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jueves, 30 de agosto de 2018

UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS




UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS


En cualquier lugar y en el momento menos esperado, por mucho que se haya planeado un comportamiento y una actitud determinada, o se tenga un objetivo definido, puede ocurrir lo inesperado y echar por tierra todo lo previsto. Especialmente si se trata de un lugar con historia, en el que hayan transcurrido los siglos, con su reguero de personajes anónimos, y lo remoto esté fuera del alcance de los vivos. Y más aún, si es la noche la que se cierne sobre el paisaje con su halo de misterio, acaso de ironía mordaz, para otorgar a las cosas un matiz diferente.
«Las apariencias engañan», es un dicho popular basado en la experiencia, una expresión que tuvo especial correlación con la realidad durante la noche del 31 de agosto, en el castillo de San Juan de los Terreros, frente a las costas azuladas del Mediterráneo. La construcción defensiva que Carlos III mandó realizar en el siglo XVIII sobre la cima de una colina de gran belleza paisajística, era escenario, casi tres siglos después, del Encuentro Poético Musical del Litoral Mediterráneo. Participaban un interesante elenco de poetas y músicos, en un espectáculo donde la palabra, la armonía y la danza, aportaban al paisaje una túnica de sensaciones que daba color a la noche veraniega.
Entre el público asistente se encontraba Ceferino, un personaje singular al que sus amigos llamaban de eso modo, aunque no era su nombre verdadero. Solían sonsacarlo para que les contase alguna aventura veraniega, sabedores de que lo que narrara, era siempre falso, y de esa forma, poder divertirse a sus espaldas. Ceferino era un cuarentón de porte añejo, oxidado por las tendencias en las que se mueve la sociedad actual, de piel morena, curtida por el sol, de origen holandés, aunque llevaba muchos años viviendo en la localidad hospedado en una fonda cercana al centro. Se mantenía gracias a una pensión, ya que un amigo de sus fallecidos padres, le había diagnosticado una atrofia neuronal hacia el trabajo, que le impedía cualquier actividad remunerada.
El insigne valedor de su preciada minusvalía, había acudido al evento con la esperanza de encontrar a alguien interesante con quien dárselas de aristócrata excéntrico y poder comerse alguna rosquilla de verano, ya que llevaba meses completamente seco, desde que tuvo una aventura con una sesentona que lo confundió con un televisivo conde italiano. Conocía bien el lugar puesto que, al tener mucho tiempo libre, sin oficio ni beneficio, lo solía visitar en excursiones contemplativas. Por eso, cuando llegó, ya adentrada la noche y comenzado el acto, se colocó discretamente en una esquina de la explanada desde la que podía observar a la gente y decidir a quién acercase posteriormente.
Los versos de los poetas eran saetas en el aire que alimentaban las almas de los asistentes. Ceferino los escuchaba con cierta veneración. En algún momento de su vida, había soñado con ser poeta. Lo descartó cuando intuyó que también necesitaba trabajo y esfuerzo para escribir algo decente. Mientras escuchaba embobado, una mujer se le acercó por la espalda y le susurró al oído: «Cuéntame algo divertido». Él, giró su cuerpo, la miró y esbozó una sonrisa brillante, que dejó al descubierto el hueco oscuro de un molar superior.
Ceferino no ocultó su sorpresa al verse sorprendido por una mujer cuyos rasgos estaban muy próximos a su ideal de belleza. «Buenas noches, ¿de dónde ha salido tanta hermosura?», le dijo. «De las esquinas de la noche», le contestó ella. Dámaris era una mujer que aparentaba unos treinta años, de pelo rubio platino muy corto, facciones equilibradas, formas armoniosas y piel blanca, demasiado blanca para las avanzadas fechas del verano. Vestía un traje negro muy ajustado, con escote en uve y un cordón dorado alrededor de la cintura, del que colgaban varias caracolas engarzadas, que llegaban hasta las rodillas, donde terminaba el traje.
—¿Qué quieres que te cuente? Esta noche he venido a escuchar poesía y no a buscar caracoles, como otras noches. Te hubiese regalado el mejor para que lo colocases en tu cordón. Pero, mira por dónde, apareces cuando no tengo ninguno. Quizá yo mismo pueda suplir tal falta, y colgarme de tu cintura.
Dámaris sonrió. Hizo un gesto de estudiada coquetería y le dijo:
—¡Qué curioso! ¿Te gustan los caracoles?
—Me encanta chupetearlos, sobre todo si están cocinados con salsa picante de tomate al aroma del hinojo.
—¿Y coges muchos?
—Todos los que puedo. Algunos se me escapan —sonrió con resignación.
—¿No te da miedo venir aquí, solo, a altas horas de la noche, con los peligros que eso conlleva?
—Los caracoles no son peligrosos. Hay que buscarlos por la noche, cuando los pillas desprevenidos. Además, el aroma nocturno de las plantas, los hace más sabrosos. Tienen un gustillo que levanta a los muertos… ¡Ah, si yo te contara!
—Pues cuenta… cuenta.
