ÁLTER EGO
De hoy no pasa.
Hablará con él. Hace
días que desea hacerlo aunque siempre, por una u otra causa, le ha resultado
imposible. No soporta más la inquietud que le provocan las dudas sobre las
actitudes desdeñosas de su antagonista. La arrogancia del personaje le oprime
la garganta cada vez con más intensidad.
Esta mañana lo ha
decidido.
Mientras se vestía en
su habitación ha mirado por la ventana enrejada desde la que se divisa parte de
la geografía de la cercana ciudad de Maastricht y, a la vez que se decía a sí
mismo que debía tener la valentía de hacerlo, ha contemplado cómo los rayos del
sol sorteaban los muros por encima de los setos y las alambradas igual que
pequeñas gacelas en un bosque de paz. Entonces ha comprendido que la especial
luminosidad del día era una señal que la naturaleza le estaba mostrando.
Mientras se calzaba ha
seguido considerando cómo hablarle. Ha pensado en hacerle alguna broma para
romper el hielo. Hace falta una buena dosis de humor para vivir con cierta
dignidad. Preguntarle, por ejemplo, si el águila de su uniforme ha aprendido a
hablar alemán. O si por fin ha convencido al barbero para que mientras le corta
el pelo a navaja le ponga marchas militares en vez de la marsellesa, que no le
trae buenos recuerdos. Luego lo ha desestimado porque desconfía del sentido del
humor que pueda tener el personaje.
Después de tomar la
medicación que le ha traído el celador junto a un vaso de plástico con el agua
necesaria para ingerir los fármacos, ha urdido su enésimo plan para entablar la
conversación que le interesa. Ha pensado contarle lo que ocurrió ayer en el
salón, cuando después de perder un botón de su chaleco y no encontrarlo,
decidió arrancarse el resto y tirarlos por el suelo. Entonces un celador le
preguntó por qué lo hacía, a lo que él, muy sereno, contestó que así quien
encontrase el primer botón podría utilizar el resto para cambiar todos los de
su chaleco. Y después le preguntará a bocajarro, sin dejarle escapatoria… ¿qué
hizo usted con los botones que arrancaron a toda la ropa de los deportados a
los campos del este de Europa?
Tiene muchas cosas que
preguntarle.
Ha habido días en que
ha estado a punto de acercarse, plantarse delante y poder hablarle. Pero
siempre, en el último segundo, algunos de los que comparten con ellos el jardín
han provocado altercados y discusiones que les han obligado a volver
rápidamente a los aposentos después de la intervención de los vigilantes. Como
sucedió anteayer cuando un paciente se subió a la fuente y comenzó a gritar:
—El banco me roba. Mi mujer me engaña con el
inspector de hacienda. Europa ha muerto.
Ante la insistencia del
apenado y el griterío de varios paseantes que se convirtieron de inmediato en
eufóricos seguidores, no quedó más remedio que disolver la esporádica
manifestación.
Hace bastante tiempo que
no habla con él.
Últimamente Germán no
es demasiado dado a utilizar las palabras. Tampoco es que intercambie
demasiadas frases con los demás. En muchas ocasiones ni siquiera saluda, o
desea un buen día, a nadie en la institución. Pero hoy después de pensarlo
mucho y sentir toda la amargura que le produce no entender qué es lo que ha
sucedido para que se produzca un distanciamiento tan grande entre él y su
antagonista, ha decidido que no pasará ni un día más sin que salga de sus
dudas.
A las diez en punto se
ha colocado en la fila de salida del comedor donde servían el desayuno a los
que pueden valerse por sí mismos. Lo ha hecho con cierta celeridad, pero sin
llamar en exceso la atención de los vigilantes. Una vez en la fila, ha revisado
en su mente el ceremonial necesario para dirigir la palabra a quien le
interesa. Casi en silencio ha susurrado las ideas que quiere comunicarle, las
preguntas que quiere hacerle, e incluso ha considerado la posible actitud del
interlocutor ante su interrogatorio.
