EL CANÍBAL DE MAR DE
PULPÍ
«Te voy a comer», me
dijo mientras clavaba sus ojos claros en mi “triángulo de luz”. Yo iba
bamboleándome por la arena igual que la reina de Saba por la Carrera Principal
en las procesiones de Lorca. Lucía mi biquini nuevo y al escuchar aquellas
palabras dibujé una sonrisa libidinosa en mis labios y le lancé una mirada
pícara. Tomé aquella expresión, pronunciada en un español de escuela
extranjera, como un halago a mi belleza.
No tardó ni un segundo
en levantarse de su tumbona y acercarse hasta mí. Llevaba en su mano derecha
una novela que por los colores de su portada me pareció una novela de género
negro, de esas en las que siempre hay asesinatos y policías que investigan
quién es el culpable. Algo que me fascina, por eso elegí esa profesión.
Entonces no le di importancia al detalle de que su labio inferior temblaba como
un postre de gelatina.
Me invitó a una
cerveza. Junto a su tumbona había otra vacía y entre ellas, el mástil de la
sombrilla poseía un círculo de madera a modo de pequeña mesa. Hizo una seña y
desde el chiringuito se acercó un camarero con dos cervezas. El aire olía a
algas y a sardinas a la brasa, en una barca varada junto al chiringuito lucían
sus brillantes escamas en un espeto. A cien metros de la playa quedaban los blancos
refugios veraniegos de la urbanización de Mar de Pulpí.
Al principio se mostró
muy agradable, con una conversación amena y original. Me contó que acababa de
llegar de Noruega, que había vivido el último año en una cabaña de un bosque de
enebros y que se dedicaba al estudio de los renos. Yo le dije entre risas que
si eso le daba para comer. Se puso muy serio y me contestó que esa necesidad la
tenía bien cubierta. Lo hizo mientras se mordía el labio inferior y me volvía a
mirar de una forma que me causó escalofríos.
Se me pasaron las horas
muy rápido. Sin darme cuenta estaba cayendo en sus redes. Me invitó a la última
cerveza en su apartamento. Tampoco di importancia a que dijo “la última” y no
“la penúltima” como se suele decir cuando se está a gusto con la gente. Subimos
hasta la urbanización y nos adentramos por las calles, primorosamente
ajardinadas, hasta su apartamento. A la entrada vi que se trataba de un espacio
con un gran salón, cocina abierta y dos dormitorios anexos. Frente al salón, un
enorme ventanal daba a un solárium desde el que se veía una piscina. Nada más
llegar, echó las cortinas privándome de la hermosa vista. Lo justificó diciendo
que así nadie nos distraería de lo que iba a ser un encuentro único.
Me dijo que me tumbara
en la chaise longue que había frente al televisor y que me pusiera cómoda. Él
abrió una botella de vino y se sentó a mi lado. Entonces se puso muy serio y me
dijo que tenía hambre. Yo sonreí pensando que había llegado el momento que
había estado esperando toda la tarde y que de un momento a otro se iba a lanzar
sobre mí. Y lo hizo, vaya si lo hizo. En menos de un minuto me vi boca abajo,
con los brazos a la espalda y las manos atadas con una cuerda que sacó de
debajo del sofá. Creí que pretendía jugar y le seguí el juego. Suspiré excitada
mientras él parsimoniosamente me tapaba la boca con un pañuelo que sacó de su
bolsillo. En ese momento escuché cómo un jardinero ponía en marcha el
cortacésped. Pareció alterarse con el sonido estridente de la máquina. Le vi
dirigirse hacia la cocina, abrir un cajón y sacar un enorme cuchillo. Entonces
saltaron en mi mente todas las alarmas.
La semana anterior nos
habían llegado a la comisaría de Lorca informaciones de Interpol sobre el
posible paradero en la costa murciana de un asesino al que llevaban buscando
varios años y al que se le achacaban varias desapariciones de jóvenes de las
que jamás se habían encontrado restos. El asesino siempre dejaba en el lugar de
los hechos una caja de Almax, un fármaco contra la acidez gástrica. En la
repisa del pequeño muro que separaba la cocina del salón había uno.
Hice todo el acopio de
serenidad de que fui capaz y conseguí hacerme la sumisa esperando mi
oportunidad. Confiaba en mis conocimientos de artes marciales y en las duras
horas de entrenamiento para afrontar situaciones de extrema dificultad. Se fue acercando lentamente. Sus ojos
brillaban más que el filo del cuchillo que empuñaba. Yo seguía tumbada boca
abajo en la chaise longue. Comenzó a acariciarme los muslos. Era el momento. Me
giré bruscamente, flexioné las piernas y le golpeé con fuerza en la cara. Con
la sorpresa en sus ojos, cayó hacia atrás y se golpeó contra el muro, después
se deslizó por la pared hasta que todo su cuerpo quedó inmóvil en el suelo.
No perdí tiempo y con
mucho esfuerzo, conseguí coger el cuchillo y cortar las cuerdas que me ataban
las manos. Cuando me vi libre, me quité el pañuelo y le até de pies y manos con
los dos trozos en que se había convertido su cuerda. Busqué mi móvil y llamé a
la comisaría. Mis compañeros no tardaron mucho en personarse, identificarle,
interrogarle y comprobar sus coartadas para los lugares y horas en los que se
habían cometido los raptos de las jóvenes. Y resultó que el joven rubio de ojos
claros no era quien pensaba. Tan solo era un aficionado a la novela negra que
había querido recrear una escena que acababa de leer.
Cuando lo pienso, aún
me río del susto que se llevó en aquella situación. Por supuesto no quiso saber
nada más de mí y tomó el primer vuelo que había para Noruega desde el
aeropuerto de Almería. Y así, por mi celo profesional, me perdí la gran
oportunidad del verano para que mi “triángulo de luz” notase el vigor de un
ariete nórdico. Cosas de la vida.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©