan deja la piedra con forma de dragón en su pequeño bosque y vuelve a mirar a su madre que, bajo la sombrilla, le sigue observando mientras habla con su abuela. «¿Sabrá ella que existen los dragones buenos?» , se pregunta. Los ojos de Juan se alejan en el horizonte hasta detrás de las sombrillas, siguen el curso de la mirada por las casas del pueblo y se detienen sorprendidos en la ladera de la montaña que delimita la cala. Entonces lo ve. Es enorme. Es un gran mastodonte que duerme plácidamente con la cabeza apoyada junto al mar. Ve su dorsal izada sobre el cielo, sus patas y sus garras, el cuerpo con las alas plegadas y la cola encogida. Es un gran dragón, un dragón fuerte y bueno que un día despertará para alejar de su madre todo lo que le hace sufrir. Y respira con impaciencia. Tras ese momento de éxtasis, nota un escalofrío que le recorre la espalda con la terquedad del miedo. Y piensa que ojalá no sea ya demasiado tarde para su madre cuando el dragón despierte y la ponga a salvo.

RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©


                   

domingo, 24 de julio de 2016

EL PICO DE "LA AGUILICA"



EL PICO DE “LA AGUILICA”

Necesitaba encontrarse consigo misma y había echado a caminar por el sendero que sube hasta el Pico de “la Aguilica”. No entendía qué le estaba sucediendo, faltaban solo unos días para que cumpliese los cuarenta años y la cercanía de esa frontera le había abierto una brecha en el corazón. Se sentía triste, meditabunda, planteándose a menudo todo lo que había sido su vida hasta ahora. No tenía muy claro si realmente habían merecido la pena todas las decisiones que había tomado por el camino, sobre todo las relacionadas con sus relaciones afectivas.
Aquella mañana había saltado de la cama mucho antes de que amaneciera. Toda su familia dormía en la casa de verano que habían comprado en la ciudad de Águilas a principios del año anterior. Su marido y sus hijos permanecían ajenos a lo que la había desvelado durante casi toda la noche y había provocado la necesidad de pasear por la Playa de Levante antes de que los bañistas colocaran sus cuerpos bajo el sol. Desde la playa se había encaminado hacia el mirador más carismático de la ciudad, pensaba que desde la altitud podría ver más cerca las profundidades de su alma.
Mayte llegó hasta el mirador mientras una suave brisa mecía con dulzura sus cabellos dorados. Dejó navegar su vista por el paisaje que tenía frente a sí. Un juego de colores morados y anaranjados pintaban la línea del horizonte sobre el mar. El rumor de las olas acariciando las rocas componía una música acogedora. El amanecer estaba próximo y se podían distinguir los barcos de pesca faenando en los caladeros próximos a la costa pero las luces del alba no desvelaban sus dudas y sus inquietudes.
Desde la pequeña atalaya situada sobre las rocas se podía ver cómo el mar confluía con la ciudad en un abrazo azul que olía a sal y a vida. Esos aromas transportaban a Mayte veinte años atrás. El mirador era propicio para dejar volar la memoria hasta los años en que la juventud se convertía en una pequeña barca dispuesta a navegar sobre las aguas de los sueños. Mayte sabía que ahora era mucho más realista, menos dada a dejarse llevar por romanticismos. Observó la ciudad, el puerto pesquero y al fondo, la silueta del castillo de San Juan. No había habido demasiados cambios en la fisonomía del paisaje. Águilas seguía siendo una ciudad agradable, de gentes afables y acogedoras, donde la cordialidad permitía alegrase de estar viva. Y recordó cómo desde sus playas soñaba con navegar hasta el último confín del mundo, atesorando experiencias y aventuras. Sus ojos se detuvieron en una barca que estaba varada en la playa y eso le trajo un recuerdo grabado en su mente a base de emociones y que nadie conocía, aunque quizá debiera confesarlo alguna vez.
Había pasado tanto tiempo. Un tiempo durante el cual había permanecido larvado el recuerdo de la noche más larga de su vida, la noche en que sus sentidos alcanzaron el cielo. Bastó tan solo una mirada directa entre ojos afines, luego un gesto inexplicable en que dos energías complementarias se tocaron ante la profundidad de dos almas sorprendidas. Después bailaron sin perderse un momento la mirada, como si nada ni nadie les rodeara, ajenos a la música, escuchando la melodía de sus corazones, electrizados por el magnetismo de sus cuerpos…
Fueron pocas las palabras que emplearon, las justas para identificarse. Él le dijo que era de Madrid y ella le comentó que era de Lorca y que estaba de vacaciones. Después fueron las manos las que hablaron. Salieron de la discoteca y fueron hasta la playa mientras sus besos iban haciendo una alfombra de dulce gelatina. Se tumbaron en la arena, junto a una barca volteada. La luna de julio decoró sus pieles con el rocío plateado de la noche, con la pasión y la entrega que dos cuerpos conformaron hasta convertirse en un manantial de gemidos que ruborizó a las olas que lamían la arena.
Tras veinte años, ninguna noche había podido igualar a aquélla. Se habían despedido con las luces del alba. Él regresaba a su ciudad. Y ella, confundida por la experiencia, no acertó a pedirle su teléfono, algo que hubiera sido esencial para su futuro unos meses después, antes de decidir casarse con su actual marido. Ahora solo le quedaba el recuerdo del hombre que la hizo navegar por el cielo y la mirada angelical de su primera hija. «¿Por qué tendrían derecho a saberlo? ¿Acaso cambiaría algo? Es mejor que sigan sus vidas. Él y mi hija», decidió apoyada en la roca. Ya nadie sabrá nunca su secreto porque iba a dejarlo escondido junto al pico del águila que aquella noche les había contemplado, como una sombra pétrea, hacer de sus cuerpos una gota salada de vida. Debía conservar su secreto y continuar con su vida, nadie tenía derecho a mancillar su recuerdo. Se sintió reconfortada y satisfecha. Al fin y al cabo, ya había tocado el cielo, aunque solo hubiese sido una vez en su vida. Y eso era suficiente.


RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
         
                    



sábado, 23 de julio de 2016

LOS BESOS QUE ME DISTE




Cuando la voz naufraga
y la indolencia tiene formas densas,
una sonrisa apática
se enreda con los ecos de la tarde.
Cuando el viento dibuja
las huellas de la rosa
en las cumbres templadas de tu piel
y las venas conducen ríos secos
dentro de la silueta del cansancio,
procuro recordar el tiempo consumado.
Me reconfortan todos los besos que me diste
y el silencio no está completamente yermo.
La memoria se nutre de imágenes antiguas
y Perogrullo tiene la razón
que a mí más me consuela.


(El fuego del instinto. Ed. Vitruvio.)
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
  

viernes, 15 de julio de 2016

MÉDANOS




Sucede en pleno día, cuando la luz oculta
el voraz cataclismo de las sombras
y las horas emergen del naufragio
tras el blanco jazmín que sigue al alba.
Al fin mi cuerpo estriado por la noche
se sacude su duda cicatera
en el tibio reflejo del marasmo.
Soy yo. Estoy seguro.
Entreabierta por la blanca bruma,
la gema del mar vivo
bulle de nuevo por las frías olas
que medito y asumo.
Quedan atrás los médanos oscuros,
delimitando arenas de derrumbe
y piedras sin aristas.
Decirlo todo cuesta oír la muerte
silbándote al costado.
Y mi voz ya dilata tinta negra
sobre las páginas de abrojos
que componen los huesos de este cuerpo.
Escucho, amor, la muerte y te desnudo.
Ven. Apúrate. Habrá nueva ternura
tras la huraña caricia del espino
que la mañana aleja de tus ojos.


