LA CALAVERA
La lluvia golpea con
fuerza los cristales de la ventana del camerino. El cielo parece desplomarse
sobre las calles de la ciudad con la violencia de una tormenta otoñal que
llevaba días creciendo en el aire madrileño. Mara no mira cómo se desliza el
agua por los cristales, está intentando centrarse en la preparación del momento
más importante de su vida. La joven promesa de la canción calienta la voz y
repasa su atuendo ajena al estrépito que los truenos generan fuera de las
paredes aislantes del estudio de televisión.
—Cinco minutos y a
plató.
Tras la puerta del
camerino se escucha la voz concisa del regidor. El hombre está muy pendiente de
que los tiempos se cumplan con escrupulosa exactitud.
—Ya va.
Mara contesta como si
reaccionara mecánicamente ante la punzada de un incisivo rayo. Cambia de
posición y sigue hablando en voz baja, lo hace igual que si junto a ella le
estuviese escuchando con atención un extraño interlocutor.
—Es la hora. ¡Qué
nervios! No voy a llegar a tiempo. Este traje me ajusta demasiado. ¡Ufff!...Y
los zapatos rojos que no me entran…
La joven se mueve con
inquietud por la habitación. Tiene la impresión de que un imperio de hormigas
negras le recorra el cuerpo. El cosquilleo es casi insoportable.
—A ver. A ver. El
collar de conchas marinas. ¿Dónde está?...
Se mira al espejo
durante un segundo para ver cómo lleva el maquillaje. Hace una hora ha pedido a
la maquilladora que realzara sus facciones y que dibujara las sombras de los
ojos con precisión para que su mirada resulte muy penetrante. Ahora no está
segura del resultado.
—Sí. Sí. Está muy bien.
Las tonalidades acarameladas me sientan de maravilla. Pero esta parte del
mentón…
Gira la cabeza de
derecha a izquierda y mira de reojo hacia el espejo. Un instante de inseguridad
se cruza con la calma necesaria para seguir concienciándose de que ésta es una
oportunidad que no debe perder.
—¿Estaré guapa?
Se mira de nuevo en el
espejo con mucha atención mientras coloca ambas manos en su cintura y realiza
un ligero balanceo al igual que si estuviese interpretando delante del
micrófono y de las miradas examinadoras del jurado.
—¿Cómo se verá un
primer plano de mi cara en la pantalla?— Pregunta elevando un poco la voz para
que su extraño interlocutor pueda percibir la inquietud latente en su duda.
Nadie responde.
Mara vuelve a girar la
cabeza con celeridad buscando la esquina del camerino donde dejó la pequeña
maleta de viaje que ha traído desde Canarias.
—¿Y mi talismán? ¿Dónde
he dejado la calavera? Debe de estar en la maleta, acurrucada entre mis ropas,
con sus dos esmeraldas en las cuencas de
los ojos, igual que dos pasajes al paraíso. Pero ahora no tengo tiempo
de volver a tocarla, de pedirle suerte…
La joven se queda
totalmente inmóvil durante unos segundos. Parece reflexionar a la velocidad con
que se transmiten las ondas electromagnéticas que portan las imágenes y los
sonidos.
—Nadie conoce mi
secreto. Nadie sabe nada de la historia y de los poderes del objeto que mi
tatarabuelo trajo desde una cueva fría y húmeda, perdida en la selva africana
del Congo. Un objeto que tuvo vida y que ahora tiene algo más que vida.
La joven toca sus
pómulos con la punta de los dedos de la mano derecha mientras piensa en el
tacto de los huesos que lleva en su maleta.