—Es una larga historia. Dicen que, en esta explanada, había antiguamente una construcción que era utilizada por un recaudador de rentas. Al hombre también le gustaban los caracoles y exigía a los lugareños que, junto a las monedas de los impuestos, le trajesen un cachulero de caracoles. Como era incapaz de comérselos todos, los guardaba en la batería de costa e iba a contarlos cada domingo, mientras se decía misa para los soldados del castillo. Pronto se dio cuenta de que alguien sisaba en los cachuleros que guardaban su preciado manjar. Decidido a cazar al ladrón, hizo guardia varias noches escondido entre los fardos de pólvora, hasta que descubrió, horrorizado, que era un gran murciélago el que se los llevaba. Como era muy supersticioso, desde aquella noche, pidió a los lugareños que, junto a los caracoles, le llevasen una ristra de ajos. ¿Qué te parece la ocurrencia?
Dámaris hizo un gesto de cierta repulsión, pero, rápidamente, recuperó el control de sus facciones. Miró fijamente a Ceferino y este sintió un extraño escalofrío. Se ajustó la camisa al cuerpo y prosiguió.
—Figúrate, un murciélago gigante robando caracoles. Increíble… ¿verdad?
La mujer guardó silencio. Ceferino pensó que la estaba interesando y se animó a preguntarle.
—¿Y qué busca una mujer como tú en un sitio como este?
—A un hombre interesante —le contestó de forma directa y con una mueca pícara en su boca. A Ceferino le volvieron a brillar los dientes.
—¿A qué llamas un hombre interesante?
—A alguien como tú.
La imaginación de Ceferino comenzó a dar vueltas alrededor del cuerpo de Dámaris. Sus semanas de sequía podían estar a punto de terminar. En aquel momento, desde el escenario, se escuchan los versos apasionados de uno de los poetas. La música del piano recorría la atmósfera que los brazos esbeltos de la bailarina, trenzaba con sus movimientos. Era demasiada suerte para ser verdad. Como decía un conocido humorista, aquella mujer «se le había puesto ofrecida». Era el momento de centrar el tema en algo más romántico.
—¿Te gusta la poesía? —preguntó Ceferino.
—No acabo de entenderla. Sin embargo, escucharla en boca de otros, me sugiere sensaciones que de otro modo no sentiría, me abre los ojos hacía un mundo de sentimientos, de emociones, donde la belleza adquiere otra dimensión.
—Es cierto. A mí me pasa lo mismo. Además, cada uno de los que escriben tiene una visión diferente. Intenta definir la poesía a su modo. Unos en cuanto al fondo de lo que se cuenta, otros en cuanto a la forma en que se hace. Cada cual usa los instrumentos que conoce para canalizar su voz y expresar su mundo interior.
Dámaris asintió y dijo:
—Es todo tan extraño. Como la esencia de esta noche. La veo dentro de ti. Pareces un pirata del Magreb que se ha quedado en estas tierras a contemplar la vida y a buscar caracoles… ¿Y qué esperas de esta noche?
—Lo que seamos capaces de hacer. Mucho y nada a la vez. Porque, no esperar nada es la consecuencia de haber esperado demasiado. ¿Y tú?
—No sé… No sé… Tal vez, descubrir un sabor nuevo.
Aquella frase disparó de nuevo la imaginación de Ceferino, que al notar la picardía con la que Dámaris la pronunció, se la imaginó succionando en cierta parte de su excitada anatomía.
—Suena interesante, dijo.
Dámaris lo cogió de la mano y le volvió a susurrar al oído.
—Vamos a dar un paseo por la ladera del castillo. Desde allí observaremos el mar bajo los reflejos de las estrellas.
Ceferino se dejó llevar. Se alejaron caminando desde la explanada y descendieron por la ladera hasta un lugar donde las rocas los guarecían de la vista de los demás. El aroma del mar se mezclaba con las esencias de los matojos, el sonido de los grillos y la tibieza del aire. Estaba entusiasmado. Pensaba que aquella sería su gran noche, una noche que iba a dejar con la boca abierta a sus amigos, los que le llamaban Ceferino el Grande. Iba a ser una magnífica noche de verano en la que una desconocida lo llevaría al éxtasis.
Dámaris lo atrajo hacia sí y lo envolvió con sus brazos. Ceferino sintió una extraña turbación y comenzó a notar una flojera en las piernas que iba a más conforme notaba el contacto del cuerpo de la mujer. Por la mente de Dámaris estaban pasando imágenes que se superponían a lo largo de los siglos, sin noción temporal, personajes distintos, como aquel avaricioso recaudador de rentas, pero, siempre el mismo paisaje, aquel edificio de planta en forma de hornabeque, de muros en talud, bocel exterior, baluartes semicirculares, sillares… También pasaban por sus sentidos el relieve del acantilado, el aroma salino del mar, la dulzura de la noche, su gran aliada…
Ceferino quiso sobreponerse a la flojera que lo embargaba, a la misteriosa fuerza que lo arrastraba a abandonarse en los brazos de aquella mujer. No pudo. Como tampoco pudieron todos los que habían caído anteriormente en sus garras. Notó una leve punzada en su cuello y el tacto de unos labios carnosos que se adherían a su piel como una ventosa. Poco a poco, una sensación de cansancio lo fue debilitando hasta no poderse mantener en pie. Y ella seguía allí, acompañando su lenta caída. La mujer lo sorbía con parsimonia, deleitándose con cada chupada, disfrutando de su sangre y de su alma, paladeando un sabor nuevo: el sabor poético de los caracoles con salsa picante al aroma del hinojo.
Entre tanto, en la explanada, se mezclaban los sonidos de las notas del piano con los poemas, los aplausos con la luz de las palabras, la música de un cantautor con la danza, las sombras de la noche con los deseos inconfesables… Y en la ladera, entre las rocas, el color plateado del pelo de Dámaris se fue oscureciendo hasta el negro profundo, mientras los ojos negros de Ceferino, adquirían el color del salitre. Poco después, un gran murciélago alzaba el vuelo sobre el castillo como presagio de una próxima aventura. Al último de los poetas, se le heló la sangre.

