martes, 10 de junio de 2014

EL ÚLTIMO REDUCTO (Versión completa)



EL ÚLTIMO REDUCTO



Anacleto había tenido un día muy complicado y sólo quería un poco de paz. Su jornada laboral con la empresa de agua clónica había terminado por exasperar su estado de ánimo. No había alcanzado el nivel básico de producción y le habían advertido que a la próxima le rebajarían el sueldo. Esperaba calmarse en su labor nocturna.
Aquella noche, cuando entró en la imprenta Salazar, no pudo contener su ira al ver que los de la secreta habían puesto todo patas arriba. El pobre impresor estaba atado a una linotipia con los pantalones bajados y el culo manchado de tinta roja.
—¿Qué ha pasado?— preguntó muy alterado mientras corría a liberar al diminuto impresor.
—Buscaban el manuscrito del Quijote. Pero no les he dicho nada.
—¿Te han torturado?
—Es lo que hacen con todos. Me han hecho tragar la moral de Nietzsche y los Diálogos de Platón. Me han acusado de esnobismo. Han querido tatuarme una cruz gamada en el pene, pero no han podido porque no había piel suficiente. Y hasta me han amenazado con hacerme ver todos los desmanes que causó el hombre del siglo XXI. Pero he permanecido firme como la estatua de la Gran Confederación de Multinacionales.
—¿No les habrás hablado de mí?
—Les he dicho que trabajaba solo. Además como tú sólo vienes por las noches, no te tienen controlado.
—Mejor. He de pensar una forma nueva de esconder el manuscrito del Quijote. Cervantes no nos perdonaría que el último ejemplar que queda fuese incautado por esos patanes y después destruido en sus calderas de neutrinos.
Salazar se incorporó con esfuerzo. Una vez liberado de sus ataduras, recobró la verticalidad, se subió los pantalones y con voz serena dijo a Anacleto:
—Hemos de aprenderlo de memoria. Lo trasmitiremos oralmente a nuestros hijos y a los amigos que no sean afines al régimen globalizado. Y que estos a su vez lo hagan a sus descendientes.
—Sí, ésa es la solución. Nadie sabe ya ni siquiera lo que conoció de pequeño. Todos tienen las fuerzas justas para poder trabajar, aprender el protocolo de sus puestos de trabajo e irse después a dormir tras pasar por la ordeñadora, esa máquina aséptica que nos saca el semen todos los días para someterlo al proceso de selección anticultura.
De repente se escuchó un golpe seco en la puerta. Después, una voz metálica y fría, se expandió como una ola de amianto por las paredes de la imprenta. Anacleto y Salazar se desvanecieron lentamente y quedaron tendidos en el suelo.
Todo fue muy rápido. Unos soldados embutidos en uniformes negros de tejido antibalas entraron como una exhalación, ataron a los dos hombres que yacían en el suelo, los cargaron a la espalda y los sacaron a la puerta donde esperaba un transporte. Tras depositarlos en el interior del furgón, el que parecía ser el responsable de la patrulla se dirigió a un superior, que esperaba pacientemente junto al vehículo, y se cuadró con marcialidad para dar novedades.
—Los sospechosos han sido neutralizados. El acusado y su cómplice están a disposición de la corte suprema de la Gran Confederación de Multinacionales.
Salazar y Anacleto permanecieron durante tres días en dos celdas aisladas. Les habían puesto unos chalecos de seguridad que impedían cualquier movimiento de los brazos. Sus piernas estaban atadas a las patas de las sillas donde permanecían sentados. Las celdas estaban en total oscuridad. Una gota de agua les caía cada cinco segundos sobre la frente y resbalaba por la cara hasta caer al suelo. El suelo era una rejilla metálica con orificios del tamaño de una almendra. Toda la estancia estaba envuelta en las notas de una música celta que tenía tonalidades épicas y estribillo machacón, y que se repetía cada diez minutos con una insistencia obsesiva. El inicio y el final de la música estaban compuestos por aullidos de lobos que producían escalofríos dramáticos tras la secuencia musical.
Durante los tres días no tuvieron más alimento que el agua que habían conseguido atrapar con la lengua. Tampoco habían conseguido conciliar el sueño, las oscilaciones del volumen de la música y la insistencia torturadora de las gotas de agua hacían totalmente imposible dormir. Cada dos horas, con una precisión digital, la música dejaba su canal libre para que una voz grave les preguntara:
—¿Dónde está el último libro?
Y luego añadía:
—Cuando nos digáis el paradero de esa obra subversiva que llamáis El Quijote, os dejaremos volver a vuestra vida normal. No habrá represalias.
Después, un agudo sonido que dañaba los oídos se instalaba en las celdas haciendo que Salazar y Anacleto apretaran los dientes para intentar paliar el terrible dolor que les ocasionaba.
El cuarto día de cautiverio los dos presos fueron llevados delante del tribunal. La sala era completamente circular. Se les colocó en el centro de la misma y se les ató los brazos a un gancho que colgaba del techo. Frente a ellos, en una silla elevada, estaba el juez. Y junto a él, a ambos lados, se sentaban dos ayudantes que controlaban los aparatos de sonido y grabación de la vista. Se les leyó un texto en el que se les informaban que por estar al margen de la ley establecida no tenían ningún derecho. Que debían contestar a las preguntas que les hiciese el tribunal y que de no hacerlo continuarían su reclusión de por vida.
El juez se dirigió a Salazar sin más preámbulos.
—¿Dónde está el libro que lleva por título Don Quijote de la Mancha?
Salazar miró de reojo a Anacleto y éste comprendió. Después se humedeció los labios y se dispuso a hablar.
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…
Salazar continuó hasta terminar el primer párrafo de la novela. Cuando lo hizo, Anacleto, que había escuchado con mucha atención, repitió íntegramente el texto sin ningún error. El juez, sorprendido, no entendió el sentido de la respuesta. Y se limitó a decir:
—Veo que ese lugar es difícil de recordar. Pero tenemos todo el tiempo necesario para que vuestra memoria nos diga el lugar exacto donde se encuentra  el libro. Así que…adelante. No voy a repetir la pregunta, porque me consta que ya la sabéis.
Los dos hombres respiraron con cierto alivio. Salazar continuó párrafo tras párrafo y Anacleto fue repitiendo cada uno de ellos con asombrosa fidelidad al texto. Así transcurrió todo el día. El juez y sus ayudantes se fueron turnando para escuchar la declaración de los acusados. A la noche se les notaba ya un cierto interés en la obra, y aunque sabían que era un material prohibido, y un texto ciertamente peligroso, no quisieron precipitar los interrogatorios sometiendo a los acusados a las torturas del potro, el quebrantahuesos, las agujas de sal, las inyecciones de drogas psicotrópicas y el quita uñas. Pasadas las doce de la noche, el juez ordenó que les llevaran a la celda, que el interrogatorio seguiría al amanecer del día siguiente. En ese momento Anacleto acababa de terminar de repetir el final del capítulo XII.
Con esto se apartaron los dos escuderos, entre los cuales pasó un tan gracioso coloquio como fue grave el que pasó entre sus señores.
Durante las horas de la noche previas al descanso, el juez y sus dos ayudantes se vieron inmersos en una inquietante conversación a causa de las ideas que el libro había sembrado en sus conciencias. No entendían el significado último de aquella obra que perseguían desde décadas por tratarse del último libro sobre la tierra del que habían tenido noticias, sabían que existía una copia manuscrita del autor, y tenían órdenes estrictas de sus superiores para hacerlo desaparecer.
El juez hizo repetir la grabación del texto que hablaba sobre la libertad y que se guardaba en el archivo de la causa:
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
Tras la audición, uno de los ayudantes dijo que el libro era un canto a la libertad y que de ningún modo se podía permitir la difusión de un mensaje que podría poner en riesgo el estatus dominante de la Gran Confederación. Además, dijo:
—Entre sus páginas se esconden mensajes subliminales terroríficos, como el rechazo a la modernidad y al progreso.
—Y no sólo eso— apostilló el otro ayudante —entre aventura y aventura, hay un riesgo inminente, el cultivo de la imaginación. Ya sabemos que la imaginación lleva a la ficción con facilidad, y de la ficción a intentar transformar la realidad, solo hay un paso.
El juez asintió y fue más allá en su juicio:
—El personaje parece tener un espíritu justiciero, es rebelde a los cánones establecidos en la sociedad e intenta cambiar al mundo. Aunque lo quiere hacer para mejorarlo, según él, claro está…
Dicho esto se echó a reír con amplias carcajadas a las que se unieron los dos ayudantes.
—Vámonos a dormir. Mañana seguiremos con el proceso. Tarde a temprano nos dirán dónde está el libro…y entonces haremos con él una buena fogata.
