lunes, 28 de agosto de 2017

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE DÉDALO


LOS ÚLTIMOS DÍAS DE DÉDALO

Tras la muerte de su hijo Ícaro,
Dédalo envejeció con la certeza
de que nada sería ya como antes.
Por más que construyera grandes templos,
ningún dios sería piadoso con su alma.
Él fabricó las alas
con las que su hijo puso el final a su vida
al querer conseguir el dorado del sol.
Para nada sirvieron sus consejos:
«nunca vueles muy bajo
porque te alcanzarán las olas traicioneras,
ni demasiado alto o el sol derretirá
la cera de tus alas y caerás al suelo».

Cada noche, una luna alada y herida
se refugiaba en los campos estelares
buscando su infinita oscuridad.
Dédalo la perseguía con sus ojos,
abandonaba su cuerpo bajo las huellas del calzado
e intentaba seguir el mismo rumbo.
Condensaba en su alma la inmensidad oscura,
el reflejo del caos y la amarga tristeza
de sentirse culpable. Notaba en sus arterias
esa terrible herida de la sombra
que provoca la huida del cuerpo entre tinieblas
hacia el mar lobulado de la noche.

No había nada que lo ilusionase.
Nada con lo que poder dar presencia
a la imagen de su hijo.
Nada que le trajese una esperanza
tras los pasos perdidos del camino.
Ya no existía aliento con el que consolar
la negra turbación de su fracaso,
la desesperación
que crecía con cada instante
bajo los pliegues de su piel.

Una memoria llena de ácidas soledades
se diluía en su pensamiento
portando los recuerdos
de todo lo que no pudo enseñar.
Todo lo que aprendió en la vida
para facilitar los pasos de su vástago,
se perdería para siempre
con las cenizas yermas de su cuerpo.
Con ese sentimiento dejó el mundo.
Pero la muerte quiso que su voz perdurase
con la sabiduría del dolor
para advertir a todos los que emprendan el vuelo
que no lo hagan ni muy alto ni muy bajo.
Y que escuchen la voz de sus progenitores.



OTRA REALIDAD
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Mariano Valverde Ruiz (c)


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