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miércoles, 15 de agosto de 2018

LA VENUS DE LA QUINTILLA




LA VENUS DE LA QUINTILLA


Hace dos milenios, en la época del emperador Augusto, existía una villa romana situada cerca del margen derecho del río Guadalentín, a escasos metros del rico manantial que nace al pié del Cejo de los Enamorados. En ella vivía Pomponio, un acaudalado comerciante que estaba casado con Berenice, una joven muy bella, para quien los dioses habían reservado un destino especial.
La villa, dispuesta en dos terrazas, contaba con estancias pavimentadas, baños, paredes con estucado de colores brillantes, habitaciones para el servicio y otras dependencias. La construcción, que Pomponio había mandado erigir años atrás como vivienda habitual, disfrutaba de una privilegiada situación junto a la Vía Augusta que unía Cartagonova con Andalucía a través de Eliocroca, como se conocía entonces a nuestra Ciudad del Sol. En la zona abundaban los recursos cinegéticos y madereros que eran muy apreciados en la cercana ciudad. Las plantas silvestres de las laderas aromatizaban el aire y daban al paisaje el carácter de un pequeño paraíso donde la vida transcurría plácidamente.
A Berenice le gustaba adentrarse en las faldas de la sierra para disfrutar de la naturaleza y recolectar flores. Solía pasear deleitándose con el tacto de tomillos, romeros y lentiscos. Se detenía a contemplar las flores de la jara y dejaba que sus sueños se impregnaran del misterio que atesoran las hermosas plantas silvestres, tan bellas como ella. Una mañana descubrió que un joven la estaba observando mientras caminaba, sus ojos asombrados destellaban la nobleza de sentimientos que se adivinaba en la forma de mirarla y que Berenice notó muy dentro de sí. El joven, con un semblante decidido, se acercó hasta ella, le dijo que se llamaba Lucius, le regaló un tallo de romero que arrancó mientras se aproximaba, dio gracias a los dioses por haberle permitido conocerla, y la invitó a que compartiera con él unas horas mientras estaba cazando conejos.
Desde aquel día, ambos procuraban encontrase para conocerse, reír, jugar con cualquier cosa, dando rienda suelta a la imaginación, y disfrutar del paisaje y de su juvenil vitalidad. Sin que fuesen capaces de percibir cómo ocurrió, se enamoraron perdidamente y sellaron aquella realidad con besos impregnados del sabor de los lentiscos. Las caricias con las que se agasajaban ponían en guardia a los pájaros porque presentían que algo extraordinario iba a ocurrir en cualquier momento.  Los gestos de ambos iban más allá de lo habitual en dos jóvenes de su época, canalizaban todas las esencias con las que se construyen las grandes historias de amor. Las complicidades, la pasión y la entrega fueron dominando sus almas hasta convertir el tiempo que pasaban juntos en imprescindible para seguir viviendo. Aquellos encuentros furtivos, a escondidas del mundo y del resto de sus realidades, se hicieron cada vez más intensos.
Sin embargo, los días de Berenice en la villa, junto a su marido, se hicieron cada vez más insoportables. Una extraña tensión la atenazaba y cada vez era más difícil disimular lo que la incendiaba por dentro. Sabía que lo que estaba viviendo con Lucius no estaba bien, que no sería aceptado por nadie, que corría el peligro de ser repudiada y terriblemente castigada por su falta de lealtad. Por otro lado, se sentía culpable por engañar a su marido de aquella forma, un hombre bueno, al que tenía cariño por haberla colmado de parabienes y atenciones desde que la hizo su esposa. Pero era incapaz de abandonar su relación con Lucius, no podía oponerse a la pasión que latía en su corazón cuando estaba con él, cuando notaba su cuerpo, el aroma de su piel, la fuerza de sus miembros varoniles, la delicadeza de sus palabras, el sabor de sus besos y la potencia del abrazo de su alma. Y ocurrió lo que nunca imaginó pudiese suceder. Aquella tensión terrible en la que vivía, fue minando su salud lentamente, hasta que, debilitada por la ansiedad, unas fiebres la postraron en el lecho. Pomponio, alarmado por la salud de su joven esposa, hizo llamar a los mejores sanadores de la zona para que la cuidasen. A pesar de todo, la salud de Berenice fue empeorando con el tiempo, agravada por la imposibilidad de volver a encontrase con Lucius, ya que Pomponio no se separaba de su lado.
Lucius iba cada día al lugar de sus encuentros y le inquietaba mucho que Berenice no acudiese. En las últimas ocasiones en las que habían estado juntos, la había visto extraña. La misma intensidad que mostraba para entregarse a él, se tornaba después en un estado de melancolía que le preocupaba, pero para el que nunca obtenía respuestas a las demandas de que le contase qué le ocurría. El joven mantenía sus encuentros con Berenice en secreto, no se los había contado a nadie para evitar que llegasen a oídos de Pomponio. Pero, ante las ausencias de Berenice, se atrevió a abordar a una de sus sirvientas en el mercado y preguntarle por su señora. Entonces conoció el estado por el que atravesaba su amada, e intentó verla apoyándose en la complicidad de su sirvienta, a la que prometió colmarla de riquezas cuando fuese llamado para servir al emperador en Roma. Sin embargo, y a pesar de todos los intentos que hizo para convencerla de que le permitiese entrar disfrazado a la villa cuando Pomponio no estuviese, le fue imposible ver a su amada. Su angustia fue en aumento día a día, hasta que conoció el fatal desenlace de la vida de Berenice.
Berenice no pudo percibir la llegada de la muerte para llevársela a otro mundo, su estado de extrema debilidad se lo impedía. Tan solo pudo desear, con las pocas fuerzas que le quedaban antes de perder la consciencia, volver a encontrase con Lucius en esta vida o en otra, y hacerlo en un lugar en el que no tuviesen que esconderse de nadie, donde tan solo la naturaleza fuese testigo de su amor. 
Pomponio, que amaba profundamente a su mujer, se sintió tremendamente apenado. Clamaba a Júpiter por la pérdida que le había infringido, por haberse llevado, en la plenitud de su vida, a una mujer tan hermosa, cuya presencia había supuesto los mejores años de su viva, una secuencia de momentos llenos de alegría y de bienestar. Llevado por el recuerdo de su gran amor y con la intención de que su memoria tuviese siempre presente a la mujer que tanto adoraba, mandó hacer un mosaico en la villa con la imagen de Berenice, una obra en la que apareció representada como “la navegación de Venus”.
Un día, Pomponio descubrió a Lucius cerca del sepulcro de Berenice con un ramo de margaritas silvestres. La figura dolorida del joven, le llamó la atención, puesto que no recordaba a ninguna persona que tuviese relación con Berenice que no le hubiese manifestado su pesar. Aquella tarde, preguntó a su sirvienta que quién era aquel joven que llevaba flores a la tumba de su esposa. Lo describió de la mejor forma que pudo mientras observaba la expresión facial de su criada, en la que pudo notar un nerviosismo inquietante. La sirvienta fue incapaz de mentir a su amo y le confesó la verdad de todo lo que había ocurrido a sus espaldas.
Pomponio recibió la noticia con estupor e indignación. Era lo último que habría pensado escuchar. Todo su cuerpo se tensó mientras digería la realidad.  El dolor y la ira lo transformaron en un huracán agresivo que buscó a Lucius hasta encontrarlo. Sin mediar palabras, arremetió contra el joven con toda su fuerza. Ambos se enzarzaron en un combate a vida o muerte que los llevó hasta las proximidades de una columna miliaria. El combate prosiguió hasta que un golpe de la espada de Pomponio hirió a Lucius, quien cayó al suelo y comenzó a perder el conocimiento.
Lucius percibió la imagen de Berenice apareciendo tras un velo de bruma. Vio su mano izquierda tocar las espigas doradas mientras el aire ululaba y acercaba a sus sentidos una lenta melodía que penetraba en su cuerpo como una ola de dulzura. No era consciente de ello, pero una extraña paz le embriagaba hasta convertirse en esencia de su pausado movimiento. No podía aspirar la pureza del aire ni notar el bálsamo del oxígeno en sus pulmones. Caminaba hacia un punto lejano que parecía estar muy cerca del pulso que marcaba su anhelo.
El recuerdo lo llevó de nuevo a percibir el tacto de la piel de Berenice, a notar la mies nutritiva que colmaba sus deseos de ternura, que le hacía enervar su hombría, que ponía de manifiesto toda la intensidad de su deseo y cada una de las verdaderas razones por las que había aprendido a ser hombre. Siguió caminando entre los trigales que decoraban la huerta y los campos, cerca del río y de la Vía Augusta. El paisaje se perdía en el horizonte como una ola infinita que acariciara el terreno. Iba hacia su encuentro, hacia la unión definitiva entre alma y cuerpo, hacia lo que los dioses le habían negado, hacia el punto exacto en el que confluyen todas las inercias que nadie puede separar en la cosecha permanente del tiempo.
La notaba cada vez más cerca, podía sentir su aliento, su templada caricia, podía escuchar los tonos de su voz armoniosa y reparadora, percibir la gracia de sus requiebros… el signo milagroso de su juvenil alegría… el brillo diamantino de sus ojos… Su corazón parecía navegar a bordo de una barca impulsada por velas blancas, una barca que flotaba sobre los campos amarillos de Eliocroca, una barca que se movía impulsada por el aire que ella soplaba con suavidad y que fluía cerca del mismo silencio, lejos del dolor, de la amargura, de la muerte.
Extendió los brazos para sentir de nuevo el tacto de las espigas, de los frutos de su pasión, de los encuentros prohibidos que ya nadie les podría quitar. Su recuerdo era imborrable. Estaba en el aire, en la tierra, en los trigales… La eternidad era su dueña y los esperaba. El tiempo ya tenía a Berenice en su regazo. Él pronto llegaría hasta ella. Lucius lo sabía. Su cuerpo había quedado junto a la columna miliaria. Su sangre humedecía la base de la piedra tallada en el siglo II antes de Cristo. El hilo bermejo de su vida se había unido a la mano de Berenice poco después de que la espada de Pomponio segase su vida. Ahora ya nadie podría impedir que su amor fuese eterno. Y el mismo aire que lo había visto morir y que movía los trigales con una parsimonia ancestral, detuvo su caminar en el lugar exacto en que todo ya era para siempre.

