EL AMIGO DE VOLTAIRE
Cada día de este
invierno de 1756 es más frío y desabrido. Yo no sé qué voy a hacer para que mis
huesos tengan un poco de calor. Siempre me digo, Bernard, abrígate antes de
salir a la calle, que en Montmartre corren los cuatro aires y se te van a meter
en las tripas. Aunque hay uno al que no le vendrían mal esos vientos, ya que de
vez en cuando le alojan en la Bastilla a consecuencia de sus impertinencias.
Sin embargo, su popularidad aumenta. Y no lo entiendo, anda siempre diciendo
que la razón está por encima de todo, que la ciencia alumbrará a los hombres,
que hay que respetar a la humanidad y ser tolerante con sus miserias.
¡Majaderías!
Mientras camino voy
pensando que si él no escribiera yo tendría sus éxitos. Sus escritos me parecen
abominables, los míos, sin embargo, son maravillosos. De modo que algo hay que
hacer y no basta con hablar mal de Voltaire a quien le conoce, ni ponerle todas
las zancadillas que me vienen a la mente, ni intentar reventarle las tertulias,
esas en las que un día defiende una cosa y al siguiente la contraria por el
placer de sacarnos de quicio, no, hay que hacer algo.
No soporto que le
aplaudan o le rían las gracias, la envidia me corroe por dentro. El otro día,
mientras bebía su octavo o noveno café, no recuerdo, le dije que eso era malo
para la mente y va y me contesta:
—Intuyo que usted,
secretamente, no me tiene mucho afecto. Yo, sin embargo, le respeto. Claro que
es posible que alguno de los dos erremos en nuestros sentimientos.
Y se echó a reír. Tengo
que librarme de él. Y más ahora que me han dicho que el ilustre parisino tiene
el secreto del triunfo. Se lo robaré y ocuparé su lugar.
La calle está húmeda y
voy moviendo el bastón de un lado a otro para tantear el terreno que piso y no
hundirme en la mierda de caballo que llena las calles de París. Maldigo mi mala
vista. La fui perdiendo poco a poco, cada vez que alguno de mis contendientes
de letras conseguía un éxito literario: un poema con el que se ganaba a una
dama, un relato con el que le daban el premio del barrio, una novela alabada
por la gente. Y sobre todo cada vez que veo un libro de Voltaire. Lo mío debe
ser consecuencia de la envidia, pero no acabo de reconocerlo. Aunque hoy he
decidido apuntarme a la academia de Voltaire para sonsacarle su secreto. Seguro
que lo consigo.
Le sigo dando vueltas
al mismo tema desde hace una semana. Me pregunto qué es un relato ilustrado.
Quiero averiguar por qué aclaman a Voltaire. Él dice al iniciar un texto: Memnon concibió un día el insensato proyecto
de llegar a ser un sabio perfecto. Continúa planteando propósitos, fijando
objetivos, describiendo las fases que había de cumplir. Después, el
protagonista se equivoca en cada uno de sus actos, para terminar en un estado
de desesperación, un trance místico, en el que una voz del más allá le da
referencia de su simple condición humana, de su naturaleza imperfecta y de sus
limitaciones. No lo entiendo.
El otro día, Voltaire
decía que no es necesario que un relato tenga un personaje ni una acción. Sigo
sin entender nada. ¡Maldición…! Me acaba de caer un cubo de aguas sucias encima
de la cabeza. Estas calles están cada día peor. Voy a llegar oliendo mal y se
van a reír. ¡Maldita sea mi estampa! Esto es la realidad y no un cuento de
fantasía. Por lo menos quizá pueda eludir a los malhechores con esta pinta que
me ha quedado después del baño de inmundicias. Si ahora me sacaran una navaja y
me quitaran el abrigo sería lo mismo que si imagino ser un sabio perfecto y
cualquier indocumentado me deja con el culo al aire.
Sigo caminando igual
que un garbanzo negro en la sopa. Me sacudo un poco y busco el borde de la
acera. Mi aventura va camino de no tener un final feliz. «¡Agua va!» Gritan
desde la ventana. Esta vez estoy ágil y esquivo el chaparrón, pero tropiezo en
los adoquines, me trastabillo y casi caigo después de meter un pie en una
alcantarilla. Menos mal que ya estoy cerca. Llego al portón y subo los
escalones. Intento convencerme de que me va a dar igual lo que diga Voltaire de
mi aspecto, pero lo cierto es que me patalea el hígado la posibilidad de ver su
sonrisa irónica.
Al llegar, me quito el
abrigo y lo cuelgo en la entrada. Entro en la sala de estudio y encuentro a
varios de los que han sido atraídos por la escuela de Voltaire. Alguno se mesa la
barba por debajo de la nariz. Debo apestar. Me siento y me preparo para la
lección. Al momento entra Voltaire. Su pose es solemne. Nos levantamos y nos
inclinamos ante el maestro. Le veo fijar su mirada en mí. Y entonces dice:
—En esta sala hay uno
que piensa robar mi secreto. Se lo voy a poner fácil. Cuando vuelva a su casa,
que mire el bolsillo de su abrigo. Encontrará un tintero y una pluma. Si logra
convertir el color de la tinta en la luz que ilumine las aristas de la belleza
de la pluma, que me traiga su reflejo y le daré, gustosamente, el secreto que
tanto ansía.
¿Lo dirá por mí?
Maldigo su sabiduría... Y esta vez sí que no entiendo nada de lo que puedan
significar sus palabras. Definitivamente, lo mío no es escribir. Aunque contaré
lo que me acaba de suceder, por si le sirve a alguien.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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