lunes, 3 de febrero de 2014

SIN ESCAPATORIA (Versión blog Parte 1)




1


Nunca digas que no matarás. Te lo aviso. Este es el texto que puede leerse en una pegatina que hay en la parte superior izquierda de la carpeta que Inocencio usa para guardar los guiones que está trabajando. Siempre se ha considerado un hombre que se opone al uso de la violencia, es antibelicista y un nostálgico de la expresión “haz el amor y no la guerra”. Los que creen conocerle lo saben y aunque uno de sus lemas es el de la defensa a ultranza de la vida, no se imagina lo que será capaz de hacer antes de que el alba ilumine el cielo de Madrid. Tampoco lo que algunos están tramando a sus espaldas.
Lleva toda la tarde delante del micrófono, dale que dale, imitando sonidos y poniendo voz a personajes de lo más diverso. Comienza a presentir los primeros  indicios de un síndrome de personalidad múltiple. A veces nota en su interior unas alteraciones repentinas que le preocupan: son violentas sacudidas provocadas por una ira cuyo origen desconoce, que apenas duran unas milésimas de segundo y que intenta contener con todas sus fuerzas. Los cambios  químicos de su organismo le desorientan momentáneamente. Son latigazos de adrenalina que le trastornan, dificultan su capacidad de concentración y, a la vez, le producen unos instantes de placer desconocidos para él hasta ese momento. Es como si estuviesen incubándose dentro de sus vísceras los virus que activan el gen milenario del instinto asesino.
—Ven aquí, gatito lindo. ¡Mira qué tengo para ti!
En la pantalla de plasma donde se reproducen las imágenes de la película, se ve cómo un ratón arrastra un muñeco que simula un roedor que a su vez esconde un artefacto explosivo con la mecha encendida. Tras la esquina de una calle pintada de amarillo, un gato camina de puntillas detrás del muñeco. Va relamiéndose los bigotes.
La habitación del estudio de grabación donde trabaja está en penumbra. El estilo es frío y funcional. No hay decoración ni objetos superfluos, tan solo los materiales imprescindibles. Sobre la mesa metálica, un flexo ilumina las cuartillas donde están escritos los diálogos. Frente a los folios y a la pantalla, el doblador piensa mientras realiza su tarea.
—A fuerza de transformarme en gato, en ratón, en correcaminos  y en yo qué sé que otros seres animados, estoy a punto de no saber realmente quién soy. Si yo fuese el encargado de las calderas de la mansión de Lucifer diría que estoy hasta las rejas del infierno de realizar estrambóticas onomatopeyas y de simular el sonido de ruidosos objetos inanimados. Pero no soy Pedro Botero, el insigne diablillo que sale en las “comedias religiosas” de Tirso de Molina. Solo soy Inocencio Entremeses, un humilde trabajador que depende de la fortuna ajena para poder recoger unas migajas. Por eso me repito una y otra vez: ten paciencia, compañero, no desesperes, la vida te tiene reservada tu mitad de gloria y te la mostrará cuando menos lo esperes. Mientras tanto, dale al micrófono. ¡Ah!...  Voy a terminar tarambana, como un cencerro.
Inocencio toma oxígeno y se dispone a interpretar el siguiente texto del diálogo que tiene entre las manos.
—¿Dónde estás, maldito roedor?
Se lleva la mano al cuello y baja la cabeza. Inocencio tiene la garganta al rojo vivo. Su lengua es una bandeja de carne maltrecha que sostiene  el sonido de las palabras. Cuando, de vez en cuando, traga un poco de agua, ve las estrellas desde un cementerio rebosante de cruces de hierro. No es una metáfora, es que le duele como si frotara los tejidos de su tubo digestivo con un estropajo de metal.
Intenta tragar algo de saliva para aliviar la sequedad que le abrasa las cuerdas vocales. También la saliva le rasga los tejidos cuando se desliza, tubo abajo, pasando por las cavidades de la garganta y adentrándose en las oquedades del esófago como una lámina estriada de acero.
—Cuando te pille, ratón del demonio, me voy a hacer un pijama a rayas con tu pellejo.
La mayoría de las frases que tiene que interpretar son cortas. Entre una y otra descansa, chasquea la lengua con cierta parsimonia y recompone el ánimo. Ahora vuelve a tener sed. Su lengua es la comparación alevosa de un latiguillo de cactus silvestre, tiene toda la piel reseca y agrietada a causa de los rigores del desierto de arena por donde está corriendo un gato negro tras un ratón mejicano.
Toma el botellín de agua entre sus manos. Lo acaricia con las yemas de los dedos mientras no quita ojo de la pantalla ni de los papeles donde sigue el orden de los diálogos. Aclara la voz y ensaya un tono burlón para sus palabras.
—¡No me cogerás, gatito lindo!
Gira el tapón del botellín y alza la mano. Su garganta espera el maná reparador del agua fresca. Traga con cuidado, bebe a pequeños sorbos. El agua se filtra entre las arenas ardientes de un desierto de carne irritada. —¿Quién me mandaría aceptar este trabajo?— Piensa mientras dirige los ojos a la pantalla.

—No tienes escapatoria, ¡bestia peluda!

CONTINUARÁ...

Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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