viernes, 11 de agosto de 2017

LAS UVAS DEL PROGRAMADOR




LAS UVAS DEL PROGRAMADOR



Se ha sentado en el sofá buscando unos minutos de tranquilidad para poder realizar su cometido del día. Ha cogido de su despacho lo que necesitaba: el cuaderno donde anota los programas anuales, un bolígrafo y una calculadora. Mira hacia los amplios ventanales del salón con ojos viajeros, como si recorriera la distancia que le separa del pasado en un segundo. Se escucha el viento silbar con vigor tras los cristales. La imagen de los árboles moviéndose igual que desnudos peines del viento, le llama la atención, pero no le inquieta. Dentro de su casa, el clima es agradable gracias a la climatización controlada por un moderno sistema de domótica, pero fuera parece que la tarde es muy fría, un tanto desapacible, como es propio del invierno en Silycon Valey. El tiempo está revuelto, considera para sí el ejecutivo, amenaza tormenta. A lo lejos, en el horizonte de la sierra cercana, por detrás de los edificios que siembran el valle de arañas metálicas, se ve una oscura masa gris que no anuncia nada bueno.
Silvestre suele dedicar unas horas del día 31 de diciembre de cada año a hacer balance del tiempo transcurrido, a valorar el nivel de logro de los objetivos planteados el año anterior, a establecer el punto exacto de sus finanzas, a comparar su situación económica con la que tenía al final del año pasado, y sobre todo, a redactar el programa con el que guiará sus pasos, y los de los suyos, durante el año siguiente. También va a plantearse los propósitos, prioridades, objetivos y el presupuesto con el que afrontará el día a día durante los próximos meses. Le gusta prever lo fundamental y tener el camino trazado para las cosas esenciales. De ese modo puede dejar su mente volar con más libertad, teniendo claro que sus pies están en la tierra y que la realidad está sujeta con los instrumentos básicos para ser fiel a su concepto de vida. Esta costumbre le viene desde joven, en España, cuando estudiaba en la universidad de Sevilla los primeros cursos de sistemas informáticos, robótica y programación.
Dentro de la casa, la tarde parece tranquila, pero no tardará en complicarse con los preparativos de la cena de Nochevieja para la que esperan invitados. Su mujer ya está en la cocina. Vanesa es una joven muy atractiva, hija de padres mejicanos. La conoció en una convención de últimas tendencias creativas, cuando le sirvió de traductora al japonés. Jamás hubiese imaginado que una mejicana hablaría con tanta gracia el idioma nipón mientras le guiñaba el ojo para quedar aquella noche. Desde entonces no sólo hacen sushi. Ni jalapeños. Ni paellas…  Los niños están jugando en sus cuartos. Tiene dos pequeños torbellinos que hablan a partes iguales español e inglés.
Hay una extraña quietud en el ambiente. Silvestre ha considerado que es el momento adecuado para aislarse unos minutos y proceder a su ceremonial de cada año. Será la calma que precede a la tormenta. Ni siquiera la desbordante imaginación de que hace gala en los diseños y programas de juegos de videoconsola, con los que se gana la vida, le puede advertir de lo que ocurrirá esta noche.
Está relajado. Durante el instante plácido que ahora le regala la fugacidad de la vida, distrae los ojos posándolos sobre la esfera dorada de su reloj. Observa que el segundero sigue girando con un destino riguroso: el punto exacto de la hora. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Son las seis de la tarde. El tiempo se escapa entre los márgenes que delimitan la medida del instante que ya ha concluido. Silvestre ha de aprovechar cada segundo, no tendrá una segunda oportunidad para vivirlo. Se propone apresar una mínima porción de la esencia que acompaña las últimas horas del año y lo va a hacer en el recinto abierto que conforman las palabras.
Su mente comienza a repasar los objetivos que se propuso para el año que termina. Respira con cierta satisfacción y enciende un cigarrillo. Los ha cumplido casi todos, en mayor o menor medida. Aunque hay uno que no ha conseguido, uno que posee la propiedad maquiavélica de esgrimir siempre la excusa perfecta para no ser cumplido. No ha podido dejar de fumar. Éste tendrá que ser uno de los objetivos para el próximo ejercicio. Reflexiona durante varios minutos y va anotando en su cuaderno, con estricto orden de prioridades, el resto de los objetivos básicos en cada uno de los apartados: familia, trabajo, economía, personales.
