LA ATALAYA DEL DESTINO
Levanta
la mirada
hasta
las últimas hojas
de
la vieja palmera
que
señala el camino hacia la playa
y
observa sus siluetas
como
si formasen una atalaya
desde
donde poder acomodarse
para
ver la luz del Mediterráneo.
Se
pierde en las tonalidades
del
azul que deslinda
los
ocres matutinos
con
que el tronco de la palmera
reta
al color y al equilibrio
para
componer con el aire
una
canción nueva a la vida.
Si
hay un destino para las hojas
de
la vieja palmera,
es
posible que sea hacer caricias
al
cielo de Terreros
con
las láminas de dulzura
que
un día nacieron en los desiertos
del
horizonte de Tabernas.
Nunca
creyó que su destino
estaba
escrito de antemano.
Siempre
pensó que su presente
lo
iría construyendo él mismo
con
lo poco que fuese arañando a la vida.
Pero
de todos los destinos
a
los que se puede aspirar,
hay
uno que siempre teme.
No
ha podido vencer el miedo
al
fatal desenlace
que
a todos nos espera.
Rememora
cómo temblaba
cuando,
en su infancia,
escuchaba
contar
que
alguien había muerto,
y
notaba el dolor o la tristeza
en
las personas ya mayores.
Entonces
no sabía
la
dimensión del hecho
que
envuelve a toda muerte,
pero
su terrible sospecha
le
atenazaba y le sumía
en
un temor desmesurado.
Para
alguien que crecía
con
la esperanza de vivir,
de
abrir sus ojos
a
un horizonte nuevo,
era
muy complicado
aceptar
la certeza de la muerte,
su
callada presencia,
esa
sombra que bifurca los caminos
de
la realidad y del anhelo.
Y
por eso,
aún
se agarra a la vida
porque
lo que hoy es,
solo
es hoy y ahora.
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