(El fuego del instinto. Ed. Vitruvio)
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
   

lunes, 11 de julio de 2016

ÉSA ES LA CUESTIÓN




Ser tu agua convertida en manantial,
la saliva que brota en tu garganta.
Vivir en el océano universo
al que das la dulzura de los astros.
Existir en ti, cálido remanso, 
lo mismo que en mi sed tienes presencia,
dormitas en la tibia hora del sueño
o abrasas mis estepas
con las inexploradas esquirlas de tus labios.
Ofrecerte la luz y la armonía
de una paz hechizada para dos
como lumbre creadora
que vierte su tornado de brasas intangibles
sobre el gesto pausado de las manos.
¡Cuánto quisiera darte! ¡Cuánto serte!
Siento la melodía de la espuma
ablandando al deseo sobre la piel del alga.
A este lado del mar hay un tiempo de ausencia
rondando las neuronas, el pecho y la poesía.
¿Qué más podría darte?
¿Qué serte para que los dos seamos?


(El fuego del instinto. Ed. Vitruvio)
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)





domingo, 10 de julio de 2016

LA MAESTRA DE EL TORNO







LA MAESTRA DE EL TORNO

El fotógrafo nos ha ordenado que nos quedemos quietas y aquí estoy, junto a mis alumnas, con las espaldas hacia el muro, esperando el momento exacto en que nuestras imágenes queden detenidas en el tiempo para siempre.
Ellas lo saben, es su instante de eternidad, de gloria. Miran con extrañeza hacia el objetivo que les apunta con un haz invisible de luz enigmática. No son conscientes de que también están de espaldas al muro de piedras desgastadas y mohosas que hace pocos años cobijaba las balas de la barbarie. Y ese muro enmarca hoy sus inocencias, sus incoloras tristezas, los cuerpos que crecen hacia un futuro incierto y resignado. ¿Si pudiera conseguir cambiar su rumbo? ¿Si pudiera sembrar en ellas una brizna de rebeldía, una actitud beligerante contra el sometimiento y el papel que la educación de posguerra dicta para la mujer? ¿Si pudiera…?
La guerra, las trincheras, los bombardeos y las violaciones, terminaron hace pocos años, pero ahora la oscuridad es aún más completa, se adhiere a mi garganta con el frío del aire de la sierra. No quiero que mis niñas sepan que puedo sentirme más triste que ellas. Se lo debo. Yo no me resigno. No tengo más medios que mi palabra, mi fortaleza, mi cariño… Debo extraer de sus ojos esa tristeza segregada que les aísla del camino hacia la felicidad. Debo enseñarles las letras, los números, las cuatro reglas… ¿Si pudiera enseñarles a ser libres, a mantener una lucha silenciosa contra la sombra gris de estos años cuarenta?
El fotógrafo vuelve a decir que nos quedemos quietas, y su voz imperativa hiela la sangre, se une al miedo con un hilo de escarcha. Siento las respiraciones contenidas de mis alumnas como si su vida se detuviera en este instante. Su horizonte es limitado, igual que el gris de los perdedores, queda atrapado en las aulas del régimen. Y no quiero renunciar a una morada digna, a un espacio de igualdad que tenga los colores de este valle. Tal vez pueda revestirme con una piel de castaña y dejar entre las piedras de ese muro que nos contempla, la semilla de una mujer nueva. Algún día, esa semilla será un árbol que dé sombra a nuevos hombres. Y tal vez, el brillo de las aguas del Jerte se lleve la tristeza de estas laderas hasta un pantano sin compuertas: el de la esperanza. Contengo la respiración y sonrío. Ellas aún no pueden seguirme. Pero lo harán.         

MARIANO VALVERDE RUIZ ©



lunes, 4 de julio de 2016

NO TE REBELES



Sumérgete en mí.
No dejes este cuerpo sin el duende
que rescata del vértigo viajero
en el aire funesto de los días.
Inúndame de ti.
Abrázate a mi tierra y mora dentro.
Acércate más, mucho más. Con garra.
Y recorre las grutas que conducen
hacia la luna húmeda
que rige el estertor de mis neuronas.
Bebe su jugo, tócala y transige.
No te rebeles contra este momento.
No tengo voluntad para oponerme
a la melancolía de mis horas sin ti.


(El fuego del instinto. Ed. Vitruvio)
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)