Dentro de este último apartado, en el que coloca aquellas cuestiones que sólo dependen de él, o que a él sólo afectan, se propone ir escribiendo un diario con sus sensaciones ante la vida, sus inquietudes, sus recuerdos, y todas aquellas cosas que merezcan la pena ser resaltadas. Lo considera un instrumento que le puede ayudar a reflexionar y que, a la vez, le puede alejar un poco de la frialdad matemática de su trabajo. Pretende que la escritura del diario se convierta en un hábito permanente para el resto de sus días. Intuye que le resultará gratificante. Ha de tomárselo con calma y con constancia. Tal vez le sirva para transmitir a sus hijos lo que piensa de la vida en general y de sus experiencias en particular. Se platea aprovechar este momento para iniciar el diario con lo primero que se le ocurra. Lo hará en el mismo cuaderno donde escribe sus programas, año a año.
Esta noche, en el intervalo de tomar las uvas, repasará interiormente sus deseos y pedirá a las hadas del misterio suerte para poder cumplirlos. Imagina cómo será el momento preciso en que, acompañado de su familia y de los invitados a la cena de Nochevieja, tomará las doce uvas, esa tradición que sirve para endulzar el tiempo decisivo en que se cambia el calendario, se dicen adiós a las penas del año que termina, y se reciben con alegría las esperanzas para el nuevo periodo de vida. Silvestre vuelve a mirar el reloj y ve que se va aproximando a las siete de la tarde. Las manijas del reloj se mueven con la ansiedad de un vampiro sediento por beber la sangre del tiempo. Pronto el año nuevo será una realidad llena de ilusiones y del viejo sólo quedarán algunos recuerdos que se irán borrando o cambiando de imagen mientras se convierten en arrugas del alma.
En el interior de la cocina, Vanesa se está esforzando con el menú de la cena. Quiere agradar a los invitados. Los preparativos son laboriosos y comienza a estar nerviosa por la duda de que pueda estar todo listo en su momento. Cocina exquisitos manjares. Este año toca cocina española para Nochevieja. Pondrá varios entrantes al centro de la mesa. Merluza a la vasca de primero. Cordero asado de segundo. Compota de frutos secos de postre. También tiene que preparar la mesa del comedor, colocar los cubiertos, disponer una decoración sugerente. Se mueve como un torbellino de energía. Entra y sale del salón, donde reclinado en el sofá y con un cojín amarillo por soporte del cuaderno, Silvestre escribe imbuido en su mundo.
Los niños salen de sus habitaciones y se plantan en el salón con varios juegos electrónicos en las manos. Los sonidos machacones de un comecocos y de una máquina de matar marcianos llenan el espacio. El tiempo parece detenerse cuando uno de los niños enciende el televisor y conecta la PlayStation. Silvestre siente que la entrada en escena de esos juegos es la antesala de la condena a muerte de su momento creativo. No puede oponerse. El negocio es el negocio, los niños no deben contar a sus amigos que su padre les prohíbe los juegos que él mismo promociona. Nota una leve sensación de derrota en las venas. Siente la sinfonía del mercado acariciándole los costados del alma. Y se reconforta pensando que contra las modas no hay quien pueda.
Silvestre lleva su mente a otros asuntos. Le da por comparar su infancia con la que están disfrutando sus hijos. Aquellos años en la vieja España fueron muy diferentes a los que viven sus hijos en la moderna sociedad USA. Ni mejores ni peores. No los juzga. En aquellos tiempos la imaginación y el riesgo vestían las luces de la infancia y demostraban ser los aliados más sólidos contra el tedio. Entonces había que pensar, inventar pasatiempos para divertirse, y construir los juguetes con elementos rudimentarios. Era preciso dejar que las ideas volasen entre los vértices más sensibles de las neuronas y luego atreverse a dar el paso decisivo mientras la magia del peligro aflojaba las cordoneras de las zapatillas.
El riesgo y la imaginación proponían subir al tejado de una casa en ruinas para buscar entre los huecos de las tejas nidos de gorrión. O coger las crías y echarlas a volar para ver cuál de los pequeños era el vencedor. O asaltar un enjambre de avispas y bombardearlo con bolas de barro, e intentar salir indemne de los aguijonazos de los enfurecidos insectos. Y otras fechorías por el estilo. Todos esos actos eran, sin duda, actividades que producían sensaciones mucho más excitantes que las que se puedan producir al oprimir el botón de una consola, al utilizar breakout, al sumergirse en esos juegos en que aparece una tabla y una pelota con la que se pretenden destruir bloques de ladrillos.
