LA MIRADA
A Flash Vate le conocen
más por su nombre de pila que por su apellido. El hecho tiene que ver con su
profesión. Es fotógrafo. Sin embargo a él le gusta llamarse Vate por la
asociación con la referencia de poeta que tiene la palabra. Se siente feliz
cuando va con su cámara al hombro en busca de la foto impactante, aquella
instantánea que refleje mejor la realidad. Hoy ha disparado su cámara digital
de última generación en muchas ocasiones. Ahora quiere ver el resultado de su
trabajo y se ha sentado frente a la mesa de su estudio con todos los
instrumentos preparados para seleccionar la mejor fotografía y convertirla en
una obra de arte. No imagina lo que le espera.
Flash adquirió su
oficio en la Escuela de Ciencias de la Imagen de Nueva York. En ella conoció
todo lo relacionado con la fotografía: técnicas de revelado, sensibilidad de
las películas y respuestas ante la luz recibida, encuadres, y otras mil formas
de obtener la imagen. En su primer día de clase conoció, con asombro, que el
instrumento que hizo posible la fotografía databa de la Edad Media. Se llamaba
cámara oscura. Le explicaron que su funcionamiento estriba en que los rayos
luminosos se propagan en forma rectilínea y que la cámara oscura es una caja
hueca ennegrecida por dentro que tiene un orificio en una de las dos caras. Y
pudo entender cómo los rayos de luz reflejados en los objetos del exterior
atraviesan un orificio y forman una imagen invertida en la pared opuesta de la
caja. Luego le dijeron que los hermanos Lumière consiguieron el primer
procedimiento de fotografía en color.
Sin embargo, a pesar de
sus amplios conocimientos sobre la técnica fotográfica, su mejor escuela han
sido las calles de Brooklyn, la ciudad de los árboles, las casas, las iglesias
y la gente. El barrio neoyorquino es célebremente conocido por su enorme
variedad de personas, de todas las razas y condiciones. Un cartel lo identifica
como “Home to everyone fron everywhare”, es decir, “hogar para cualquiera de
cualquier lugar”. Flash tiene una foto junto al cartel enmarcada en su estudio
que sitúa junto a la de Emily cerca de su mesa de trabajo.
Ahora son casi las doce
de la noche. Flash ha pasado el día fotografiando los rincones de la ciudad,
explorando el movimiento y las otras caras que posee lo visible. Ha recorrido
gran parte de la Avenida Ocean y de Coney Islan. Ha intentado captar con su
cámara el tiempo, el espacio, el silencio de los hombres y los sonidos de la
urbe. Pero no ha encontrado ninguna imagen similar a la de Emily.
A lo largo del día ha
intentado ser creativo. En algunas ocasiones ha optado por impresionar sobre el
mismo negativo ya usado, por colocar sobre la sombra de un objeto ya
fotografiado otra imagen contrapuesta. Lo ha hecho como si tratara de
reproducir su propia verdad. En otras ocasiones ha querido retratar la figura
que tenía ante sí combinando dos luces, o acaso dos sombras. Igual que si se
tratara de la realidad y el deseo. Y no ha podido olvidar que el objeto de su
deseo está a muchos kilómetros de distancia de donde se encuentra su realidad.
Flash ha sacado las
primeras pruebas. Mientras las observa, intenta ver, con algo de perspectiva o
de alejamiento, la obra realizada. Es como si mirase su propio yo a través de
las huellas de los fotogramas. Va pasando lámina a lámina. Mira los negativos
con lupa. Procura detenerse en cada detalle, en cada ángulo, en cada color, en
cada figura, en cada sombra y en cada luz. Se pregunta por el significado que
poseen algunas imágenes, sobre todo aquéllas a las que sólo su imaginación ha
dado contenido.
Faltan muy pocos
minutos para las doce en punto. Sabe que está haciendo lo que siente, siguiendo
los dictados de su vocación. Recuerda algunos de los textos de Charles Bukowski
en los que pinta con palabras el realismo sucio y se siente con la misma
independencia del autor símbolo de la realidad. Comienza a tener claro la
oculta alianza existente entre la poesía y la fotografía. Una alianza en contra
de todos los elementos que nos condicionan y en contra de todas aquellas
circunstancias que nos obligan a vivir como no quisiéramos. Una alianza nada
convencional, y en absoluto alineada bajo unas siglas, o encasillada en una
organización jerarquizada. Piensa que esa alianza es algo que sucede sin más
para poner un poco de orden en el caos, un antídoto contra el vértigo.
