EL PASAPORTE
Juan de Mairena había
preparado con mucho esmero la última versión del pasaporte.
Estaba satisfecho de su
trabajo. Se acercó hasta Don Antonio Machado para enseñarle el resultado final
y pedirle opinión antes de ir por enésima vez hasta la frontera. Llegó hasta su
lado con un brillo de estrellas en las pupilas y también con la inquietud que
en el alumno siempre provoca el respeto hacia el maestro. No se lo pensó dos
veces y le dijo:
—Esta vez no habrá
problemas. Cada uno de los elementos está en su sitio. El papel es idéntico al
del estado. Las fotografías tienen los colores sepia de la memoria. He
reproducido los sellos con precisión milimétrica. La tinta no desmerece en nada
a la utilizada en la función pública. Vamos, que ni el más avispado guardia de
fronteras podrá notar la diferencia entre éste y los expedidos por el régimen.
—No sé qué te diga. No
lo tengo claro. Sé que has utilizado todas tus habilidades en la confección
de esa obra. Y que, seguramente, has hecho una obra de arte.
—No le quepa duda.
—Pero “el momento
creador en arte, que es el de las grandes ficciones, es también el momento de
nuestra verdad, el momento de modestia y cinismo en que nos atrevemos a ser
sinceros con nosotros mismos”. ¿Crees que estás en lo cierto?
—Certezas hay pocas
maestro. Lo nuestro es dudar. Así llevamos muchos años. Y mientras tanto…
—Yo no digo que no
tengas razón, que la tendrás, pero convendría plantearse otra vez si estamos
dispuestos de verdad a cruzar la frontera. Hay que echar mano del pensamiento
de Sócrates, de su ironía, para comprender el volumen de nuestra ignorancia. Y
tener en cuenta lo que nos hubiese dicho Kant, que de la existencia de este
pasaporte no se puede deducir la esencia, es decir, que sirva para pasar la
frontera.
—Maestro, la
responsabilidad es nuestra. No estamos en nuestra patria.
—La patria. Ya salió el
tema. La gran metafísica de nuestras raíces. La que no admite más duda que
aquella que plantea nuestra forma de sentir y de entender la complicidad del
entorno.
—¿No es lícito que
volvamos a nuestra patria? ¿No sería un hecho consumado, fuera del tiempo
mismo, que nos quedemos dónde estamos?
Con preguntas me
respondes, Juan. Sin embargo, las respuestas a esas obviedades serían
diferentes si las dieras tú o si las diera yo. Y no estamos ahora para
retóricas.
—Maestro. Me he
esforzado mucho porque creía que usted lo tenía claro. Durante décadas he
intentado someter al criterio del agente de aduanas de turno los pasaportes que
iba preparando con ilusión y melancolía. Me los han rechazado todos. Pero ahora
creo estar seguro de que con éste no pondrán ninguna objeción.
Don Antonio Machado
miró con benevolencia la figura fantasmal de Juan de Mairena. Casi se
reconcilia con ella. Inclinó la cabeza y se apoyó en el bastón. Por su mente
pasaba la certeza de la pérdida definitiva de su patria. Se la habían llevado
en un papel que dejó escrito antes de morir. Ahora recordaba el color y la luz
de su única patria: “estos días azules y este sol de la infancia”.
Y Don Antonio echó a caminar
con su paso lento. Caminó por las calles de Collioure, el pueblo costero del
departamento francés de los Pirineos Orientales, en la región
Languedoc-Rosellón, donde le llevó el exilio; vio la pensión que recogió sus
huesos después de un largo caminar, el mar cercano, la playa de grava, el azul
del cielo…Recordó los bosques donde crecen espinos, el sabor de sus lágrimas al
volver la vista atrás, revivió su tierra, su vida…
—Insisto en lo del
pasaporte y en volver a nuestra patria, maestro— le dijo Juan de Mairena, que
le acompañaba con la nostalgia en su andar.
—Nuestra patria, Juan,
ya no volverá…Lo que queda de ella ahora es el camino, el peregrinaje hacia una
vida y una obra. La España de hoy comienza a parecerse a aquella que nos heló
la sangre. Todo el mundo busca su patria sin darse cuenta que la tienen que
construir día a día, golpe a golpe, en su propio interior.
—Maestro, hay españoles
que defienden la Monarquía Parlamentaria como forma de estado. Defienden una
institución que esté por encima de partidismos y que realice un papel de
árbitro en el juego político. Buscan los puntos comunes en los que todos los
nacidos en la vieja piel de toro puedan reconocerse, y vivir en paz y armonía,
en libertad y en democracia. Pero la sociedad se está partiendo, cada vez se
agrandan las diferencias entre pobres y ricos, cada cual se agarra al palo de
su bandera como a una madera con la que no perecer en el naufragio que la
crisis ha provocado.
