EN UN LUGAR DE ÁFRICA
No
sabe cómo ni de dónde
ha
llegado hasta el espacio que habita.
Tampoco
tiene idea
de
hacia dónde camina
cuando
el sol sale por el horizonte
y
rompe la maraña de las sombras
que
hacen de la planicie
un
lugar peligroso.
Ha
dejado sus manos
marcadas
en las rocas de las cuevas
y
sus huesos perdidos en las simas
de
las profundidades de la Tierra.
Hay
algo dentro de su mente
que
no puede explicar:
es
una fuerza misteriosa
a
la que llama espíritu o alma
y
que trasciende a toda lógica.
Quiere
encontrar explicaciones
para
todo lo que contempla,
lo
que descubre y lo que teme,
incluso
para lo que cree ser.
El
hombre mitológico
humedece
las manos e inicia el trabajo:
su
arcilla de alfarero toma forma
y
construye pequeños habitáculos
donde
las emociones
hacen
nidos con su alma
mientras
aviva el fuego
con
las señas de identidad
que
lo diferencian del resto
de
seres vivos.
Su
imaginación colma los sentidos
de
imágenes desordenadas
mientras
el tiempo pasa a su lado
con
una maleta de cuero.
La
naturaleza y el espacio
condicionan
sus obsesiones
más
primitivas.
Sufre
cuando adquiere conciencia
y
cambia la forma de ver
su
presencia en este planeta.
Quiere
permanecer
vinculado
a la vida,
aunque
tenga que ser a costa
de
su propia degradación.
Migra
por las montañas,
los
campos, los desiertos,
los
mares y océanos,
la
realidad del planeta
y
todos los misterios de este mundo.
Con
el paso de los milenios,
cambian
las formas del espejo
en
el que se mira para aprender
de
todos sus errores
y
aparece su propia imagen
en
un páramo desierto
que
han construido sus ambiciones.
Y
comprende que tiene
que
volver a replantearse todo:
su
forma de vivir
y
de estar en el mundo,
su
manera de ser humano.
Por
encima de sus deseos
más
primitivos,
ha
de imponerse un orden
sobre
todas las cosas
que
haga sostenible su presencia
sobre
la cara humilde de la Tierra.
Y
el hombre mitológico
regresa
al interior de todos los espejos
en
los que se ha mirado
para
volver a buscar su propia esencia.
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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