Cuando le han indicado
que avance unos pasos hasta colocarse justo en la puerta y cara al pasillo que
lleva al exterior del edificio, ha reaccionado con decisión. Paso a paso y sin
apenas arrastrar los pies, ha ido avanzando mientras interiormente pronunciaba
la plegaria de un místico que aún duda del destino certero de sus palabras. Hoy
hará un nuevo esfuerzo para permitir la supervivencia, ya moribunda, de ese
sentido elemental que tienen los humanos. Va a comunicarse. Lo va a intentar.
Como siempre, han
dejado que cada uno salga al jardín con intervalos de diez pasos entre
individuo e individuo. Es una medida que lleva aplicándose varios años y que ha
evitado aglomeraciones innecesarias y reiterados conflictos ocasionados por la
reacción ante la temperatura exterior, o por querer ajustar alguna cuenta con
el que ha mirado mal, o huele mal, o grita demasiado mientras le duchan, o
convoca a los fantasmas por las noches, o saca a pasear su espíritu más
siniestro, o cualquier otra mínima cuestión que lleve consigo una diferencia de
percepción de las cosas.
Nada más salir al
jardín le ha visto. A Germán le parece que pasea envuelto en su propio aliento.
La visión de su imagen no sugiere que respire aire de la atmósfera común, ni
que su olfato note el aroma de la primavera que estalla en cada uno de los
rincones del jardín del sanatorio La luz
eterna. El aire de su indiferencia aletea junto a los árboles, los setos y
los rosales. Su forma de caminar es muy íntima, algo estrambótica y totalmente
alejada de cualquier signo terrenal. Suele llevar las manos unidas detrás de la
espalda, como si estuviese sujetando el mapa del mundo que hasta hace poco tuvo
entre sus manos. Va inmerso en un proceso calculado de reflexión, repetido una
y mil veces, en el que parece repasar su existencia y su lucha.
A Germán le impresiona
esa forma de caminar que posee su opuesto. La lejanía que advierte en su
figura. Su misterioso aire de odio arcaico y sanguinario. Parece que caminase
dentro de un aura de terror, de maldad, totalmente exenta de sentimentalismos y
de piedad. Parece que el aire que circula a su alrededor conformase los muros
de un horno crematorio del que no existe más salida que su precaria
respiración. Da la impresión de que hubiese sido un personaje acostumbrado a la
elocuencia y al manejo de las masas porque trasmite una espeluznante sensación
de autocontrol que se acrecienta cada vez que está caminando por el jardín,
cerca del resto de pacientes del sanatorio.
El personaje siniestro
se ha detenido en seco. Germán no sabe qué hacer. Decide detenerse también. Le
ha costado tomar esa decisión pues cuando tiene un objetivo marcado en su
cabeza no se paraliza por nada. Recuerda la Marcha
de la sal y las duras caminatas en pos de demostrar su entereza. Su
contrario se ha vuelto a poner en movimiento. Y lo hace totalmente ajeno a los
propósitos del pequeño hombrecillo vestido de lino que no le quita ojo de
encima. Él le sigue.
Han transcurrido varios
minutos y Germán se ha colocado unos pasos detrás del otro. Al que se hace
llamar Grande de alma le cuesta
avanzar. Se mueve con dificultad sobre el césped. Hay momentos en los que
percibe las distancias entre ambos como un istmo inestable y peligroso. Igual
que el que se abre entre la violencia y la no violencia. Recapacita sobre la
trayectoria de las vidas de ambos. Desea que las distancias no existan en su
mente, que los sentimientos positivos estén por encima de la razón. Pero intuye
que va a ser imposible.
Germán aprovecha un
descanso de su rival para mirar hacia otra dirección y pensar en otra cosa,
como si estuviese temeroso de que el de la tez pálida le adivinase los
pensamientos y echase a perder su plan. Se sienta en el suelo y murmura como si
rezase.
—A este lado del muro
todos piensan que uno ya no sufre, que es un vegetal a buen cobijo, que es
dueño de toda la felicidad que la vida le ofrece. Acaso se equivocan. Muchos
piensan que la felicidad completa existe y que tiene mucho que ver con la
química que nos dan.
El otro se ha girado y
se ha quedado mirando por un instante la insignificante figura que mueve los
labios a varios metros de distancia. Germán le ve de reojo y continúa su
diálogo interior.
—El sufrimiento es un
futuro hecho realidad por la crueldad del pasado. Un pasado que se perpetúa en
la parda oquedad de la memoria con todo el dolor que el alma puede sentir.
