martes, 27 de junio de 2017

EL ÁRBITRO (Novela corta). Parte 2





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Ahora está aquí, en esta habitación maravillosa, presuntamente protegido y a salvo de los desmanes de sus acosadores. Debe relajarse. Él es un árbitro internacional, un colegiado de balón pie. —Lo que ha ocurrido forma parte de los riesgos de la profesión, —piensa—, dentro de unos días ya no se acordará nadie de lo sucedido, ni de mi cara—. Esta idea refuerza su estado de ánimo.
Gamal intentó superar sus dudas. ¿Qué le puede suceder a un árbitro que pertenece a la muy insigne y faraónica asociación egipcia de árbitros, una asociación que no suele expresar su filiación en siglas para no desvirtuar su categoría? Y menos a él, un privilegiado de la fortuna al que sus colegas se suelen referir como el hijo de la gran pirámide. Sabe que es un miembro destacado de la entidad a la que pertenece por derecho propio. Ha sido agasajado por los miembros de junta directiva de su federación. Tiene en su poder todos los galardones que se otorgan en su país a tan digna profesión. No ha de temer nada.
El hombre se sienta junto al escritorio de madera caoba y bambú que preside uno de los laterales de la habitación.  Coloca su diario sobre la superficie satinada de la mesa y se dispone a anotar algunas ideas que le refuercen su autoestima después de los descalabros que ésta ha sufrido en las últimas horas. Ahora se siente cómodamente instalado, refugiado en el anonimato y protegido por las autoridades del país anfitrión. Ésta es la suite para personajes especiales que existe en el mejor hotel —eso dice el catálogo— de Corea del Sur.
A Gamal le gusta el fútbol. Dicho así, como afirmación desnuda, sin adjetivos ni comparaciones, parece una cosa simple. Nada más lejos de la realidad. Para él, el mundo del fútbol es un todo absoluto en torno al que gira su existencia. Ver rodar la pelota supone constatar con alegría que en la superficie del balón se refleja casi todo lo que tiene sentido.
Desde joven ha sentido el sagrado llamamiento del silbato. Cuando se viste de corto para saltar al campo y dirigir un encuentro se transforma vertiginosamente en señor todopoderoso, en valedor de la norma escrita y en fedatario de lo que pueda acontecer. Adopta de inmediato un semblante autoritario, con matices de ironía mordaz y sobre todo, igual que los antiguos faraones de su tierra, adquiere la disposición de alma que posee un juez implacable para hacer valer las reglas del juego.
Nunca se ha creído culpable de nada. Cuando en alguna ocasión en su juventud, tras mover algunas piedras para procurarse un asiento mejor, los escorpiones que dormían bajo ellas habían campado a sus anchas y le habían picado a alguno de sus amigos, llegó a decir que siempre son las disposiciones del destino las que interpretan las circunstancias. Y que por tanto él no era responsable del veneno de los escorpiones ni de su instinto asesino.
Tampoco se cree un cobarde. El día en que se enfrentó a los que le llamaban ventosidad de dromedario, desapareció de su vocabulario esa palabra. Eran cuatro los jovenzuelos de la aldea que siempre andaban mofándose y retándole para que demostrase su hombría. Una mañana les citó para que aquella noche, a las puertas de una mastaba cercana a la aldea, le demostrasen a él lo hombres que eran ellos.
Durante la siesta, se acercó hasta la tumba de la antigüedad que muchos conocían como la cueva del río de la muerte y preparó, junto a la entrada, unas chilabas que colgó del techo con mucha habilidad para que pareciesen espíritus en pena. Deslizó sobre el suelo unos cordeles que tensó y ató a unas tinajas, dentro de las cuales dispuso unas teas encendidas, de tal modo que al pisar el cordel se tumbaran.
Cuando aquella noche estuvo ante la puerta de la mastaba con sus amigos, les indicó que entrasen detrás de él y vieran cómo vencía al espíritu de Amón. Gamal fue adentrándose sorteando los cordeles. Cuando los amigos pisaron los hilos que sujetaban las tinajas, éstas se tumbaron, las teas iluminaron el interior y encendieron las chilabas que colgaban del techo. La visión que se presentó ante los amigos de Gamal fue terrorífica. Mientras, él levantó los brazos, impasible, y gritó:
—Ven aquí, Amón, Dios del fútbol, Dios del juego que aparece en los grabados de tu templo en Tebas, Dios del juego que aparece en los grabados de las tumbas de Menfis y Sakkara. Ven. Manifiéstate…
Los amigos corrieron despavoridos mientras él explotaba en una carcajada demoníaca.
Después de aquello su imagen se agigantó entre sus iguales. El valor para tomar decisiones se le supone desde entonces. Y la tozudez posterior a la toma de decisiones no es algo de lo que presuma sino una característica absolutamente verídica. Que se lo pregunten a sus hermanos cuando se obcecó en colocar huevos de gallina bajo su camastro para demostrarles que no se rompían y que durante la noche desaparecían. A pesar de que cada mañana aparecían restos de cáscaras en el suelo, nunca admitió que algunos se rompiesen. Ni que se comía a escondidas los demás.
Sin embargo hay ocasiones, como las que sucedieron hace dos días, en las que después de tomar una decisión arriesgada, se le atraganta el silbato en la boca y la saliva se convierte en una pasta amarillenta con textura de arena que le impide hablar. Entonces opta por esgrimir la pose de una estatua, una esfinge arbitral que simula al guardián de las pirámides. Los espectadores afectados por su decisión toman esa pose por la efigie de un pasmarote, a la que añaden algún que otro calificativo oloroso. Él ni se inmuta.
Durante el partido entre España y Corea del Sur, el árbitro egipcio tuvo que adoptar en numerosas ocasiones la posición de esfinge. Ahora recuerda especialmente algunas de esas situaciones melodramáticas. En el minuto cincuenta, Gamal anuló un gol a Rubén Baraja alegando que había hecho falta antes. Así lo quiso ver y así lo señaló. En el segundo minuto de la prórroga anuló otro gol legal a Morientes. Consideró que el balón conducido por Joaquín había salido fuera. Él no vio la repetición y aunque la hubiese visto, lo que le mandaba su mente era que el balón había salido fuera. A lo largo de todo el partido cortó varios desmarques de jugadores españoles considerándolos fuera de juego sin que lo fuesen. Se quedaban solos delante del portero y eso no lo podía permitir. En la última jugada del partido, cuando España tenía que sacar córner, dio por finalizado el tiempo reglamentado antes del lanzamiento. No era justo que después de que el equipo anfitrión aguantase tanto tiempo con empate a cero, el equipo visitante, es decir, España, tuviese la oportunidad de ganar el partido en la última jugada.
Fueron buenas decisiones, sobre todo para los intereses de los organizadores. Desde su postura de esfinge pudo ver las caras de los dos entrenadores. A uno le vio rostro de pocos amigos, ira contenida y ráfagas de sudor bajo los sobacos. Al otro le notó una sonrisa felina similar a la de los gatos enjaulados cuando atisban, entre los barrotes de su celda, un espacio suficiente para evadirse del encierro al que están sometidos.
Gamal recuerda puntualmente la jugada del gol de Morientes en el minuto dos de la prórroga. Era un gol de oro. Allí habría acabado el partido con la victoria de España. Al insigne árbitro le viene a la mente que después de señalar que la pelota había salido fuera y que era saque de portería, durante un instante quiso arrepentirse de la acción que acababa de realizar, dudó de la oportunidad de su golpe aleatorio de silbato, de su osadía o quizá tuvo la  certeza del disparate que acababa de cometer. Sin embargo no rectificó. No lo hizo para no convertirse en un fugitivo que huye de las secuelas de sus decisiones, para no verse corriendo a lomos de un dromedario por las dunas del desierto. En el último momento tuvo la certeza de que él poseía la gracia de Dios y que ese poder divino le resguardaba de todo lo humano. También recapacitó sobre lo que quizá le hiciesen aquellas decenas de miles de aficionados de Corea del Sur que gritaban sobre su cabeza.
 —Si estos tíos se comen los perros… ¡qué harían conmigo!


CONTINUARÁ...

NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)



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