—La calavera tuvo que
pertenecer a un ser muy importante. Estoy segura. Su origen debe remontarse
hasta cerca de los orígenes de la creación humana. Sé que sus características
no son las de los primitivos habitantes del Congo. Así me lo hace pensar todo
lo que he podido averiguar sobre anatomía humana. Mi abuelo me contó que mi
tatarabuelo supo de su existencia por boca de un chamán de la tribu de los
Bunga, los hombres silenciosos. El hecho que cambió su vida le sucedió mientras
exploraba un territorio selvático en busca de minerales preciosos para una
empresa holandesa. Fue a principios del siglo XIX. Mi abuelo cuenta que cuando
su antepasado supo de los poderes de la calavera, se armó de valor, la robó y
huyó de la zona. Luego dejó a sus empleados a merced de las fieras, abandonó
todo contacto con la empresa para la que trabajaba y viajó por todo el mundo
hasta que, ya de viejo, se instaló definitivamente en la isla de La Gomera.
Allí vivió durante el resto de sus días con una extraña costumbre: visitar el
bosque de Garajonay una vez por semana. Siempre a solas. Él sabría para qué. Antes
de morir confió su secreto a su nieto y
éste, a su vez, a su nieto. Y así fue cómo me enteré yo de la existencia de la
calavera y de su extraño poder: tiene la potestad de hacer realidad los sueños
de quien la posee. Sólo hay un pequeño problema, casi sin importancia o con
muchísima, según se mire: han de ser deseos puros, sueños totalmente alejados
de la codicia y del egoísmo.
Mara recuerda entonces
que tuvo la calavera por primera vez en sus manos hace muy pocos meses, justo
la semana anterior al día en que se decidió a mandar la solicitud de
inscripción para participar en un famoso concurso de televisión que busca voces
nuevas.
—Me atenazan los
nervios. Ya tengo todo mi vestuario colocado en su sitio. El maquillaje está perfecto.
Eso creo. No me falta nada…¿Y la letra de la canción? ¿Cómo era?...¡Qué
nervios!
—Tres minutos— dice el
regidor tras la puerta del camerino a la vez que da dos golpes con los nudillos
en la madera.
—Vaaa… Ya va— contesta
Mara. Y sigue pensando.
—No sé cómo estuve para
hacer lo que he hecho. Pude vender las esmeraldas en el mercado negro,
ofrecérselas a algún comerciante hindú, de los muchos que hay en Tenerife y
resolver el resto de mi vida. Pero no lo hice. Yo tenía un sueño. Un sueño que
se ensanchaba día a día, que crecía conmigo mientras rebañaba platos de potaje,
lentejas con chorizo y conejo con papas
arrugás. Un sueño que volaba por los tejados de mi cabeza mientras hacía
boca para la siguiente comida con kilo y medio de chocolate. Yo soñaba con
cantar ante muchas personas y pensaba que ese momento llegaría antes cuanto
mayor fuese la capacidad de las ollas que vaciaba.
—Dos minutos y a plató—
insiste el regidor.
El regidor es un hombre
joven, de pelo moreno y buen aspecto físico. Viste vaqueros ajustados y una
sudadera con las imágenes de Mortadelo y Filemón grabadas a la espalda con
colores chillones. El hombre ha abierto la puerta y ahora apremia a Mara para
que salga del camerino y se coloque en el pasillo de entrada al plató.
—Vamos. Estás en antena
inmediatamente.
—Un segundo y salgo.
El regidor asiente con
la cabeza y deja la puerta franca.
—La letra…La letra de
la canción. Se me va a olvidar. Tengo que ser natural. Es lo que intuyo que me
aconseja la tela de araña que decora el interior de mi calavera, mi fetiche
mágico. Seré natural. Comenzaré a cantar y mi voz tendrá el color del
melocotón, la esencia del ritmo afroamericano, nada que ver con el registro clásico
de la voz española, los tonos de mantilla y peineta, que eso ya está pasado.
La joven echa una
última mirada al espejo.
—Nunca he sido muy
coqueta. Ni tengo mucho que contar de las andanzas de una moza que se sentía el
patito feo de la clase. Sin embargo, en los últimos meses todo ha cambiado.
Desde que descubrí mi talismán he adelgazado. Conozco casi todos los remedios
para perder peso, las dietas más agresivas, los mejores tratamientos de
belleza.