También es un hoy con el sabor de la angustia y el ritmo de la desesperación
que jamás pasa deprisa.
Germán levanta los ojos
e intenta ver algún signo de arrepentimiento en su antagonista. Y vuelve a
meditar.
—No hay imagen,
certeza, ni duda que valga una sola palabra de arrepentimiento en este hombre.
No hay ningún gesto que exprese un guiño sesgado sobre el perfil de los
recuerdos, porque recuerdos apenas quedan en sus ojos, ni imágenes de la
dimensión de la tragedia que arrastró a todos los hombres que le siguieron, y a
los que sufrieron su despotismo.
Germán sabe que ante
los ojos del otro, él no ha sido más que un títere de la idiotez, un muñeco
flaco y taciturno que ha ido por el mundo predicando utopías inalcanzables y
perniciosas para la humanidad. Sin embargo, guarda aún entre sus flácidas
carnes un niño que cuida el tesoro de su fidelidad, de su respeto a los
hombres, a la naturaleza y al mundo. Ese niño ha sido modificado por los años,
por la ropa que él mismo teje, por la dieta vegetariana que intenta llevar, por
la tierra que bebe diluida en agua en la oscuridad de su habitación. Sabe que
es un niño maleable a pesar de su vejez.
Los dos han reanudado
el paseo. Los dos andan en sus mundos opuestos.
Germán piensa que si le
habla con firmeza, el otro, seguramente ni le contestará. Le mirará con ojos
velados, con una mirada perdida e hiriente en la que el negro parpadeo de las
balas temblará bajo sus párpados. Le sumirá nuevamente entre un vaho de
desprecio e indiferencia. Luego seguirá su paseo alejado de cuanto pueda
contradecir su travesía por los años en que fue señor absoluto de la luz y las
sombras, pieza angular del imperio.
Tiene que intentarlo
ahora. Germán piensa que ha de acercarse con sigilo y darle las gracias por la
sensatez que le nació en su interior para afrontar la vida después de conocer,
con todo lujo de detalles, el horror generado por la locura totalitaria, por el
odio proyectado en tantos millones de inocentes. Ha de darle las gracias.
Reiteradamente. No sabe cómo se lo tomará. Pero puede ser un buen comienzo.
Después ha de
agasajarle por el vigor que los crímenes cometidos por los suyos provocaron en
su forma de afrontar la vida. Ha de aprovechar el brote inesperado de su
imaginación, de su templanza, de su sabiduría y perseverar en el impulso de los
dardos de sus palabras para intentar que lleguen hasta el fuego infernal del
interior del otro y consigan modificar sus pensamientos, su estrategia, su
filosofía. Y luego debe poder asombrarse con el color de las brasas que puedan
quedar después de que ardan las astillas de su ingenio entre las posibles
llamas de la incomprensión.
Al otro le conocen
sobradamente en el sanatorio. Es raro el día que no monta un espectáculo. Los
celadores apenas le llaman por su nombre: Hipólito. Salvo en algunas ocasiones
en las que los formalismos les obligan a llamarle por su nombre de pila, el
resto de las veces le suelen llamar de mil formas diferentes. Han aprendido a
hacerlo a base de ironía en unas ocasiones y mala leche en otras.
Hipólito camina ajeno a
las pretensiones de Germán. Ayer, el recuerdo le atacó de forma inesperada. Lo
hizo de frente, sin contemplaciones, de forma furibunda, como un caballo
desbocado que avanzaba hacia él sin jinete que le guiase y que iba cubierto de
sangre y de odio. Luego el caballo se convirtió en un corcel alado que saltaba
vertiginosamente sobre las cenizas y las columnas de humo de los hornos
crematorios, los cadáveres putrefactos, las ruinas de los palacios, y los ecos
agónicos de la cultura. Cuando se quiso defender de esa visión apocalíptica era
tarde, demasiado tarde, se había instalado en su mente y el caballo alado
pastaba del pienso de la desolación y de la impotencia.