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lunes, 2 de julio de 2018

LA DAMA DE LOS CIPRESES


LA DAMA DE LOS CIPRESES

A veces, tener constancia de los sucesos no los hace más comprensibles, sino que aumenta su carácter ignoto, mucho más, cuando sus orígenes son muy lejanos y su final, se intuye, no podrá verse en una vida.
La historia que os voy a relatar me tiene en vilo desde que la conozco. Tuve constancia de ella por un hombre que conocía mi afición por los hechos paranormales y acudió a mí buscando explicaciones para lo que le estaba sucediendo. Faustino se llamaba, y era el guarda del yacimiento arqueológico de Los Cipreses. Cuando me contó por primera vez lo que había visto, confieso que no di mucho crédito a sus palabras. Pensé que se trataba de una más de las supersticiones que aparecen siempre en las fechas próximas al día de Todos los Santos.
Faustino se puso en contacto conmigo a través del teléfono. En su conversación se dejaba entrever una exagerada angustia, insistía en que no podía darme más detalles y que, por favor, accediera a atenderle. Le cité en mi despacho y acudió a la hora convenida. Empezó diciéndome que necesitaba hablar de lo que había visto a una persona que fuese capaz de creerle y no pensara que estaba alucinando, o que le tomara por loco. Alguien que fuese un estudioso de los fenómenos paranormales.
Me dispuse a escucharlo. Me contó que lo que había visto era la imagen de una mujer vestida con pieles de animales, de cabello negro, cuyo rostro, brazos y piernas, eran de un color violeta claro, pero lo más desconcertante, si ya de por sí no era suficiente con aquella visión, era que, a la altura del pecho, en el lado del corazón, la imagen era hueca, podía distinguirse lo que había detrás. Me dijo que la había visto más de una vez y que no aparecía siempre en el mismo lugar. Le pregunté si había intentado fotografiar la imagen y me dijo que lo había hecho, pero nunca se apreciaba nada de lo que veía. Y me pidió que fuese al lugar e intentara averiguar qué era aquella extraña aparición.
Al día siguiente, me dispuse a hacer un reconocimiento del terreno. Me acerqué hasta el yacimiento, situado cerca del Polideportivo de la Torrecilla, en el paraje de Oñate, al sur de la Sierra del Pino y cerca de una rambla. Vi que en las proximidades se encontraban el hospital Rafael Méndez y el cementerio de San Clemente. Fui recorriendo el poblado y leyendo los carteles que explicaban la vida de sus antiguos moradores. Se trata de un yacimiento de la cultura del Algar, cifrado en la Edad de Bronce, entre el año 2200 y el 1500 antes de Cristo. Está ubicado en una ladera de la montaña, donde se han descubierto varias casas aisladas sin ninguna construcción defensiva. Las casas tienen forma de herradura y debía servir tanto como vivienda como lugar de trabajo. En sus interiores se aprecian hogares, telares, molinos, tinajas para almacenamiento… Lo más llamativo son los enterramientos: cistas y urnas protegen la inhumación de los cuerpos, que aparecen flexionados, vestidos y rodeados de objetos de metal, cerámicas, y adornos personales. Tomé nota de una de las explicaciones en la que se mencionaba que en esa cultura, el género femenino estaba subordinado al masculino.
Después, aunque no albergaba muchas esperanzas, me acerqué a algunas de las casas habitadas que había cerca de la zona para preguntar si alguien había visto algo similar a lo que me había contado Faustino. En una de ellas, encontré a una mujer muy dispuesta a pasar la mañana charlando. El tema derivó rápidamente hacia lo extraño, algo que entusiasmaba a la señora. Me contó lo que recordaba de lo que había conocido de pequeña por boca de su abuela.
La señora se puso muy interesada al saber que su historia podía salir en los medios especializados en temas inexplicables. Y entonces comenzó su relato haciendo énfasis en las palabras. Me dijo que su abuela llamaba a la historia “la leyenda de la mujer sin corazón”. Era una aparición que solo se presentaba ante aquellos hombres que habían hecho cosas malas, muy malas, resaltó, y que no habían sido castigados. Se decía que era una leyenda muy vieja, de cientos de años, quizá miles, que se trataba de una mujer maltratada y despechada, que después de morir y ser enterrada, se aparecía para vengar su desgracia en todos aquellos que tratasen mal a las mujeres, que no tenía piedad con nadie. Atormentaba a sus víctimas hasta que ellas mismas perdían la cabeza y terminaban terriblemente.
Cuando escuché aquel relato, hice memoria a ver si, en algún momento, había hecho algo que me pusiese en la lista de la Dama de los Cipreses. Sentí remordimientos por algunas situaciones, pero no recordé nada que pudiese considerar maltrato para con una mujer. Di mi investigación del día por concluida y regresé a la ciudad. Poco tiempo después, Faustino me volvió a llamar.
La segunda vez que lo vi, tenía un aspecto deplorable. Daba la impresión de que estaba sufriendo mucho y apenas había dormido. Su ropa olía a alcohol y a esa mugre misteriosa que rezuman los géneros textiles cuando llevan empapado el sudor de días, un tufo acre que echaba hacia atrás. Su lenguaje era deshilvanado, con lagunas de conocimiento, balbuceante en ocasiones. Me imploró que le ayudase, pero yo no supe cómo.
Me contó que la imagen de la Dama de los Cipreses lo perseguía. Que la encontraba allá donde iba. No podía soportar su presencia y huía de un sitio a otro provocando el desconcierto de las gentes que le veían alejarse corriendo. En su casa, se despertaba sudando, le dolía la cabeza hasta el punto de pensar que le iba a estallar en cualquier momento. Había ido al médico y le había recetado unos fármacos para la ansiedad y para la somnolencia, pero no le estaban haciendo el efecto deseado. Estaba desquiciado. No podía ni trabajar, tenía pánico a acercarse a su lugar de trabajo y no podía decir a sus jefes el verdadero motivo. Había pedido la baja por enfermedad y ponía toda su esperanza en que yo encontrase alguna explicación a lo que le estaba sucediendo.