—Treinta segundos.
—Que ya voy.
Mara apura los últimos
instantes en el camerino.
—Y es que entre la tela
de araña de mi calavera vi un poder sobrenatural: el secreto de la luz.
Entonces decidí vivir para hacer realidad mis sueños. ¡Vamos allá! Ya sí que no
recuerdo nada de la letra de la canción. Se me ha ido el santo al cielo.
Confiaré en mi talismán. Sé que si no consigo triunfar como cantante, lo haré
como promotora de productos dietéticos. Pero no va a ser así. Estoy segura.
Quiero tener cientos de zapatos organizados en estantes por fabricante, estilo
y uso; quiero tener miles de vestidos de todos los colores en un vestidor de
cientos de metros cuadrados; quiero viajar por todo el planeta siendo una
estrella, soportando el alago de personas importantes y la envidia de los
miserables; quiero ser objeto de toda clase de atenciones por parte de los
poderosos; quiero convertir todos mis deseos más ocultos en excentricidades;
quiero…más…más…más…
Mara sale decidida de
su camerino y se dirige con celeridad al plató, donde, en el centro del
escenario, le espera un trípode con un micrófono situado a la altura de la
cara. La joven se coloca en posición, justo delante de la cruz que tiene
marcada en el suelo. Cambian las luces de los focos. Una luz verde se enciende bajo
los objetivos de las cámaras de televisión, es la señal de salida de la imagen,
también una premonición. Mara coge el micrófono con las dos manos y comienza a
cantar las notas de un tema compuesto para la ocasión.
La cámara número uno
toma un primer plano de la cara de Mara. La joven vuelca toda su energía en la
canción. Quiere seducir al público, conseguir hipnotizar a la audiencia, hacer
cómplices a los espectadores de su ambición, de sus sueños. No tiene constancia
de ello, pero su mente se está transformando por segundos, el poder de los
ancestros que poblaron la selva del Congo se acumula en sus neuronas como un
enorme generador en el que cada hecho, cada imagen, cada pensamiento, cada
idea, se proyecta por los ojos de la cantante y sale al exterior como una
ráfaga de energía imperceptible para los sentidos de los mortales.
En su mente se
confunden las percepciones de la realidad y la memoria ancestral de los hombres.
Y algo sobrenatural y misterioso se superpone a las palabras de la letra de la
canción, es la imagen de un grupo de homínidos que danzan desnudos en torno a
una hoguera. Un chamán en estado de trance les salpica con hojas secas que
previamente humedece en un cuenco con la sangre, aún caliente, del que hasta
hace unos momentos era el jefe de la tribu y que ha sido colgado de un árbol
con lianas, degollado, desangrado lentamente para que su sangre no se coagulase,
y por último, en un acto fulminante, el mismo chaman, tras lanzar a la luna un
grito ensordecedor, le ha separado la cabeza del cuerpo con golpes violentos de
un hacha de afilado pedernal.
La ceremonia del
sacrificio del líder de los Bunga se ha producido como consecuencia de una
inspiración divina que el chamán ha tenido mientras observaba cómo el jefe
preparaba el camino para abandonar la tribu, llevándose con él las piedras
preciosas que él había encontrado durante la mañana, mientras recogía hierbas
para las curas metódicas de las enfermedades del alma que los malos espíritus
provocan a los miembros de la tribu. Tras cerciorarse de las intenciones de su
jefe, el hechicero había comenzado a emitir sonidos guturales al ritmo del retumbo
de un tronco hueco que dos homínidos golpeaban con furia, clamaba a los dioses
de la selva e insistía en señalar a los demás la traición del jefe. En pocos
minutos, una reacción de odio y de violencia había sacudido los cuerpos de los
miembros de la tribu al advertir la infamia de su jefe. El desenlace fue muy
rápido. Todos los dioses de la naturaleza acudieron en auxilio del chamán, que
consiguió, en poco tiempo, que el deseo de su jefe acabase con la muerte
mientras pronunciaba una oscura maldición.