En los últimos días,
Hipólito ha perdido las ganas de exponer al resto cuáles son los ejes
fundamentales de su lucha. Tiene la sensación de que su auditorio no conecta
con el mensaje que quiere trasmitirles. Es un mensaje para salvarlos de la
opresión de los celadores, de las fronteras de los muros del sanatorio, de la
conspiración masónica que les inoculan con inyecciones y pastillas. Quiere que
le ayuden a construir un nuevo orden mundial en el que su raza, la raza
universal de los vencedores, controle el mundo.
Germán anda
formulándose de nuevo lo que quiere preguntarle a Hipólito. Son muchas cosas.
Por ejemplo, quiere saber si pueden transformarse las lágrimas de los niños
recluidos en campos de concentración en gotas de nieve. Y luego en humo. Quiere
escuchar de nuevo la voz del dictador justificando el exterminio. Quiere saber
qué opina de ello. Quiere saber si los muertos siguen creciéndole en las
entrañas como champiñones con pijama a rayas.
A Germán le gustaría
que Hipólito entendiese sus preguntas, que les otorgara el sentido exacto, que
las escuchara como una formulación simbólica que comienza y termina en la
intimidad de ambos. Lo que más le agradaría es que Hipólito pudiese ofrecer a
sus conjeturas y a sus preguntas una respuesta sincera. Aún tiene la esperanza
de poder escuchar una razón convincente que pueda calmar la urgencia de su
desasosiego como sólo pueden hacerlo los designios de los elegidos y la
magnificencia de los dioses.
Cuando conteste a sus
preguntas, Germán quiere que Hipólito vierta sobre sus oídos el sonido de la
realidad que ocasionó con su fantasía, que reproduzca los estertores de la
agonía que materializó con su maquinaria bélica. Hoy y ahora. Aquí mismo. En
este preciso segmento del discurrir de la eternidad, en este momento
crepuscular y alejado de toda sumisión, de toda estética de lo conveniente, o
de la obligación de las circunstancias. ¿Por qué tanta violencia? ¿Por qué
tanto odio? ¿Por qué tanto crimen? ¿Por qué tanta vejación de la naturaleza
humana?
Hipólito quiere que su
interior pueda abarcar toda la dimensión aciaga de la historia y que las
entretelas del mundo puedan verse con un cristal de aumento que ponga al
descubierto las tripas del hombre. Y ser él quien coloque las tripas de la
humanidad en el lugar que desee, bajo su yugo, bajo su esvástica. Porque hay
hombres de dos tipos: los que merecen la muerte y los que son dueños de ella.
Los dos desean cosas
diferentes. Quieren que sean hoy y ahora.
—Que me diga por qué.
Que me diga para qué. Que me diga y ahora qué.
Germán repite sin cesar
estas palabras. Por eso se acerca con toda la decisión de que es capaz y con
una ansiedad infrecuente en sus actos.
Tiene que ser hoy y
ahora.
Ha de conocer sus
respuestas, aunque en el fondo piense que la mayoría de los hombres deben saber
ya las consecuencias de sus actos. Germán intuye que el común de los
mortales maldice en silencio a su
oponente, porque no comprende que ningún humano le pueda justificar. Sin
embargo Germán quiere que Hipólito ya no sea objeto de todas las oscuras
elucubraciones de las sectas satánicas, ni de los grupos neonazis, ni de los
intolerantes, ni de los fascistas, ni que los actos ocultos de su vida sean
fruto de tantas adivinanzas no contrastadas. Para evitar que sigan vertiéndose
ríos de tinta sobre el dictador universal, Germán quiere conocer la verdad de
la boca de quien provocó la barbarie, y que esa verdad viaje por las ondas de
la radio y de la televisión hasta el último rincón del planeta, que se plasme
en los libros, que se difunda para que no se vuelva a repetir.
Germán tiene la
esperanza de averiguar cuáles fueron las verdaderas motivaciones del dictador,
aunque no pueda asegurar que pueda conseguirlo, lo va a intentar. Es consciente
de que jamás brota a primera vista la verdad de las cosas. Sí el deseo de
posesión sobre ella. Por eso deberá analizar qué se oculta tras las palabras
que consiga extraer del personaje que ahora mira hacia el horizonte unos pasos
delante de él. Ese hombre fue capaz de poner millones de personas a sus
órdenes, fue capaz de cambiar sus percepciones de la realidad, fue capaz de
hacerles ver a animales repugnantes donde sólo había seres humanos que querían
vivir en paz.