Lo escuché con calma. Podría ser cierto que viese la imagen de un espectro. Había conocido algunos casos en los que la aparición de seres de otro tiempo cesaba cuando veían cumplido algo importante que habían dejado de hacer cuando estaban vivos. Pero, en el caso que me contaba Faustino, no veía cuál pudiese ser el motivo de la aparición que le atormentaba. Luego recordé la leyenda que me había contado, días atrás, la señora que vivía cerca de la zona donde se encuentra el yacimiento de Los Cipreses. Y me aventuré a indagar en la vida de Faustino.
Le pregunté si en aquellos momentos se ocupaba alguien de él. Me dijo que desde hacía dos meses vivía solo. Su actual pareja, la mujer con la que había convivido los últimos tres años, le había dejado y no sabía dónde encontrarla. Le pregunté el motivo de su abandono. Me dijo que no lo sabía y matizó que cuando la encontrara se iba a enterar. Me alarmó el tono amenazante de sus palabras, en el que latía una violencia larvada y brutal. Y entonces me atreví a comentarle:
—Puede que exista algún hecho relacionado con tu vida que tenga que ver con lo que te está sucediendo. Aunque no seamos conscientes, el mundo tiene otras dimensiones ocultas a nuestros ojos que son difíciles de comprender, y los hechos viajan por las ventanas del tiempo. De ese otro mundo, nos vienen las consecuencias a nuestros actos. No se puede hacer otra cosa que afrontarlas, pues nunca podremos vencer a las fuerzas que nos las mandan. La contestación a lo que voy a preguntarte ha de quedar entre nosotros, si quieres que te ayude. ¿Has maltratado a alguna mujer o le has causado daños físicos o vejatorios?
Me miró muy extrañado por mi pregunta.
—¿Maltratado? No. Yo siempre trato a una mujer como se debe. Aunque me hayan acusado de tratarlas mal.
—¿Cómo?
—Sí. Cuando murió mi primera mujer, la muy pécora, me había puesto una denuncia acusándome de que le pegaba. No era verdad. Ella se golpeaba contra cualquier cosa y decía que había sido yo el causante. Cuando yo estaba delante, lo negaba… ¡Faltaría más! Cuando me llegó la citación, le dije que retirara la denuncia o me las iba a pagar.
—¿Y qué sucedió?
—Que la atropelló un coche. Fue una lástima. Yo la quería, a mi modo. Me quisieron acusar, pero no encontraron pruebas. Nunca se supo quién fue el causante de su muerte.
Observé que a lo largo de esta parte de la conversación, a Faustino le costaba mantener la mirada fija. Hablaba como para sí. Como si intentase convencerse a él mimo, más que a su interlocutor.
—¿Y qué hiciste después?
—Pasado un tiempo, hice mi vida con otra mujer, la que ahora me ha abandonado. ¿Cuándo la encuentre, me va a decir por qué se ha ido?  ¡Y cómo sea por otro…!
—Las mujeres son libres de elegir, debe comprenderlo.
—No lo soporto… pero esto… ¿qué tiene que ver con lo que me sucede?
—Hay una leyenda que asegura que la Dama de los Cipreses atormenta a quienes son culpables de maltrato.
—Tonterías. Esa aparición debe ser algún tipo de embrujo que me están haciendo. Quiero que me libre de ella.
—No sé qué puedo hacer, ya se lo he dicho. Es posible que la solución esté en usted mismo. Es su subconsciente el que le mortifica. Todo está en la mente, incluso el sentimiento de culpabilidad. Puede que haya hecho algo y su mente no quiera reconocerlo. Puede que le produzca lo que le ocurre. Se lo digo por buscar algo de lógica al asunto. Tranquilícese, busque en su interior y afróntelo… Es cuanto le puedo decir.
Faustino salió de mi despacho peor de lo que había entrado. Le vi una mirada perdida que me turbó. No se despidió, solo, antes de cerrar la puerta, me dijo:
—Yo no he hecho nada.
—Entonces, nada tiene que temer —lo tranquilicé.
Todo hubiese quedado en una sencilla historia, si no fuese porque, tres días después, leí en la prensa que habían encontrado su cuerpo sin vida a dos metros de una cista funeraria del yacimiento de Los Cipreses. La noticia señalaba que se trataba de un suceso muy extraño. No había señales de intervención humana en el lugar y al cuerpo de Faustino le habían arrancado el corazón. El forense había dicho que los desgarros que presentaba no habían sido producidos por ningún objeto cortante, que parecía que le habían arrancado el corazón con las manos, algo aparentemente imposible.
Un sudor frío e inquietante me recorrió el cuerpo. Y me dio por pensar. ¿Y si realmente existía la figura vengadora de la Dama de Los Cipreses? ¿Y si se trataba de un ente milenario que vagaba por el tiempo dando cuenta de los maltratadores? Bajé la vista y seguí leyendo.
El periódico daba una pequeña biografía de Faustino. Mencionaba la muerte de su esposa y decía que su pareja actual, que se encontraba en un piso tutelado y bajo identidad falsa, había declarado a la policía que, Faustino la había amenazado con hacerle lo que a su esposa, si denunciaba que le pegaba cuando no hacía lo que él esperaba. La mujer terminaba dando gracias al cielo por haberle librado de él.
Como estudioso de los fenómenos paranormales, he de decir que algo, misterioso y sobrenatural, intervino en el fatal desenlace de Faustino. Siempre hay un velo de misterio que cubre lo tangible de los hechos, algo que no deja pasar el aire que envuelve lo inexplicable… Pero da que pensar. He vuelto en varias ocasiones al yacimiento de Los Cipreses pertrechado con mi instrumental técnico, para hacer mediciones, captación de flujos energéticos y aplicación de sensores de imagen a baja intensidad. Nunca había ocurrido nada, hasta que un día, la pantalla de mi portátil, a la que estaban conectados los sensores, registró un sesgo de imagen violácea. Se me aceleró el pulso y miré alrededor. A unos cincuenta metros, el encargado de una obra en las pistas de La Torrecilla, estaba mirando hacia el yacimiento de Los Cipreses con mucha atención.