Durante los días
posteriores, el chamán se ocupó de que las termitas vaciaran la cabeza del jefe
y dejasen a la vista sólo los huesos desnudos de su calavera. El hechicero
colocó en el interior de las cuencas de los ojos las dos esmeraldas objeto de
la discordia. Preparó un altar en el interior de una cueva cercana a los
dominios de la tribu y allí colocó la calavera con la advertencia de que quien
la tocase correría el mismo final que su anterior poseedor. Nadie se atrevió a alterar
el orden de aquella disposición y además, con un grito unánime, el chamán fue
reconocido inmediatamente como nuevo jefe de la tribu, consiguiendo así su más
oscuro deseo. Y el de perpetuar el poder para todos sus sucesores.
Todas esas imágenes
obnubilaban la mente de Mara mientras cantaba mecánicamente la canción. Era una
canción que hablaba de que todo vale para conseguir los fines últimos que cada
cual se propone, una canción que cuestionaba los límites del bien y el mal en
favor del poder supremo de la ambición. Pero muy cerca de ella, el hombre que
la había acuciado para que estuviese preparada, en el momento exacto y en el
tiempo preciso, para salir a escena, la observaba con un rictus de inquietud en
la comisura de sus labios.
El regidor se ha dado
cuenta de que algo no va bien. Hay un magnetismo en la escena que excede
sobradamente lo que pudiera considerarse normal. Un escalofrío le recorre el
cuerpo al comprobar que un cable de iluminación está despidiendo chispazos en
el techo, justo a dos metros de su cabeza. La visión que la conexión eléctrica
ofrece a sus ojos, le paraliza. No acierta a reaccionar. La emisión del
programa está en antena y una interrupción del directo podría resultar fatal
para los resultados de la audiencia del día. El hombre sigue con los ojos la
posible trayectoria del cable si terminase desprendiéndose y cruzando el cuadro
de la imagen que está saliendo al exterior en riguroso primer plano. Y se
horroriza al ver la posibilidad de que la caída del cable pueda alcanzar el
rostro de la joven cantante.
Fuera del edificio, la
tormenta ha ido adquiriendo el tamaño de una ciclo génesis explosiva. En el
plató de televisión nada grave parece que estuviese ocurriendo en las calles de
Madrid, pero en el exterior del estudio diluvia ahora con una furia desconocida
en muchos años en la capital del estado. El cielo, negro como la piel de los
Bunga, se quiebra tras el choque de las
nubes, es una catarata de bruma que seccionan los estriados filamentos blancos
de los relámpagos. El sonido de la naturaleza iguala en amplitud al que
producen los fenómenos inexplicables que asociamos a un dios remoto y
todopoderoso. Y sucede lo imprevisto. Un rayo con la energía de un ciclón de
iones negativos cae sobre la antena parabólica de la emisora de televisión, la que
conecta los estudios con el repetidor general, conocido en Madrid como el
pirulí. El relámpago de dimensiones bíblicas, va seguido de un trueno
ensordecedor que deja en el aire una milésima de segundo vacía de toda
realidad, de toda lógica.
En los hogares de los
aficionados al programa de nuevos cantantes, la pantalla del televisor cambia y
pasa de ofrecer los colores habituales a presentar una arenilla aleatoria en
blancos y grises. El sonido de la canción que canta Mara desaparece súbitamente.
En el centro de las pantallas comienza a dibujarse una silueta amenazante: es
la imagen de una calavera. Y en las cuencas de los ojos de la imagen de la
muerte, un verde intenso se abre paso entre las sombras como una luz cegadora
que turba las mentes de quienes la miran absortos. Los relieves de dos
esmeraldas de luz selvática se distinguen con claridad en medio de un silencio
enigmático. La maldición sigue su camino entre los mortales.
1 de julio de 2014
Relatos
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Mariano Valverde Ruiz ©
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