Silvestre recuerda cómo, en los meses de lluvias, sentado junto a las charcas, observaba el vuelo enigmático de las libélulas y adivinaba el terror que aquellos enigmáticos helicópteros debían tener a posarse sobre las briznas de hierba que nadaban en las aguas. Mientras tanto, agazapadas dentro del minúsculo mar fangoso de los charcos, las ranas, con ojos saltones y asesinos, esperaban pacientemente que alguno de aquellos insectos decidiese jugar a piratas y filibusteros cerca del agua. Era entonces cuando lanzaban sus lenguas como látigos pegajosos para cazar a los pequeños aviadores y saborear su crujiente materia.
Silvestre anota en su cuaderno: La muerte acecha en cualquier lugar como una cizalla imprecisa que custodian los soldados de la sombra. Todos tenemos miedo a que las fauces de ese monstruo, desconocido y hambriento, hagan presa de forma imprevista en nuestras ilusiones. Todos tenemos miedo a que nos llame por nuestro nombre y en nuestro idioma.
Y la muerte habla todos los idiomas, el de los insectos, el de las ranas, también el de Silvestre, aunque él se empeñe en no entender su significado hasta que los años vividos no le hayan preparado para morir, si es que eso es posible. Igual que un griefer, ese tipo de jugador violento que sólo pretende irritar, humillar y atormentar al resto de jugadores, la muerte esgrime su posibilidad de sorprenderle en cualquier momento.
Los recuerdos se niegan a morir entre las tinieblas del olvido, se renuevan con otro tono, recuperan las vivencias de Silvestre.  La materia del recuerdo tiene la potestad de modificarse con el tiempo. Y así, como un espacio inasible del pasado, esa dimensión que mantiene en el aire los gritos del silencio, vuelve a su memoria la algarabía de los amigos de la infancia mientras jugaban a la pelota. Corrían igual que gatos tras un ratón detrás de un objeto ovalado. A veces se trataba de un trapo enrollado; otras era una simple piña de ciprés; y en alguna ocasión muy especial, sobre todo después de las fiestas navideñas, el perseguido y golpeado sin piedad, era un balón de reglamento, una maravilla hecha a base de goma recauchutada que convertía a su dueño, por arte de un embrujo mágico, en el rey del grupo.
A sus amigos y a él se les pasaban las horas trenzando las dimensiones de la era: su campo de juego. La era había acogido en su terreno la mies de la sementera y guardaba el trillo como testigo simbólico del pan de los campos. En otras ocasiones convertían un bancal con restos de rastrojos en un improvisado campo de fútbol. En los extremos de la superficie del bancal marcaban las porterías y las líneas de córner con cañas o piedras. Las líneas laterales eran los caballones. Después, en su tierra seca y polvorienta, emulaban a los grandes jugadores de la época. Conocían sus nombres por la radio, y los habían visto alguna vez en la televisión en blanco y negro del bar de la zona, o del teleclub. Silvestre y su pandilla jugaban a la pelota igual que los personajes de Joyce al inicio de la novela Retrato de un artista adolescente. Aunque en otro espacio y en otro tiempo, con otras formas y matices, allí también se estaba elaborando el perfil de alguien que deseaba ser distinto a los otros, construirse desde la realidad en la que vivía.
En aquellos años había momentos en los que los amigos se convertían en un comando guerrillero que asaltaba los almendros durante la primavera para apropiarse de sus frutos frescos y nutritivos. Luego, durante los veranos, ese mismo comando exploraba los matojos que cercaban los granados a la búsqueda de sus crueles enemigos. Cuando descubrían el cuartel general de las avispas, se reunían cerca del objetivo y preparaban el plan de asalto. Debajo de una higuera o junto a la sombra de un olivo planeaban con detenimiento los pormenores del ataque. Se pertrechaban de tormos, piedras, bolas de barro, y del arma secreta, que siempre resultaba infalible en los momentos difíciles: un puñado de matojos secos a los que prendían fuego para lanzar posteriormente contra la selva amarilla del avispero. Tras lanzarse como comandos suicidas sobre el objetivo, algunos salían heridos de la reyerta, cosidos a picotazos por las avispas, que sorprendidas por las hordas enemigas, respondían al ataque con toda su furia.