—Juan, no hay más
democracia que la que permite a cada uno decidir quién le gobierna, y cómo. No
debe haber ningún privilegio que perpetúe a nadie en el poder. La República
garantiza el derecho de cualquiera a ser el responsable máximo del estado. Y el
estado ha de estar fundamentado en la concordia y en la mutua aceptación de la
diversidad del otro. El respeto a la diferencia es la base de la paz.
—Pero eso es posible en
la España de hoy. Se discute la forma de estado pero no la democracia y el
derecho. Los españoles alcanzaron un consenso constitucional en 1978 que les ha
garantizado paz y prosperidad durante casi cuatro décadas, la mayor época de
libertades que ha vivido nuestro país.
—Juan, hace mucho
tiempo que estoy alejado de todo, pero mi forma de ver España es bajo el prisma
de la República. Quizá hoy no sea una República como la que pretendíamos
entonces. Habrá que diseñarla de otro modo. Además, mi único contacto con la
realidad son las cartas que cada día llegan al buzón de mi tumba, cartas
cargadas de poesía, de valores, de anhelos, de esperanza…Son cartas que me traen,
junto a las flores y los poemas, la bandera tricolor. Nuestra tumba es un lugar
de peregrinaje de aquellos que no encuentran una mano que acierte con la
herida, una mano que pueda resolver el dilema en el que siempre se ha debatido
nuestra tierra: la convivencia.
—Entonces, maestro…¿Qué
hago con el pasaporte?
—Juan, estamos bien
donde estamos, recordando a todos que el dolor del exilio es el pago que una
sociedad da a todos los que no son capaces de entenderse. A unos y a otros, no
importan las ideas que tengan, porque no hay una verdad universal en posesión
de unos que deje a los otros en la margen opuesta de la realidad. La única
verdad de un hombre es su vida y su muerte. Y hemos de hacer posible que la
vida sea un camino fructífero de amor, creación y concordia, y que la muerte
nos llegue recubierta de dignidad y nos encuentre, como he dicho alguna vez,
ligeros de equipaje.
—Visto así maestro,
tengo la impresión de que los españoles deben sentarse a hablar, dialogar con
sinceridad y respeto, y encontrar el camino a seguir, igual que hacemos nosotros.
A veces recuerdo aquella canción, suspiros
de España, y me veo en un patio de Sevilla, junto a las rosas y no lacerado
por el cainismo que recorre la península como un viento de espinas.
—En eso me pareces
mucho, Juan. Yo también amo los mundos sutiles, incluso ahora que me cubre el
polvo de un país vecino, como sabes y sientes, y espero que junto a las rosas
canten los jilgueros, que lo hagan frente a las conciencias de los hombres que
se vuelven contra otros, que canten haciendo que el aire se llene de música y
de sueños en cada hogar, en cada rincón de la tierra. ¿Entiendes?
—Sí, creo que sí. Caminemos
por ello maestro.
—Caminemos Juan. Aunque
lo nuestro sea pasar haciendo caminos sobre la mar. Y que el agua, reflejo del
cielo, de las nubes, de la luz, borre nuestras huellas más allá del destino de
nuestras pisadas.
—Caminemos para que nos
sigan.
—No es ésa la razón.
Cada uno debe hacer su camino en solitario, aunque es posible que muchos caminos
confluyan en la misma dirección. Entonces es probable que esos caminantes
piensen que tienen algo en común: la voluntad de seguir sendas en busca de la
felicidad y de la concordia.
—Eso es tan difícil en
un mundo marcado por las fronteras, en una realidad en la que es necesario un
papel para pasar de un país a otro, de una región a otra, de un mundo a otro. Las
diferencias son tan acusadas. Creo que nosotros necesitamos ese pasaporte para
volver a nuestra patria.
—No necesitamos
pasaporte para volver al lugar de donde nunca nos hemos ido. Las fronteras son
un artificio, una invención del hombre para marcar diferencias. Y la no
aceptación de la diferencia es la raíz de todos los males. ¿No sé cómo
explicártelo para que puedas comprenderme?