Está solo a dos pasos
de Hipólito.
Germán siente el dolor
de las víctimas en la espalda de Hipólito. Él desaprueba todo tipo de
conflictos, incluso los religiosos. Sabe que la humanidad no podrá liberarse de
la violencia salvo a través de la no violencia, que su verdadero dolor y
también su verdadera alegría viajan dentro de la piel de los que opinan como
él. El dolor yaga. La alegría repara. Mientras piensa, a pocos metros de ambos,
tres pacientes se han enzarzado en una tremenda discusión. Uno llama racista al
que le ha dicho que se suba al árbol y mee desde una rama. Otro dice que vendrá
el dueño del árbol y lo cortará para hacer su ataúd. El tercero les dice que no
han leído a Tolstoi y que son unos miserables hijos de mala madre. Los tres
están golpeándose sin miramientos al grito de esta tierra es mi patria. Como
salidos de la nada, seis celadores se han presentado ante ellos blandiendo
lazadas. Al verlos llegar, los tres pacientes se han echado al suelo y les han
implorado perdón. Los celadores han considerado la situación y han permitido
que continúe el tiempo de paseo por el jardín.
Y todo eso acontece a
pocos metros del seto. Hipólito no ha sido ajeno al altercado. Con los ojos
inyectados en sangre ha contemplado la escena. La impotencia le carcome por
dentro. Ha reconocido en uno de los tres pacientes a un judío, en otro a un
comunista y en el tercero a un posible masón amigo de la cultura. A todos los
considera inferiores, subhumanos, un peligro para la especie a la que
pertenece. Vuele los ojos hacia el seto y considera el esfuerzo necesario para
escalarlo.
Germán, sin embargo, ha
observado la escena con resignación. Si se hubiesen llevado a los pacientes
quizá hubiese contemplado la posibilidad de hacer huelga de hambre en protesta.
Es su método de lucha contra la opresión. Ahora, en el lugar donde antes se
sacudían los implicados en la disputa, los celadores sienten las respuestas
cutáneas a la diferencia de temperatura, al frío instantáneo que les produce el
agua que riega el jardín mediante aspersores, y que alguien ha puesto en
funcionamiento a deshora.
El agua no llega hasta
donde están Hipólito y Germán. Éste recuerda que hay suficiente agua para la
vida humana pero no para la codicia. El otro sigue mirando al seto pensando que
al otro lado ha de haber otros que piensen como él, que no está todo perdido,
que sólo se ha producido un espacio de tiempo entre una etapa y otra. La lucha
ha de continuar. Germán, ajeno a las
ideas de Hipólito, agradece el tacto del aire de esta mañana. Ambos perciben
que los sentimientos que les definen están allí, en lo más hondo de sus
esqueléticas figuras y que es allí donde se oscurece el sentido de las cosas y
aparece la insistencia de la muerte.
Germán cree que el
hombre que está tan sólo a una zancada de distancia, ha de poseer sentimientos.
Si no fuese así no podría llamarle hombre. Es algo evidente, como el perfume de
los rosales, el color vivo de sus flores, la tersura de las hojas de los
castaños, y el generoso cadmio del cielo. Ese otro hombre ha de tener
sentimientos, se repite sin cesar, con la duda de dar o no el último paso. Ese
hombre ha de conocer lo que es una sensación, aunque esté condicionada por su
forma de ver las cosas. Debe tener, en algún remoto lugar de su cuerpo, algún
sentimiento que corra por su sangre como un corzo sin destino, una señal sin
demagogia, o una luz remota de la que no conozca ni principio ni final. Germán
piensa que en algún lugar de su cuerpo ha de haber sensaciones corrientes, ni
tan malas, ni tan buenas, sólo pulsiones con el peso de la relatividad cayéndoles
por los costados.
El anciano domador de
voluntades violentas no quiere ser paternalista. Quiere comprender, y asumir
que en el fondo, entre los huesos de ese otro hombre, viaja la soledad dolorosa
de un humano que equivocó su rumbo, y que esa soledad no se diferencia mucho de
la que puede sentir cualquier otro de los humanos. Él mismo. Se parecen. Y por
tanto podrían entenderse. La soledad les une.