Durante aquellos años, el tiempo se sucedía a sí mismo con una constancia que Silvestre y sus amigos no eran capaces de observar y mucho menos de medir. A menudo olvidaban dónde estaban y cuál era su verdadera realidad. Sólo, de tarde en tarde, miraban el sol mientras se iba escondiendo tras las montañas y sentían una ligera inquietud o un templado sosiego. Eran sensaciones que no llegaban a tener connotaciones de miedo a ser castigados por sus padres al llegar tarde a sus casas. El tiempo no poseía la celeridad que tiene hoy. Tampoco provocaba la agonía que se siente con su paso.
Silvestre mira el reloj y ve que ya son las siete y media de la tarde. Los niños siguen jugando con sus videojuegos ajenos a sus pensamientos. Su mujer no tardará en reclamar su ayuda para los preparativos de la cena. Tras los ventanales, el viento sigue silbando con furia. La tormenta está próxima a desencadenar la energía de las nubes sobre la tierra. Se sumerge de nuevo en los recuerdos.
Rememora cómo en aquellos años en que la infancia dejaba respirar en sus alveolos el aire de los campos, él buscaba su espacio de libertad, sus sueños, su autoestima; intentaba forzar la génesis y el desarrollo de las características de su personalidad, las razones de un niño que quería convertirse pronto en un hombre con señas de identidad propias. Cuando caminaba por las veredas imaginaba mundos remotos en las volutas de polvo que levantaba su calzado. Transformaba la realidad que vivía en paraísos lejanos, espacios donde duendes, brujas, soldados y reyes, vivían vidas mágicas, experiencias que siempre estaban al otro lado del camino que pisaba.
Cuando andaba por las sendas solitarias de la planicie (senderos que eran las autopistas de los mulos) iba mirando las formas que encontraba a su paso: almendros, oliveras, frutales; y todo lo que se encontraba en su limitado horizonte cambiaba de forma, de dimensión, de espacio, de tiempo. Los árboles se transformaban en gigantes de humor variable y apetito voraz. El paisaje era una metáfora permanente de la fantasía. Lo podía describir a su antojo dentro de las oquedades de la mente infantil que le conducía por las tierras de la inocencia. De ese modo pretendía encontrar la libertad. Y era aquélla una libertad que poseía el color de la naturaleza, el olor de los lirios, la sensualidad de las amapolas, los contornos de los pétalos de las margaritas silvestres, la fragancia veraniega de los geranios, el brillo azulado y el tacto áspero de los cascotes y los cantos rodados que cubrían el lecho de las ramblas, o el murmullo de los animales de crianza cuando se acercaba la hora de ser alimentados. A esa libertad no la conocía por su nombre, era sólo una sensación que desprendía el aroma del limón de los sueños, un color demasiado amarillo para lo que después comprendió que significaba el verdadero concepto de libertad.
A pesar de no valorarlo, se sentía libre. Disfrutaba de la vida sin más límites que los que le imponía la imaginación y el tiempo. Se entusiasmaba con la voluptuosidad del ideal de naturaleza y la percepción de una tierra limpia y en armonía consigo mismo. Creía que el mundo era equilibrado, justo, armónico. Que sus imágenes eran la realidad. Poseía unos dones especiales y tal vez sólo literarios: bondad de corazón, solidez de juicio y sinceridad, al igual que Cándido, el personaje de uno de los cuentos de Voltaire.
Algo parecido le ocurría a sus compañeros de correrías. Imitaban lo que veían en los cines los domingos. O en televisión, cuando era posible verla. Las películas de vaqueros y de indios estaban de moda. Con ramas secas que procedían de la tala de los árboles, simulaban pistolas y rifles que disparaban con ráfagas onomatopéyicas de voz, como si se tratase de un chiste de Gila. Y con cañas y cuerdas fabricaban arcos, flechas y lanzas, para la defensa de unos indios que siempre perdían la batalla.