Se siente un poco
cansado. No es un cansancio físico, es el tedio que ocasiona la soledad. Echa
de menos a Emily, a sus comentarios sobra la vida, a sus chispazos agudos y
mordientes, a su manera de ver lo significativo, lo que realmente importa. Deja
las láminas que le quedan por analizar sobre la mesa sin advertir que una de
ellas ha quedado con una esquina fuera de la alineación con que quedan el
resto. Saca del cajón su vieja grabadora. En ella suele guardar algunos de los
pensamientos que le afloran, como por arte de magia, en medio de la noche y de
la soledad. Pulsa el botón inicio y grava:
—Todos poseemos algo de
cansancio en la mirada cuando el tiempo cede a nuestros impulsos y nos muestra,
en blanco y negro, las consecuencias de no creer en nada, de no comulgar con
ruedas de molino, ni con las doctrinas que intentan inocularnos desde los
poderes establecidos. Entonces leemos en las páginas del recuerdo. Lo hacemos
sin hacer ruido, con una sonrisa irónica dibujando la comisura de nuestros
labios. Luego tiramos por el retrete todo lo que son desechos de la vida. Y nos
duele. Nos miramos al espejo y vemos cómo nuestra cara es una cicatriz sin
fondo, una triste mueca de la realidad que no acertamos a definir. Pensamos que
la vida es un sumidero de ilusiones que se arrastra por las calles, por las
estaciones, por los aeropuertos. Todo parece una promesa que queda siempre por
cumplirse.
Flash pulsa el botón de
stop. Respira profundamente y levanta los ojos al techo de la habitación como si
buscara la imagen de Emily. Las sombras se han adueñado de las esquinas y sólo
la luz refulge delante de su mesa como un chorro de color blanco que anuncia
una claridad parcial en la habitación. Baja los ojos y los lleva hasta el
pequeño paquete de imágenes que aún no ha examinado. Le llama la atención la
esquina sobresaliente de una de ellas. La coge con la punta de los dedos de su
mano derecha y tira de ella. La imagen queda ante sus ojos como una revelación
instantánea. No recuerda haberla hecho. Es más, después de pensar un poco, está
completamente seguro de no haberla realizado. No sabe cómo ha llegado hasta sus
manos.
Mira la fotografía con
toda la atención que su cansancio le deja poner en una instantánea sorprendente.
Es el rostro de un payaso al que unas manos femeninas le han tapado los ojos.
Está en blanco y negro, salvo por el detalle rojo de su nariz postiza. La
expresión del rostro es serena. —Es la metáfora de la realidad que vivimos,
—piensa—. O tal vez mi propia realidad, la de un pobre payaso al que una mujer
ha dejado ciego. Sin duda.
Flash conoció a Emily en
una sucursal de National Geographic. Recuerda que estaba hablando con la
persona que habitualmente le atendía para entregar las últimas fotografías que
había realizado cuando Emily se acercó a la mesa para recoger el paquete de
fotos. Al mirarla a los ojos intuyó que era una mujer inteligente, echa a sí
misma, luchadora, realista, leal... Mientras los presentaban pudo ver que era
una mujer resuelta, de formas equilibradas, pelo castaño y unos ojos color miel
muy vivos. Pero también intuyó algo extraño en su interior, algo que entonces
no supo identificar.
Durante varios años los
dos se veían en el trabajo cada vez que Flash llevaba sus fotos. Emily era la
encargada de la sección que hacía posible que el trabajo de Flash fluyese con
normalidad. En cada una de las conversaciones que mantenían se iban imponiendo
las ironías, los diálogos con doble sentido, el humor… Ambos tenían una enorme
capacidad para producir momentos de bienestar que alejasen los fantasmas de la
cruda realidad del trabajo diario.
Flash no se planteó
nunca ir más allá de aquella relación inteligente en la que las miradas se
cruzaban, una y otra vez, manteniendo un diálogo ajeno a los demás, con
expresiones que sólo ellos entendían. Entre broma y broma, también se
alternaban algunas conversaciones, serias y más personales, en las que una y
otro hablaban con sinceridad de sus puntos de vista ante la vida, la sociedad,
el mundo…
Emily estaba casada y,
a tenor de lo que contaba, no había ningún tipo de fractura en su matrimonio
más allá de los pequeños conflictos rutinarios. Sin embargo, había momentos en
los que sus ojos reflejaban un hilo de tristeza. Entonces Flash seguía jugando
con las ironías y el humor para hacerla reír. Lo hacía sin más pretensiones de
las que se derivan de querer hacerle pasar el día de la mejor forma posible.
Las visitas de Flash a
la agencia eran continuas y los momentos felices se multiplicaban entre otros
momentos en los que las tensiones del trabajo impedían una comunicación fluida.