Germán se arma de
valor. Se acicala la ropa. Toma la decisión de dar el último paso justo después
de murmurar, cuidando de que aún no le escuche, algunos pensamientos que
alienten en su interior la energía suficiente para colocarse a la altura del
otro.
—Procuraré hablarle con
paños calientes. O mejor en su estilo: directo al tema. El momento ha llegado.
Le voy a hablar.
Germán da dos pasos y
se coloca, girando un poco su posición, frente a Hipólito, en su izquierda.
Traga saliva. Hincha los pulmones. Exhala el aire. Le mira directamente a los
ojos, hace esfuerzos por mantener la intensidad de la mirada, y se dispone a
entrar en diálogo. El otro, un tanto sorprendido, se ha quedado mirando al
hombrecillo de la túnica de lino y ha adoptado una pose hierática.
—Buenos días. ¿Dando un
paseo por el jardín? ¡No! La mañana es propicia para eso.
El otro no contesta. Ni
tan siquiera asiente. Germán va al grano.
—Señor Hitler.
Discúlpeme si el tratamiento no es el correcto. Me acerco a usted con el debido
respeto. Tengo que preguntarle algunas cosas que me preocupan muchísimo, y así
lo hago, no sin antes rogar a su excelencia el beneplácito de su insigne poder,
por mi osado atrevimiento.
—¿Es usted ese
insensato que me escribió en una ocasión pidiéndome que parase la guerra y que
pidiese a los ingleses que dejasen libre a la India? ¿Es usted ese tal Gandhi?
—Bien sabe su
excelencia que sí. No tuvo usted la gentileza de contestarme. Por cierto. Pero
ahora podría iluminarme tan sólo sobre algunas cuestiones que me intrigan.
—Mi tiempo es oro. Sea
breve.
—Sí. Señor Hitler. ¿Lo
primero que quiero saber es si el mundo sigue dando vueltas entre sus manos o
si es entre las manos de los seguidores de Chaplin donde da vueltas?
Hipólito gira
bruscamente la cara y mira a Germán con un furor descomunal en sus ojos. Se
yergue aún más sobre sí mismo. Adquiere una pose mayestática, imperialista,
echa los hombros hacia atrás y contesta.
—El mundo es mío.
Absolutamente mío. Los payasos están a mis órdenes. Llevan mi sangre. La sangre
inmaculada de la raza que ostenta el poder y que impone el orden. Yo soy
Chaplin. Yo soy Hitler. Y usted no es nadie. Ya se lo dije.
Germán enarca
ostensiblemente una ceja y muestra su rostro con un rictus de confusión
acentuado por su enojo. Está a punto de recriminarle su soberbia pero modera su
lenguaje.
—Yo soy la conciencia
de los hombres. La misma conciencia que le interroga sobre su violencia, sobre
su holocausto.
—Yo elimino de la faz
de la tierra lo que no tiene derecho a la vida. Señor Gandhi…A gentuza como
usted.
—La vida y la muerte no
son sino caras de una misma moneda. Usted no es dueño de ellas. Tan sólo ha de
servirse, siempre con humildad, de una cara: la vida. Y ha de ser para llegar a
la verdad por medio del amor. Señor Hitler…El amor y la verdad son los
objetivos del hombre. Y la paz el camino para llegar a ellos.
Hipólito estalló en una
risa hiperbólica, excéntrica e histriónica.
—Ja. Ja. Ja. Ja. La
vida es poder. Señor Gandhi. Poder y dominio. Poder y paz. Poder y verdad.
Poder y amor a la patria. No existe otra clase de amor…Usted jamás entenderá la
dimensión de esos conceptos. No está capacitado para ello.
Germán se mordió la
lengua. Respiró tres veces. Y lo volvió a interrogar.
—¿Por qué la violencia?
¿Acaso es menos fuerte la razón? ¿Tiene sentido matar para legitimar el poder,
si el poder viene dado por el respeto, y el respeto se gana con la sabiduría,
el conocimiento, la justicia y la bondad? ¿Acaso no son todos los hombres
iguales? ¿Le han amado alguna vez?¿Odia al mundo porque no le ha dado el amor
que necesitaba?