Silvestre se pregunta quién hacía el indio de verdad. Acaso fueran ellos. Ni siquiera suponían que aquellas imágenes que les bombardeaban los sentidos eran una forma encubierta de colonialismo. Igual que ahora, algunos pasatiempos fomentaban la violencia, la enajenación de la imaginación y el mercantilismo. Procura no pensar mucho en ello, pues a pesar de todo, el mundo de los videojuegos en su mundo, su trabajo, y la fuente de recursos para el sustento de los suyos. Visto desde la óptica de hoy, aquellas películas suponían un atentado contra la libertad del pensamiento y de la imaginación. Los malos eran siempre malos, los buenos siempre buenos. A Silvestre le queda el consuelo de que quizá aquellas secuencias bélicas eran un revulsivo para quienes piensan que no hay ningún hecho absolutamente inocente, ni libre de segundas intenciones.
En el preciso momento en que Silvestre comienza a adentrarse por les vericuetos de la filosofía, Vanesa, un tanto airada, le increpa sobre la oportunidad de su retiro creativo. Las palabras y los gestos de su mujer rompen su concentración. Después, con un tono un poco más conciliador, le pide ayuda para terminar la cena y presentar los entremeses en la mesa del comedor. Silvestre le contesta serenamente y le pide que espere sólo unos minutos. Se mueve en el sillón y mira la hora. Son casi las ocho de la noche. Intenta ordenar los pensamientos para ir terminando el relato que está escribiendo como inicio del diario. Se da cuenta de que ha dejado a medias su programa para al año próximo y que, seguramente, tendrá que utilizar algo de tiempo del primer día de enero para ultimar todos los aspectos de su amplia programación.
Vuelve a su diario. Lo hace con mayor diligencia y rapidez. Concreta en su cuaderno otros aspectos relacionados con la infancia que se le habían escapado en sus anteriores divagaciones. Habla de sus condicionantes para la vida en el campo. También de sus experiencias en la cercana ciudad que luego fue su morada juvenil. Menciona algunas de sus lecturas. Escribe pequeños retazos de recuerdos sobre los que pretende volver cuando tenga más tiempo. Y escucha cómo comienzan a caer las primeras gotas de lluvia tras la ventana.
Y va anotando en las páginas de su cuaderno que en aquellos tiempos, él y sus amigos eran simples usuarios del sistema, seres que vivían sin criterio para poder opinar y tomar decisiones prudentes en relación al gobierno de sus voluntades, no podían ir más allá de lo que se refería a pasar el tiempo de la mejor forma posible. Tal vez igual que hoy. Quizá como sus hijos, pero de otro modo. Les escucha jugar nerviosamente y exclamar improperios mientras están sumidos en la vorágine de los mecanismos de su PlayStation. Considera que quizá estos juegos puedan ser peligrosos si se convierten en la única referencia. Quizá mermen la capacidad de imaginación o produzcan adicción. Cuando llevados por la inercia de las posesiones de los amigos, sus hijos le pidieron que se las dejara tener, él mostró sus reticencias, era reacio a permitir que entraran en casa las maquinitas que les daban de comer. Una cosa es el trabajo y otra la devoción, decía. Pero cuando unos familiares se las regalaron a sus hijos envueltas en todo su afecto, no pudo oponerse y negarles el derecho de estima. 
Un espectacular relámpago centellea tras la ventana seguido del estruendo ensordecedor de un trueno. Su mujer ya no puede esperar más. Movida por el sonido del trueno sale de la cocina y mientras se limpia las manos se dispone a cantarle un corrido mejicano.
—¿Me vas a ayudar a no?
—Ya va… Ya va… Hay que ver, no puede uno…
—La hora se echa encima. Mis padres están a punto de llegar y aún no tengo la mesa preparada. ¿Puedes terminarla tú?
—Ya voy. Tenía que terminar esto. Ya sabes que me gusta comenzar el año con las cosas claras.
—Sí. Tú ahí, bien a gusto. El tiempo se pasa y hay mil cosas que hacer. Estoy agobiada. Hay que preparar canapés, partir jamón, hacer la ensalada campesina, vigilar el punto del asado y rociar la carne, presentar los langostinos, montar la nata para el postre, sacar la cubertería nueva, las copas de gala, abrir el vino…
—¡Vale! ¡Vale!... Ya voy. Guardo el cuaderno y me pongo.
—Ya voy no. Ya.
—Bueno. Bueno. Tengamos la fiesta en paz. Que yo respeto tus momentos y nunca te incomodo cuando sé que estás con algo importante para ti.
Otro atronador relámpago hace temblar los ventanales. El agua de lluvia cae con furia. La luz hace un amago de apagarse pero se mantiene encendida. Y vuelve a tronar con más fuerza aún.