Don Antonio Machado
dejó que el silencio gobernara por un tiempo la mente de Juan de Mairena. El
poeta sabe muy bien la importancia del silencio, su poder metafísico y su facultad
para favorecer lo que ninguna otra forma de tiempo es capaz de generar. El
silencio fue creciendo en intensidad como si hubiese surgido de entre las
paredes de la tumba del pequeño cementerio de Collioure que guarda las cenizas
de la voz de “un patio de Sevilla” y ahora emergiera como un soplo de luz
abisal por todos los rincones del planeta capaces de comprender las palabras y
los silencios. El tiempo se paralizó tras una tapia, junto a un árbol, al lado
de una rosa, bajo una lápida, frente a la página de un libro… Y por fin, el
silencio dejó paso a las palabras del poeta, que tras mirar con indulgencia a
Juan de Mairena le dijo:
—Te voy a contar una historia. Escucha con
atención. Me atrevo a hablar porque creo que lo que te voy a decir es más
importante que el silencio que hasta hace un instante presidía nuestro paisaje
como un olmo seco del que brota una tierna rama… —Sí, maestro, soy todo
oídos.
—En un lugar sin nombre,
de un país cualquiera, vivía un joven que había nacido de una mujer sin
denominación específica y de un padre anónimo. Había crecido ajeno al mundo que
le rodeaba disfrutando de una infancia en la que la inocencia había puesto una venda
a sus ojos. Con el despertar del pensamiento, se dio cuenta de que era
distinto. El joven comenzó a ser consciente de su amarga diferencia cuando inició
una etapa en la que la curiosidad fue quitando el vendaje de la inocencia a su
forma de ver. Durante sus primeras incursiones en otros territorios, observaba
a los vecinos y se comparaba con los habitantes de lugares no demasiado lejanos.
Todos tenían nombre, cuna y tierra a las que referirse con denominaciones
concretas.
—Lo que es normal en
todos los casos: la gente tiene nombres, los pueblos tienen nombres, los
paisajes tienen nombres…— dijo Juan mirando a su maestro con cara de
incredulidad. Don Antonio continuó con su relato.
—Y empezó a angustiarse
porque le miraban con desprecio, incluso con recelo. Para huir de esa angustia,
comenzó a caminar sin destino definido. Cada vez que llegaba a un nuevo pueblo
permanecía un tiempo en él hasta que se hacía imposible mantener en secreto su
falta de identidad. Ante la pregunta: ¿y tú cómo te llamas?, respondía con
silencio y volvía a emprender su camino.
Así lo hizo durante mucho tiempo hasta que, un día se vio delante de un puente
con una valla amarilla delante, y una valla negra detrás, tras las cuales había
varios hombres armados y de facciones amenazantes que estaban pendientes de los
caminantes.
—La frontera—dijo Juan.
—Observó que los guardianes
daban el alto a quienes se acercaban, pedían documentación y negaban el paso a
algunos caminantes. No necesitó mucho tiempo para intuir que él sería uno de
los que no podrían pasar al otro lado, que tendría que darse la vuelta y volver
al lugar de donde había venido. Miró hacia atrás y no supo por dónde caminar
porque sus pasos habían sido borrados por el viento. Miró hacia delante y vio
los rostros hieráticos de los guardias de frontera. No tenía salida.
—¿Y entonces qué hizo?
—Entonces se dio cuenta
de que bajo el puente corría el agua de un río, un río que quedaba en medio de
la frontera entre uno y otro lugar. Y sin pensárselo dos veces, se tiró al agua y comenzó a nadar
en el sentido de la corriente. El río le llevó hasta el mar. Allí, absorto ante
el fascinante espectáculo del azul profundo del océano, ensimismado con el
vuelo de las gaviotas, envuelto en una brisa templada y armoniosa, empezó a
sentir una extraña felicidad, un sentimiento que llenaba su corazón haciéndole
comprender que no necesitaba ser como los otros, ni llamarse con ningún nombre concreto,
porque supo que al final de su vida, todo, incluso su nombre, se perdería en la
inmensidad del azul, y su presencia en este mundo también llegaría hasta los
confines del olvido.
—¿Qué verdad más
grande? —Dijo Juan mientras levantaba la vista hacia el horizonte y observaba
de nuevo el paisaje de la pequeña localidad francesa que es parte de la memoria
colectiva de los exiliados.
—Y no son palabras,
Juan…no son palabras.
—Maestro. Tu voz nos ha
traído de nuevo hasta este cementerio de Collioure, justo hasta la fosa donde
nunca faltan los nombres de quienes forman el río de la vida. Hagámosles un
hueco en nuestra memoria y olvidémonos del pasaporte. El agua de ese río no
tiene fronteras. Es mar. Luego nube. Y más tarde, por algún extraño misterio,
de nuevo río…
—Veo que has entendido,
Juan.
Las sombras de Don
Antonio y de Juan de Mairena se fueron confundiendo en el paisaje mientras el cartero
llegaba de nuevo, un día más, para depositar poemas con el aliento de los
sueños de jóvenes poetas en el buzón de la tumba del poeta andaluz.
Relatos
15 de junio de 2014
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Mariano Valverde Ruiz ©
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