Pero todo comenzó a cambiar cuando Flash supo de boca de Emily que la
trasladaban a la oficina de otro estado para incrementar la plantilla de una
sucursal que necesitaba gente con experiencia.
Conforme fueron pasando
los días, Flash fue sintiéndose más extraño. Comenzó a comprender que Emily le
importaba más de lo que él mismo creía. Y entonces miraba con atención cada uno
de sus gestos para ver sí ella sentía por él algo más que una amistad
circunstancial. Así fue como comenzó a interpretar cada gesto, cada palabra,
cada silencio, y a introducirse dentro de un mundo de dudas y de desconcierto
que condicionaba sus acciones.
Cada día le costaba más
mantener su frescura imaginativa, su buen talante, su chispa. Vivía dentro de
una terrible lucha interior que sólo él conocía y reprimía constantemente sus
impulsos para contarle a ella lo que le estaba sucediendo y lo que realmente sentía.
Eso le provocaba realizar acciones en las que no se reconocía, utilizar expresiones
que no eran propias de su carácter romántico y apasionado. Estaba perdiendo su
libertad sentimental, y a qué precio.
Las fechas del
calendario seguían su ritmo inexorable. El día de la despedida de Emily se
acercaba. Flash conoció los preparativos de la fiesta sorpresa que los compañeros
de Emily estaban diseñando. Y participó en ellos con una cierta agonía en la
sangre. Pronto dejaría de verla y lo que tenía que ser alegría por un futuro
mejor para ella, se transformaba en un profundo sentimiento de tristeza por no
tenerla cerca de él. Aún recuerda los gestos de complicidad con los empleados
de la sucursal cuando le advertían de que ella nunca supiese nada de lo que le
estaban preparando. Eran momentos complicados para él en los que debía mantener
una actitud que no delatara sus verdaderos sentimientos. Y recuerda lo que ella
decía en los momentos difíciles: —El que quiera que me quiera como yo soy. Y el
que no me quiera, me da igual. Es lo que hay.
La noche de la fiesta
de despedida sus compañeros habían invitado también a otros colaboradores entre
los que estaba él. Flash esperaba ese momento para ver si afloraba una
emotividad que parecía secuestrada en el interior más profundo de Emily,
consecuencia quizá de una vida dura en la que había tenido que revestirse de
fuerza para seguir adelante. Y pudo percibir con extrañeza cómo Emily afrontó
todas las muestras de cariño de que fue objeto sin derrumbarse en ningún
momento.
En otras ocasiones
había vivido momentos en los que la voz de Emily había sufrido pequeñas
alteraciones, leves cambios de tono, momentos en los que Flash había sentido
que el simple roce de una mano se había convertido en un mapa de sensaciones
parecido al del cielo. Esos instantes se alternaban con espacios en los que
ella se alejaba y se mantenía ocupada con sus tareas y responsabilidades.
Durante la fiesta Flash
apenas pudo hablar con ella. Entendió que debía de ser así, era el centro de
atención y se debía a las personas con las que había trabajado durante varios
años. Pero Flash hubiese querido quedarse a solas con ella, pasar toda la noche
hablando de cualquier tema, incluso de sus sentimientos, del temor que sentía
al pensar que ella desapareciese definitivamente de su vida, del miedo a que su
amistad no pudiese dar un paso más hacia el interior de todas sus sensaciones,
de la agonía que le producía pensar en que no podría compartir con ella sus
pensamientos y sus proyectos de futuro, aunque solamente fuese una amistad, una
amistad verdadera, una relación en la que las palabras y los hechos fluyeran
con naturalidad.
El tiempo transcurrió
arrastrando las sensaciones de Flash hacia la nostalgia de momentos pretéritos,
paralizándole en ocasiones, dejándole atrapado en una duna de pensamientos, de
recuerdos, de vivencias, de miradas…
Y llegó el tiempo de la
despedida, un momento que se fue aplazando hasta el último instante. Flash le
dijo que no quería despedirse. Ella le contestó que no se despedían, que
tampoco iban a estar tan lejos como para no verse alguna vez.
Flash había pasado unas
horas en las que sus nervios habían sufrido una prueba de fuego. Era una de las
situaciones más desconcertantes que había vivido. No recordaba haberse sentido
así desde hacía muchísimos años. En su interior algo le decía que los ojos de
Emily hablaban más que sus palabras. Su intuición le decía que sentía algo por
él, pero no sabía si era afecto, algo más profundo, o simplemente pena y un
sincero agradecimiento por los sentimientos que podría tener Flash hacia ella. Atrapado
en tantas suposiciones se sentía ridículo, un iluso adolescente.