Suena el timbre de la puerta. Silvestre se acerca al telefonillo y pregunta. Nadie contesta al otro lado.
—Serán mis padres. Dijeron que vendrían temprano —dice Vanesa.
Silvestre abre la puerta y no ve a nadie en el portal. Tampoco ve señales de movimiento en el ascensor. Vuelve a sonar el timbre de la puerta y ésta vez Silvestre se extraña de lo que ocurre.
—¿Quién puede llamar? La puerta está abierta. Y no hay nadie al otro lado.
 Cierra la puerta con el entrecejo fruncido.
—Ha sonado el timbre dos veces y no hay nadie afuera. Debe ser algún cortocircuito que se ha producido por alguna bajada de tensión en la línea… Vamos a lo nuestro… Voy para la cocina.
Un nuevo relámpago ilumina la noche a la vez que la luz se apaga definitivamente. Los niños comienzan a protestar porque se han quedado sin juego en la pantalla del televisor. Sus protestas terminan de súbito y se convierten en un silencio expectante, al que sigue una exclamación de miedo, y una llamada a su madre, cuando tras un violento golpe en la pared, un grito cavernario recorre todos los rincones del salón.
—Déjate de bromas, Silvestre. ¿Dónde hay una linterna?
—No he sido yo.
Retumba otro trueno. Se escucha un nuevo grito que parece extraído de las catacumbas de la muerte. Y los cuadros de la habitación se caen al suelo produciendo un chirrido metálico.
—Aaaahhh... —Gritan los niños al unísono—. Mamá tengo miedo.
La mujer de Silvestre está inmóvil en el lugar donde se quedó cuando la luz desapareció de la habitación. Ve a su marido en el instante en que un nuevo relámpago le ubica cerca del sofá. Pero también ve a una figura descarnada sentada en el suelo y apoyada en sofá. La figura parece jugar con una pantalla móvil en la que se ven imágenes de zombis devorando a una pareja.
—¿Has visto eso?
—El qué. —Dice Silvestre.
Un nuevo relámpago y un nuevo sonido metálico. Vanesa ve con más claridad a la figura descarnada. Se parece a uno de sus hijos. Pero es como si tuviese cien años y tan sólo cincuenta centímetros de estatura. Ahora ha podido observar con más claridad las imágenes que están en la pantalla. Una de ellas es la suya. Es su propia imagen vestida de novia la que se desploma ensangrentada, con mordiscos y desgarros en la cara.
—¿Pero no me digas que no ves a ese niño anciano que juega con la pantalla?... Es terrible. Un monstruo.
—Te digo que no veo nada.
—Mamá. Nosotros tampoco vemos nada.
La mujer ve cómo la pantalla se ilumina dejando nítida la figura de su marido troceada en una fuente. Escucha un silabeo misterioso cerca de su oreja. Siente una brisa de aire frío que le hiela la sangre y se queda paralizada. La extraña voz le dice:
—No era esto lo que querías: dar todo a tus hijos. No era esto lo que también quería tu marido. Pues ya ves el resultado.
La mujer se estremece al notar el tacto de unas manos agarrándose a sus piernas. De nuevo brilla un relámpago y de nuevo suena un trueno. La habitación se ilumina. Ahora no ve la figura de su marido. Le llama. La voz no puede salir de su garganta. Está atenazada. Un terror de pesadilla se apodera de su alma. Siente un vacío debajo de sus pies. Es la ingravidez la que se apodera de su cuerpo. Y se siente caer lentamente al suelo.
En la calle, la lluvia parece remitir y el golpeteo del agua en los cristales se acompasa con el aire. La luz eléctrica vuelve a encender las lámparas. Silvestre ve a sus hijos cogidos a las piernas de su mujer,  temblando de miedo, y a ésta en el suelo, sobre la alfombra. Se abalanza sobre ella. Le agita la cara mientras repite sin cesar su nombre. Ella no responde. Busca el teléfono y llama a una ambulancia. Mientras, los niños siguen sin soltar las piernas de su madre. Están como aterrados. Y ateridos de frío.
Silvestre corre a la cocina, busca un vaso, lo llena de agua y vuelve junto a su mujer. Intenta darle agua, pero no lo consigue. El tiempo le contagia su agónica impotencia. No sabe qué más puede hacer.