Hipólito se sintió
abrumado por tanta pregunta a la vez. Comenzó a bufar con fuerza. La inquietud
le llevó a bracear con nervio y estalló de ira.
—Maldito despojo. ¿Cómo
se atreve?...Estúpido. Soy Hitler.
—Oiga no ofenda mi
dignidad. Yo soy Gandhi.
Hipólito, totalmente
fuera de sí, comenzó a gritar a Germán, a insultarle y a ordenarle que de
inmediato se pusiera en posición de firmes y en el primer tiempo del saludo.
Echaba espuma por la boca. Germán entró en su dinámica y levantó los brazos
para hacerse la víctima. El otro lo entendió como una agresión y comenzó a
llamar a los suyos.
—A mí las SS. A mí la
Gestapo. A mí el tercer Reich.
Germán permaneció
estático mientras Hipólito aumentó el ritmo de los insultos, los gritos y las
descalificaciones. Su voz ronca y distorsionada por la furia se expandía por
todos los rincones del jardín.
Los celadores no
tardaron en advertir la circunstancia que se estaba produciendo en uno de los
extremos del jardín y desde el puesto de control comenzaron a escucharse los
sonidos de las alarmas y de los silbatos. Cuatro celadores acudieron como una
exhalación al lugar donde se estaba produciendo la discusión. Les enfundaron
dos camisas de fuerza a los contendientes y apretaron los correajes en un
momento. Germán permaneció totalmente estático, no opuso ninguna resistencia.
Su rostro mostraba una extraña expresión de paz y de satisfacción. Hipólito
forcejeaba con toda la energía que era capaz de generar intentando escapar de
sus captores.
No fue fácil. Pero una
vez que Germán estuvo inmovilizado, los cuatro celadores se aplicaron con
eficiencia sobre Hipólito. Éste sintió la punzada de una aguja atravesando su
piel. Seguía masticando su odio, refunfuñando y maldiciendo, cuando comenzó a
notar los efectos sedantes del fármaco que le habían inyectado.
Los celadores
condujeron a cada uno a su destino. A Germán le dejaron sobre su cama y
cerraron la puerta de su habitación después de administrarle las pastillas que
le tocaban a esa hora en su medicación diaria. A Hipólito le arrojaron sin
miramientos en el interior de una celda de cuatro metros cuadrados, con suelo y
paredes acolchadas e insonorizadas. Poco a poco iba recuperando la percepción
de la realidad cuando sintió el sonido opaco de la puerta al cerrarse. El golpe
explotó en sus oídos igual que las bombas aliadas sobre Berlín.
Germán sabe que el día
ha terminado. Que ya no saldrá a comer con los demás, ni verá la televisión por
la tarde, ni disfrutará de unas horas en el taller para hilar su ropa, ni podrá
ir al huerto para seguir cultivando sus verduras. Tampoco podrá asistir a la
tertulia con los celadores después de la cena, esas horas en las que tiene la
impresión de que su vida tiene sentido, de que los que le escuchan comprenden
que si se aplica el ojo por ojo, al final todo el mundo quedará ciego; esos
instantes en que les dice que ni el capital es más importante que el trabajo,
ni el trabajo más importante que el capital, y que hay sitio para todas las
criaturas en el mundo. Germán se relaja. Piensa en Hitler. Siente pena por él…Y
la compasión le inunda el pensamiento mientras se siente satisfecho por lo que
ha realizado hoy.
Hipólito se acurruca en
un rincón de su celda. No se acuerda de lo que ayer tenía claro. La respiración
marca el pulso de su vida y le basta. Se duerme…
Ve pasar las hojas del
hastío por las paredes. Sabe que eso le mata. Se duerme…
No recuerda lo que
decía hace unos minutos. Su cuerpo no obedece al ardor de su sangre por cambiar
el mundo. Se duerme…
Comienza a escuchar el
silencio. Pierde la noción de la cosas. Se duerme…
El olvido cura. En
algún lugar del cielo todo lo que se mueve será dulzura. Se duerme…
Ayer ya no existe. Hoy
está a punto de no ser. Se duerme…
¿Y mañana?... Se
duerme…
Esa clase de tiempo ya
no tiene sentido…
RELATOS
13 de Noviembre de 2014
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
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