Durante la madrugada, el juez se enfrentó a una terrible pesadilla. Se encontraba ante sus superiores para responder de una acusación de prevaricación. Había permitido un proceso judicial contra uno de los dirigentes del segundo escalón de la Gran Confederación a sabiendas de que, moralmente, no debía encausar a ningún representante del poder establecido. La acusación era por abuso de su posición como responsable de propaganda al promover una campaña para que los trabajadores consumieran más productos dietéticos. Pero, el drama del sueño, era que el juez no podía defenderse, había perdido la fluidez verbal y el conocimiento de las palabras. Sólo acertaba a pronunciar un galimatías de letras desordenadas que no tenían ningún sentido. Sus superiores pensaban que se estaba burlando de ellos y que por consiguiente debía ser castigado con la degradación y el envío a una mina de azufre en el Sahara.
Cuando el juez despertó estaba bañado en sudor. Estaba decidido a conceder la palabra a los acusados hasta que terminasen con su alocución. Y así fue. Durante los días siguientes Salazar continuó pronunciando las frases y Anacleto repitiendo metódicamente hasta que después de una semana, a media tarde de un día lluvioso que dibujaba los cristales con minúsculas cascadas de agua sobre un horizonte gris y plomizo, Salazar dijo:
Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna. Vale.
Salazar volvió la mirada hacia Anacleto, que ya estaba repuesto de la tortura de los primeros días, pues les habían dado de comer y dejado dormir para que pudiesen seguir con su exposición. Le guiñó un ojo, a lo que su compañero de cautiverio contestó inclinando la cabeza en un signo de afirmación. Después dijo al Juez en tono muy elocuente, enfatizando cada palabra:
—El manuscrito del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha está enterrado en la tumba de su autor, Don Miguel de Cervantes, en la iglesia del Convento de las Trinitarias Descalzas, en el barrio de Las Letras de Madrid.
Una profunda sonrisa de satisfacción recorrió la cara del juez. Dio las órdenes pertinentes a sus ayudantes para que se encaminaran hacia el convento y le trajesen el manuscrito. Advirtió que no hubiese ninguna filtración a la prensa, que le fuese entregado en mano, y que él se encargaría de custodiarlo antes de entregarlo a sus superiores y proceder a su destrucción. Por su mente pasaba otra idea. Aquel libro le serviría para aumentar su vocabulario y su fluidez verbal, algo que consideraba esencial en su posición para su seguridad futura. Realizaría una copia que entregaría a sus superiores y se quedaría en secreto con el original para su exclusiva propiedad. Nadie sabría jamás de su existencia hasta su muerte, momento en el cual lo legaría a uno de sus hijos con el encargo de que permaneciera alejado de cualquiera que quisiese cultivar su imaginación. Se levantó de su sillón, indicó a los guardianes que pusiesen en libertad a los acusados y declaró terminada la vista.
Cuando Salazar y Anacleto se vieron libres y lejos de su lugar de cautiverio, se abrazaron como dos almas gemelas, como un Quijote y un Sancho que habían vencido a los gigantes, que no eran molinos, precisamente. Salazar preguntó a Anacleto si recordaba bien todo el texto. Anacleto le contestó que la fuerza de la costumbre en su trabajo le había enseñado a pasar el tiempo inventando reglas para agilizar su memoria. Y le aseguró que recordaba cada detalle de la obra como si la tuviese escrita delante de sus ojos.
Caminaron después entre bromas y buena ventura por la suerte que les había sonreído. Pensaron en sus dulcineas y en sus hogares. Y convinieron en comenzar a elegir las personas a las que iban a trasmitir el texto de forma oral, para que nadie pudiese hacer desaparecer el contenido del libro. Había dejado de llover y se divisaba en el horizonte la estatua de la Gran Confederación de Multinacionales. Salazar señaló hacia el frente y dijo:
—Oye, no es aquello la pirámide del conocimiento.
Anacleto sonrió ante la ocurrencia de Salazar y le contestó:
—No. Es el árbol de la vida. Pronto le crecerán las ramas y se ocultará el tronco para que las aves hagan sus nidos y vuelvan a llenar el cielo de pájaros.
 Eran el último reducto de la literatura.

10 de junio de 2014
Relatos
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Mariano Valverde Ruiz ©

  
    

                          

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