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domingo, 19 de noviembre de 2017

MISTERIO EN LA FORTALEZA DEL SOL




MISTERIO EN LA FORTALEZA DEL SOL

El viejo Ildefonso bajaba por las escaleras de la torre Alfonsina algo dolorido por haber descansado mal dentro de un saco de dormir que dispuso en el suelo de la tercera planta, pero aun así, estaba satisfecho por haber cumplido con su apuesta. El día anterior le habían retado a pasar la noche de Todos los Santos en el interior de la torre. «Si no eres capaz de pasar la noche de ánimas en el interior de la torre, cómo vas a seguir contando historias de misterio a los turistas», le había espetado en su autoestima Juan, uno de los figurantes que trabajaban en las instalaciones de la Fortaleza del Sol. Él lo tomó como un reto y se apostó la cena de Navidad a que sí era capaz de hacerlo.
Ya era media mañana del día dos de noviembre de 2017. Había tenido tiempo de ir a la cafetería de Las Caballerizas, asearse y tomar un café con leche, antes de volver a la torre, subir a la tercera planta, mirar el paisaje desde sus cuatro ventanales  de estilo mudéjar, vestirse con su atuendo de alcaide y prepararse para recibir al primer grupo de turistas. A lo largo de las horas que había pasado completamente solo en la torre, había tenido tiempo de repasar su vida, o al menos, aquellas páginas de su existir que tenían importancia en los momentos actuales. Se encontraba profundamente solo y le preocupaba su futuro inmediato. ¿Qué iba a ser de él cuando se jubilase? ¿Quién le iba a cuidar? Desde que su mujer falleció, hacía ya más de quince años, sin dejarle descendencia, su única familia la habían formado sus compañeros de trabajo.
Hacía tres meses que había cumplido 64 años. Era delgado, de complexión fuerte, facciones equilibradas y pelo cano, que llevaba largo y le confería un aspecto interesante. Mientras bajaba los 114 peldaños que le separaban de la tercera planta, pensó que, vestido de aquella forma, él podía haber sido uno de los habitantes de la torre a quien Alfonso X El Sabio había dado nombre, una fortaleza defensiva construida en el siglo XIII y reedificada en el siglo XV, con fachada orientada hacia el sur, el lugar del que, sin saberlo, iba caminando un misterio que iba a salir a su encuentro. La vida le iba a sorprender, a él, un hombre curtido que cruzaba los años con el alma a las espaldas, un hombre que desconocía completamente que él mismo, era parte de ese misterio.
Llegó hasta la puerta que daba acceso a la primera planta. Sobre él quedaba la bóveda de ladrillo con pechinas en las esquinas, que desde una altura de ocho metros, cobijaba una sala en la que se había dispuesto una mesa de madera de estilo medieval, un sillón de cuero, unas bancadas frente a la mesa, sobre la cual destacaban un candelabro, un cuaderno de tapas oscuras y gastadas, y unas tablillas que Ildefonso utilizaba como base en la que apoyar el cuaderno para contar sus historias. En ese momento ignoraba que aquel era el escenario donde se iba a producir un giro inesperado a su vida.
A los pocos minutos, llegó un grupo de veinte turistas que provenía de Cádiz. La mayoría eran personas mayores, jubilados a los que acompañaban algunos familiares y algunos viajeros que se habían unido al grupo para realizar una visita guiada por la Fortaleza del Sol, como se conocía al castillo de Lorca desde su recuperación y puesta en valor. El grupo venía conducido por Juan, que iba ataviado de capitán de la guardia de la Fortaleza. Los visitantes habían accedido por la Puerta del Tiempo y habían hecho un recorrido por la torre del Espolón, las Caballerizas, la muralla del Espolón, varias aljibes donde habían observado las exposiciones temáticas, el Huerto, el Punto del Alquimista, el Reloj de Sol, la Senda de los Granados, el Rincón del Arqueólogo, la sinagoga, los restos de muralla que se encuentran junto al Parador  y otros lugares de la Fortaleza del Sol.
Ildefonso les hizo una reverencia y se presentó como el alcaide de la Fortaleza. Después, pidió a los turistas que se acomodaran en las bancadas y les dijo que les iba a contar una historia sucedida en el castillo hacía varios siglos. Juan, le estrechó la mano en signo de derrota y reconocimiento, a lo que Ildefonso correspondió con una palmada en la espalda y un gesto de satisfacción.
—Quiero gambas rojas de Garrucha y cochinillo asado. Y un buen vino de reserva.
—Te lo has ganado —respondió Juan.
Tras tomar asiento, abrir el cuaderno sobre la mesa, y modular la voz, Ildefonso inició su relato ante la mirada expectante de los turistas.
—Hace muchos años, durante una fría noche de invierno, llegó hasta aquí un jinete. Una pesada niebla cubría la vereda del Cejo y se espesaba aún más en los alrededores de la Fortaleza. El jinete venía desde el sur, manteniendo un galope permanente. Había salido desde el interior de otra fortaleza, la Alhambra, en Granada. Su imagen era parecida a la que imaginó Washington Irving. Era una figura vestida de negro montada sobre un caballo árabe, también negro como el azabache. El jinete no tenía la cabeza sobre los hombros, la llevaba cogida con su brazo izquierdo, mientras, con el derecho, agarraba las riendas de su caballo. Al llegar a la puerta que da acceso a las caballerizas, tiró de las riendas y el caballo alzó sus patas delanteras, relinchó con energía, volvió a posar sus cascos sobre la tierra y se detuvo. El jinete se colocó la cabeza sobre los hombros, bajó del caballo y se dirigió hacia la torre por la senda que serpenteaba entre los pinos hasta donde ahora se encuentran ustedes.
Ildefonso hizo una pausa para asegurarse de que todos estaban atentos a su historia. Después, prosiguió.
—Aunque a algunos les sorprenda, esta historia se ha transmitido de boca en boca a lo largo de la noche de los tiempos, pónganse cómodos y relájense. Prepárense para soñar y asombrarse, pero no se despisten porque cualquier cosa puede suceder en cualquier momento. En este manuscrito, que encontré en un lugar del que ahora no puedo hablar, que me fue entregado por alguien que quería abandonar los límites del infierno para poder encontrar la sabiduría que se esconde en el universo, se cuenta la historia de la “madre del diablo”, la mujer que había parido al jinete que una noche llegó hasta esta fortaleza para vengarse de los que acabaron con su madre.
Entre los asistentes se comenzaron a ver los primeros gestos de intriga. Ildefonso sonrió al ver sus caras.
—Cuando el jinete atravesó la puerta de la torre, se dirigió hasta la segunda planta, el lugar donde dormía Jimeno de Alcanara, alcaide por aquel entonces. Hacía casi treinta años que, en 1244, la fortaleza de Lorca, había pasado a poder de los cristianos, y los hechos que provocaban la presencia del jinete junto a Jimeno, habían ocurrido pocos años después. Por aquel entonces, muchos de las habitantes mudéjares se quedaron bajo la protección cristiana a cambio de impuestos, y de aceptar las costumbres de los vencedores. Yamila y su hijo Abdul, eran unos de ellos. Cuando Abdul tenía seis años, comenzaron a extenderse entre las gentes comentarios temerosos sobre las fechorías que se atribuían al niño. Se decía que provocaba el mal a quien mirase, que sacaba los ojos a los gatos, que las ratas huían de él… Yamila era una joven muy hermosa que había enviudado poco antes de nacer Abdul. Su marido había muerto en unas refriegas fronterizas con soldados cristianos y se ganaba la vida comerciando con lo que lograba recolectar en los montes cercanos al castillo. Jimeno, que entonces era un joven apuesto, pretendió los favores de Yamila, incluso intentó forzarla en más de una ocasión. La joven lo rechazó con toda su alma, porque en su interior culpaba a todos los cristianos por la muerte de su amado. A Jimeno le disgustó mucho la actitud de la joven, en su interior creció el resentimiento, primero, y el odio, después.