A los pocos minutos llaman al timbre con insistencia. Silvestre abre la puerta y respira agitado mientras indica dónde está su mujer y explica que no responde a sus llamadas.  Un médico y una enfermera se hacen cargo de la situación. Él solo acierta a decir:
—Cuando se hizo la luz, ella estaba tumbada en el suelo, sin sentido. No sé qué le ha ocurrido.
El médico la reconoce con urgencia y actúa con mucha decisión.
—Es una parada. Rápido. El desfibrilador.
La enfermera prepara la máquina mientras el médico inyecta una solución química adecuada para estos casos. Luego, coge el desfibrilador y aplica dos descargas muy seguidas. Vanesa reacciona levemente y la enfermera inicia un masaje cardiaco mientras pronuncia en voz alta su deseo.
—¡Vamos! No te vayas… ¡Vamos!… Vamos…
Suena el timbre de la puerta. Silvestre abre temiéndose que se trate de los padres de su mujer. Como así era. Intenta explicarles que su hija había sufrido un infarto. Ambos, alarmados, se acercan hasta el médico preguntando por su estado.
—Se va a recuperar. Va a salir de esta. Pero es necesario que la llevemos al hospital y la internemos durante unos días para tenerla controlada y medicada —les contesta el médico.
Dos horas después, Vanesa estaba en una habitación de cuidados intensivos. Todas sus constantes vitales estaban controladas por los aparatos técnicos necesarios para que cualquier alteración del corazón fuese detectada de inmediato. Alrededor de ella se encontraban Silvestre, sus hijos, y sus padres.
Desde el control de enfermería les habían llevado unas bolsas con uvas. Apenas faltaban unos segundos para las campanadas. La pantalla de un televisor situada en el control de enfermería mostraba el bullicio, la fiesta y los colores de algunos lugares emblemáticos del mundo.
Silvestre recuerda, con la tranquilidad de saber que su mujer se recuperará, lo que hace unas horas estaba escribiendo en su cuaderno. Piensa en los recuerdos de la infancia y en la realidad de su vida actual, en la contraposición de ambos mundos. Comprende que tantos programas para asegurar el futuro no sirven para nada. También recuerda que no puso punto y final a las páginas del diario que comenzó a escribir aquella tarde. Y se acerca a Vanesa con las uvas en la mano. Ella le sonríe.
—Creías que no llegaría a tomar las uvas. Pero estoy aquí. He estado en una nube. Una gran paz me recorría el cuerpo como un bálsamo. Me notaba fuera de mi cuerpo. Te he buscado por toda la casa. Y no te encontraba. Un extraño ser parecía devorarte después de destrozarme a mí, de desgarrarme la carne a dentelladas. Era como una pesadilla que no tenía fin. Cuando acababa con nosotros, volvía a comenzar de nuevo.
—Ya ha pasado todo. Ha sido un infarto. Te repondrás. Y esto tiene que hacernos ver las cosas de otra forma. No merece la pena luchar tanto. Con menos se puede vivir y se puede ser más feliz.
—¡Madre mía! La cena. Se habrá quemado todo.
—Tu madre fue a la cocina y dejó recogido lo imprescindible mientras nos preparábamos para venir aquí a pasar la noche contigo. Ha traído algo de comida fría que tomaremos después de las uvas.
Los sonidos de los cuartos comenzaron a sonar en el televisor. Silvestre preparó la primera uva y se la dio a su mujer con la primera campanada. A la segunda uva le dio un mordisco y acercó el resto hasta la boca de Vanesa, que fue comiendo con dificultad. Lo mismo hizo con las siguientes, mecánicamente, al ritmo que el reloj marcaba. Tras la última uva y la última campanada, ambos se abrazaron y se desearon feliz año. Los padres de Vanesa besaron y abrazaron a sus nietos, y luego a su hija y a su yerno.
Silvestre recordó que no había hecho repaso de deseos y proyectos antes de las campanadas, que sólo había pensado en los suyos, y en pedir salud para ellos. Ni tan siquiera había pedido nada para él. Era consciente de que el tiempo existe, aunque sea imposible atrapar su infinita dimensión, y de que tan sólo podemos intuir su efímera presencia. Recapacitó sobre lo que aquella tarde escribía acerca de la libertad y pensó entonces, con un vaso de plástico medio lleno de agua en la mano, que tal vez la verdadera libertad no exista, que nuestra vida está a merced del azar y que la conciencia utópica de un mundo mejor no es más que pura ficción.



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