Sin embargo, la
evidencia vencía todas las conjeturas, ella se marchaba y él se acababa de dar
cuenta de que se había enamorado, de que había sucedido sin pretenderlo, con
toda la inocencia de quien no busca y encuentra. Estuvo a punto de hacerlo, de
confesarle sus sentimientos a quemarropa, de arriesgarse a perder la única
posibilidad que le quedaba de conservar su amistad, pero no dijo nada. Y ella
se marchó dejando dos fríos besos en las mejillas y un “hablamos” por toda
despedida.
Ahora, cuando ya han
pasado casi dos horas desde la media noche, cuando el ruido de la calle se ha
amortiguado en Brooklyn, Flash quisiera tener la capacidad de expresión de Walt
Whitman para poder pasmar en un poema todas sus sensaciones. Recuerda aquella
despedida de hace ya varios meses, aquel momento frío y lejano, como cualquier
adiós entre dos personas que apenas se conocen. Y le duele.
Se reprocha a sí mismo
no haber tenido la certeza suficiente en sus sentimientos para perder lo que
hubiese sido necesario, incluso su autoestima, e ir más lejos, haber sacado las
dotes de seductor que tanto había utilizado con otras mujeres y que con Emily
nunca se planteó siquiera, para haberla hecho suya. Pero ahora ya no servía de
nada lacerarse como un tonto que no ha utilizado sus mejores armas para
conquistar lo que ya no está a su alcance.
Durante los últimos
meses, Flash no llamó nunca a Emily, aunque lo pensara cada vez que miraba el
teléfono. Ella tampoco le había llamado. No tenía noticias de cómo le iba la
vida. Flash se había debatido muchas veces entre coger un vuelo a Los Ángeles,
la ciudad donde había sido trasladada Emily, y presentarse en la oficina con un
paquete de fotos y una sonrisa en la
cara, o intentar olvidarla buscando en otras mujeres, sin suerte, lo que
encontraba en ella.
El tiempo no perdona
las indecisiones, ni tampoco las consecuencias. Flash ha pasado casi dos horas
mirando fijamente la fotografía de Emily y la imagen fantasmal del payaso que
el azar ha puesto ante sus ojos. Y se ve reflejado en la cara del payaso, en la
serenidad con que afronta su destino, un destino en el cual, igual que al
payaso, una mujer le ha tapado los ojos, para tal vez, no poder ver más la
realidad. Y piensa en la primera vez que vio los ojos de Emily, en aquella
extraña sensación que no pudo definir en aquel momento, y que ahora supone era
un miedo encubierto a que la quisieran, o peor aún, era el temor a amar ella, a
verse desbordada por la vida y poner en riesgo su estabilidad y su matrimonio.
Sabía que Emily es de las personas que no le gusta dejar nada en manos del
azar. La vida le había enseñado a controlar todo lo que sucediese en su entorno.
El sonido del camión de
la basura saca a Flash del estado alucinógeno que sufre. Entonces recuerda que
en el lateral de su mesa tiene anotada una frase de Jacques Prévert. Alarga el
brazo, toma el folio y lee: El seguía su
idea. Era una idea fija y se sorprendía de no avanzar. Y piensa que al día
siguiente debe volver a la calle con su cámara de última generación bajo el
brazo. Debe salir con ilusión renovada. Debe seguir preguntándose dónde está la
verdadera realidad. Quizá encuentre la respuesta que busca en los ojos de los
demás.
Pasan cinco minutos de
las dos de la madrugada. Suena el timbre de la puerta del estudio. Es un toque
leve, casi tímido, pero suficiente para que Flash se dé cuenta de que hay
alguien al otro lado de la puerta. Se levanta de la mesa con extrañeza,
preguntándose quién llama a estas horas, —tal vez algún vecino con problemas—,
piensa.
Al abrir la puerta se
encuentra de frente con los ojos de Emily y su mirada inteligente.
—He encontrado tu
dirección en los archivos de la empresa y cómo andamos escasos de buenas fotos,
me he preguntado si tenías algún trabajo pendiente de entregar, ya que en los
últimos meses no he recibido ninguna foto tuya, y no me gusta que nuestros
colaboradores se relajen. ¿Es que se te ha agotado la memoria de la máquina?
—Mi memoria sigue
intacta —contestó Flash.
Los dos sonrieron. Una
mirada había sido suficiente para decirse todo lo que las palabras esconden y
los silencios dificultan.
16 de julio de 2014
Relatos
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Mariano Valverde Ruiz ©
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