»Las andanzas de Abdul fueron en aumento y las gentes comenzaron a hablar de Yamila como “la madre del diablo”. Jimeno se hizo eco de los comentarios y aprovechó la ocasión para hacer correr toda clase de infundios sobre Yamila. Pronto se hizo notoria la acusación de que la joven era una bruja, que tenía tratos con el demonio y que prueba de ello, eran las actitudes de su hijo. Yamila fue apresada y enjuiciada, y aunque juró que todas las acusaciones eran falsas, el tribunal no tuvo clemencia y fue condenada. Se levantó un cadalso cerca de la torre del Espolón y fue quemada. Nadie se atrevió a hacer lo mismo con su hijo y el tribunal optó por mandarle a Granada con unos mercaderes para que allí fuese vendido como esclavo.
»Abdul fue creciendo y pasando de amo en amo, pues cuando comprobaban sus demoníacas influencias, se libraban de él inmediatamente. Con los años, el carácter agresivo y sin escrúpulos de Abdul, le convirtió en un despiadado enemigo de la bondad. Escapó de su último amo tras persuadirle de que si no le dejaba libre, su cuerpo se convertiría en un manantial de gusanos que le devorarían en vida. Tras liberarse de la esclavitud, se dedicó a robar, chantajear, infundir terror y crear toda clase de males. Sus fechorías llegaron hasta uno de los hombres fuertes de la corte granadina, quien decidió librarse de su coacción. Primero le hizo creer que le enviaba el pago que le exigía por no hacerle caer en la enfermedad, y luego, mandó a unos soldados con la orden de asesinarle. Hasta el lugar convenido, llegó un hombre con un carro en el que se llevaba el cofre de oro que Abdul había pedido. Cuando Abdul se aproximó montado en su caballo, los soldados, ocultos tras los árboles, lo acribillaron con flechas. Ya en el suelo, un soldado le cortó la cabeza con su espada y la lanzó a un pozo. Poco después de aquellos hechos fue cuando el jinete apareció en Lurca, como se llamaba entonces a esta ciudad, dejó sin sentido a los guardias de la torre y entró en la habitación donde dormía Jimeno.
»Abdul miró fijamente a Jimeno. Se acercó hasta su cama mientras escuchaba sus ronquidos. Sacó su cimitarra, y con la punta, cortó un mechón de cabello del alcaide. Al despertar, Jimeno contempló horrorizado la imagen de aquel espectro surgido de entre las tinieblas. No tuvo tiempo de reaccionar y llamar a la guardia.
—Despídete del mundo, cristiano. Vas a cruzar los umbrales del infierno por la injusticia que cometiste con mi madre —dijo Abdul.
Acto seguido, asestó un golpe fatal sobre el cuello de Jimeno y le cortó la cabeza. En ese preciso momento, la imagen de Abdul se vaporizó. Jimeno fue enterrado conforme a las costumbres cristianas. Sin embargo, pocos días después de su muerte, algunos habitantes del castillo, aseguraron ver la figura sin cabeza de un jinete que llevaba las ropas de Jimeno, paseando por la noche a lomos de un caballo negro. Desde entonces se dice que nadie que pase una noche en la torre Alfonsina, está libre de encontrase con el espectro que habita los límites del infierno.
Ildefonso se levantó de su sillón e hizo una reverencia en señal de que la historia había terminado. Los turistas le aplaudieron con fuerza. Pero entre ellos había una persona que había seguido, con mucho más interés que los demás, las palabras de Ildefonso. Virginia, una mujer de pelo castaño y de mediana estatura, que rondaba los cuarenta años, esperó a que el grupo que guiaba Juan iniciase la subida a la segunda y tercera planta de la torre, para acercarse a Ildefonso.
—¡Cómo es la vida! A veces, la mezquindad humana, el miedo, la injusticia o quién sabe qué, condicionan la vida de unos y de otros —dijo Virginia.
Ildefonso levantó la vista sin comprender a qué se refería aquella mujer. Pensado que hablaba del relato que acaba de contar, le dijo:
—¡Ah, los misterios!... Si la vida es un misterio, la muerte es una certeza que da paso a un misterio aún mayor.
—Quizá… Me llamo Virginia… ¿Podemos hablar durante unos minutos?
—No hay inconveniente. El grupo ha de visitar la torre y el próximo grupo tardará en llegar más de media hora. ¿Qué se le ofrece?
—La oportunidad de empezar a conocerte, puedo tutearte, ¿no?
Ildefonso se quedó totalmente sorprendido. Virginia, continuó.
—Aunque tal vez tengamos mucho tiempo por delante, porque tú te llamas Ildefonso Gutiérrez Pérez de Meca, ¿no?
—Sí, así es. ¿Y quién eres tú?
—Es una larga historia. Una historia que dura más de cuarenta años y que para mí comenzó hace tan solo unos meses.
Virginia sacó una foto de su bolso y se la mostró a Ildefonso.
—Recuerdas a esta mujer. Aquí tendría unos veinte años, más o menos los que tenía cuando tú la conociste.
Ildefonso tomó la foto con sus manos y su mente pareció reconocerla vagamente.
—Era muy guapa… ¿verdad? Fue durante un verano que pasaste en Cádiz hace cuarenta y un años. Hace unos meses, poco antes de morir, me confesó su gran secreto. Me dijo el nombre y la localidad donde debía buscar. Y aquí estoy, dispuesta a escuchar, y a intentar comprender, por qué la abandonaste a su suerte.
—No comprendo. Esto es de locos. Creo reconocer a esta mujer, pero…
—Esta mujer, como la llamas, es mi madre. Vanesa, ¿te dice algo ese nombre? Y poco antes de expirar, me dijo… que tú eres mi verdadero padre y no el hombre con quien se casó.
Las lágrimas afloraron de los ojos de Virginia con la súbita emoción que le produjo recordar el momento en que supo aquella desconcertante noticia.
—No entiendo nada. Ella… Ella nunca me dijo que estuviese embarazada.
Virginia pudo leer en los ojos de su padre que estaba diciendo la verdad.
—Aquello no fue más que un amor de verano. No es posible lo que estoy viviendo —continuó diciendo Ildefonso.
—Si no lo crees, tendremos tiempo de comprobarlo. ¿Puedo darte un abrazo?
Ildefonso y Virginia se fundieron en un extraño abrazo, tímido y entrecortado, primero, cálido y profundo, después.
Desde las escaleras de la torre, se comenzaron a escuchar los sonidos de los zapatos de los turistas, el murmullo de sus conversaciones y el sonido que producía el aire por las saeteras de la torre. El escenario que tantas veces había cobijado a seres atrapados en sus propias vidas, y quizá también, a otros, que presos de sus tragedias aún rondan sus muros por las noches, era ahora el escenario donde dos personas unidas por la sangre, que hasta ese momento desconocían que existiesen, cambiaban sus vidas. Por la puerta de la torre penetraba el tibio resplandor del sol de noviembre, un sol que imponía su luz sobre el velo que cubre lo inexplicable y que, cuando se oculta, difumina lo tangible para que afloren los misterios más insospechados.

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lunes, 24 de julio de 2017

SUSURROS EN EL PORCHE DE SAN ANTONIO



SUSURROS EN EL PORCHE DE SAN ANTONIO

Algunos estudiosos del misterio de la vida y de la existencia, aseguran que existen universos paralelos, que vivimos junto a otros seres en un espacio tiempo confluyente. Y van más allá, dicen que, aunque no los podamos ver, ni sentir, ni tocar, están ahí, atrapados en un bucle inmaterial, para condicionar nuestra vida.
Por naturaleza, somos seres poco dados a creer todo aquello que escapa a nuestra capacidad de entender y razonar. Pero también somos conscientes de nuestras limitaciones, y no podemos asegurar que no sea cierto aquello que aún no somos capaces de ver con los ojos de la lógica física. Isabel así lo creía antes de vivir una experiencia deslumbrante y que cambió su forma de pensar para siempre. Los hechos sucedieron hace unos años, cuando trabajaba en la restauración del Porche de San Antonio.
El monumento conocido como Porche de San Antonio es una puerta medieval de la antigua muralla que rodeaba Lorca. Es una construcción diferenciada de otras porque la puerta está situada en un recodo  del interior de una torre cúbica. Fue reedificado en el siglo XIV y está construido con mampostería reforzada con sillares en los ángulos. Es un vano con tres arquivoltas, una con motivos vegetales; la exterior presenta dientes de sierra. Los capiteles muestran a dos leones de medio cuerpo enfrentados. Hay una escalera adosada al muro que sube hasta una terraza en la que antiguamente había una gárgola formada por una cabeza de dragón con escamas y abierta de fauces. En el interior de la puerta hay un pequeño altar con pinturas del siglo XIV en las que se ve a San Ginés de la Jara. Isabel trabajaba en la restauración de las pinturas cuando comenzó a notar algo extraño.
Conforme avanzaban los segundos, Isabel sentía algo verdaderamente especial. No sabía lo que producía aquella inquietante sensación, pero percibía la cercanía de algo que rozaba su cabello, como si lo estuviese acariciando. Llevaba parte de su melena rubia cogida con una goma y su sedoso cabello caía sobre su nuca igual que una cola de dorado torrente. En aquella tarde de septiembre, el aire estaba en calma y, sin embargo, algo hizo que su pelo se moviese. Instintivamente pasó su mano por el cabello y continuó con su tarea.
Un pincel de fina cerda le servía para ir limpiando de impurezas la superficie de la pared en que parte de la pintura mural estaba dañada. Tenía que ir con mucho cuidado para no desprender los restos de la pintura original. Recogió unas muestras de polvo para analizarlas, ver sus componentes, y posteriormente fabricar un pigmento de similares características con el que recubrir las partes más erosionadas por el paso de los siglos. Estaba depositando la muestra de polvo en un recipiente de plástico cuando le pareció escuchar un sonido. Era una especie de siseo ininteligible. Dio unos pasos hacia atrás y miró a su alrededor. Arriba, los operarios limpiaban de escombros parte de la terraza. En el lateral, junto a la muralla, no había nadie. Miró hacia la explanada que hay frente al Centro de Visitantes de Lorca, Taller del Tiempo. Se quedó pensativa durante un momento. La intensidad sentimental que había sufrido durante los últimos días, la ruptura con su pareja, el mar de dudas que alteraba su mente, sin duda le estaban jugando una mala pasada. Volvió hasta el interior del porche y reinició su trabajo.
El pincel apuntaba hacia una zona donde el muro dejaba escamas oscurecidas cuando su mano comenzó a temblar. De nuevo escuchó aquel extraño siseo. Se quedó inmóvil. Aquellos sonidos parecían venir del interior de la puerta, era como si una misteriosa caja de resonancia estuviese reproduciendo sonidos de otro tiempo. Aguzó el oído y lo pegó a la pared.
—Escúchame primero y luego sigue los designios que te marque tu corazón.
Lo pudo distinguir con cierta nitidez. Era una voz de mujer. Su pulso se alteró y miró varias veces a su alrededor. Después acercó de nuevo su oreja al muro.
—Quizá te sea familiar lo que te voy a contar. Mi padre se oponía a mi relación con Amadeo, un joven cristiano de familia humilde. Mi familia era judía, de posición acomodada durante los primeros años del siglo XIV y no permitía que tuviese trato amoroso con nadie que no profesara nuestras creencias.
»Cada día me sometían a una gran vigilancia y hacían casi imposible que pudiese encontrarme con Amadeo. En una ocasión, aprovechando un despiste de mi madre mientras estábamos en el mercado, convinimos que dejaríamos dentro de la boca de la gárgola que había cerca de la puerta de la muralla, notas con nuestros sentimientos; también nos avisaríamos sobre cuándo y dónde escapar para poder hacer realidad el amor que nos abrasaba a ambos. Pero mi padre había encargado a su aprendiz de talabartero que me siguiese cada vez que yo salía con cualquier motivo. Así fue cómo pudo enterarse del lugar que utilizábamos para comunicarnos y lo hizo destruir en el peor de los momentos. Yo había dejado una nota diciéndole a Amadeo que a la noche siguiente, la víspera del torneo de justas que se iba a celebrar junto al río, me esperase junto al porche, que yo pagaría a los guardias para que me dejasen salir y guardasen secreto. Esa noche nos marcharíamos para siempre de la ciudad camino de un lugar donde nadie supiese sobre nuestros orígenes.
»Sin embargo todo fue muy distinto. Mi padre me encerró en mi habitación y encargó a unos amigos de su aprendiz que le diesen una gran paliza a Amadeo y le advirtieran del destino que le aguardaba si permanecía en Lorca un día más. Nunca volví a ver a Amadeo. Los años me fueron consumiendo mientras cedía a la voluntad de mi padre. Hasta que ya no pude soportarlo más. No recuerdo ni cuándo ni cómo fue, pero abandoné el mundo de los vivos mientras me prometía que nunca dejaría que otra mujer se plegase a los designios de la tradición en contra de sus verdaderos sentimientos. ¿Tú sabes a qué me refiero, verdad? Tu padre detesta al hombre al que amas, porque no profesa tu religión y es mucho mayor que tú. Te amenaza con retirarte su afecto y desheredarte. Pero, ¿acaso no serás una desheredada de ti misma si renuncias a tu amor por complacer a tu padre?
Después de aquella enigmática pregunta, se hizo el silencio.
Isabel intentó escuchar de nuevo. Por más que lo intentó, no pudo percibir ni una sola palabra. Tuvo la impresión de haber estado soñando, de que todo era fruto de su subconsciente. Nada parecía haber ocurrido mientras la tarde ya se iba desplomando sobre los brazos del crepúsculo. Y sin embargo, todo su cuerpo se estremecía con una extraña ansiedad.
La jornada de trabajo tocaba a su fin. Se apoyó en la pared para intentar calmar su inquietud. Su mente era un hervidero de pensamientos. Acababa de escuchar, con otras palabras, en otro tiempo y con otros personajes, cómo la racionalidad de otros se opone a los intereses del corazón. Incluso había escuchado algo que ella misma se había planteado a veces: abandonarlo todo y fugarse con su pareja. Sabía que, de esa forma, renunciaba a un futuro cómodo, incluso a su trabajo y a la independencia que le facilitaba, pero, a cambio, iba a disfrutar, los años que le quedasen de vida a su pareja, de una felicidad segura. Y recordó con amargura las últimas palabras que le había dicho a su novio. Decidió que, aquella misma noche, le iba a llamar, y le iba a decir la auténtica verdad que había condicionado sus palabras. Tal vez aún no fuese demasiado tarde.
Cuando las primeras sombras cubrieron el interior del Porche de San Antonio, Isabel escuchó de nuevo el siseo de una voz joven de mujer que se lamentaba amargamente. Era el susurro de la brisa, un intermitente y monótono zureo de palomas que impregnaba los muros de palabras.
—Amadeo, amor mío, ¿por qué no me buscaste aunque te fuese la vida en ello?
Para Isabel, aquella noche fue la más larga de su vida. Al llegar a casa, se armó de valor, y marcó el número de teléfono de su pareja sin obtener respuesta. Lo hizo varias veces y el teléfono seguía sin dar señal. Demetrio, su pareja, ya no podía cogerlo, había sufrido un accidente de coche y estaba en el hospital en estado de coma. Su pronóstico era muy grave, aunque los médicos no descartaban que pudiese recuperarse. Sin que nadie más que él pudiese percibirlo, una voz lejana y misteriosa repetía una y otra vez en la mente de Demetrio el mismo mensaje:
—Sí te quiere. Te ha dicho que todo había acabado porque así se lo habían exigido. Te ha mentido para no hacerte daño. Perdónala y vuelve con ella.
Ya de madrugada, Isabel, que no había conseguido conciliar el sueño, comenzó a llamar a todos los que conocía y que podían saber algo sobre el paradero de Demetrio sin conseguir noticias de él. Desesperada y con la convicción de que aquello no era normal, que debía haberle sucedido algo, se atrevió a llamar a la policía. Cuando dio el nombre completo de su pareja, le confirmaron que se encontraba en el hospital, que aún no habían podido localizar a nadie de entre sus familiares, que conocían sus datos por la cartera que se encontraba entre los efectos personales que habían recogido y que, aunque estaba vivo, su estado era muy grave.
Con el alma en un puño, Isabel se desplazó hasta el hospital Rafael Méndez. Le permitieron entrar a la UCI. Se acercó hasta su amor mientras sus ojos eran un mar de lágrimas. Le llamó por su nombre varias veces, a pesar de que le habían dicho que no sentía nada. Caminó hasta el lateral del lecho donde Demetrio estaba postrado y conectado a los aparatos que le mantenían con vida. La mano de Isabel tomó con ternura la mano de Demetrio. Y como algo inexplicable, algo que solo comprenden las almas que vagan a nuestro alrededor, los dedos de Demetrio se movieron ligeramente para que Isabel comprendiese lo que ninguna palabra de cualquier idioma puede expresar siquiera.

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