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Nunca digas que no matarás. Te lo
aviso. Este es el texto que puede leerse en una pegatina que hay en la parte superior
izquierda de la carpeta que Inocencio usa para guardar los guiones que está trabajando.
Siempre se ha considerado un hombre que se opone al uso de la violencia, es antibelicista
y un nostálgico de la expresión “haz el amor y no la guerra”. Los que creen conocerle
lo saben y aunque uno de sus lemas es el de la defensa a ultranza de la vida, no
se imagina lo que será capaz de hacer antes de que el alba ilumine el cielo de
Madrid. Tampoco lo que algunos están tramando a sus espaldas.
Lleva toda la tarde delante del
micrófono, dale que dale, imitando sonidos y poniendo voz a personajes de lo
más diverso. Comienza a presentir los primeros indicios de un síndrome de personalidad
múltiple. A veces nota en su interior unas alteraciones repentinas que le
preocupan: son violentas sacudidas provocadas por una ira cuyo origen
desconoce, que apenas duran unas milésimas de segundo y que intenta contener con
todas sus fuerzas. Los cambios químicos
de su organismo le desorientan momentáneamente. Son latigazos de adrenalina que
le trastornan, dificultan su capacidad de concentración y, a la vez, le
producen unos instantes de placer desconocidos para él hasta ese momento. Es
como si estuviesen incubándose dentro de sus vísceras los virus que activan el
gen milenario del instinto asesino.
—Ven aquí, gatito lindo. ¡Mira
qué tengo para ti!
En la pantalla de plasma donde se
reproducen las imágenes de la película, se ve cómo un ratón arrastra un muñeco
que simula un roedor que a su vez esconde un artefacto explosivo con la mecha
encendida. Tras la esquina de una calle pintada de amarillo, un gato camina de
puntillas detrás del muñeco. Va relamiéndose los bigotes.
La habitación del estudio de grabación
donde trabaja está en penumbra. El estilo es frío y funcional. No hay decoración
ni objetos superfluos, tan solo los materiales imprescindibles. Sobre la mesa
metálica, un flexo ilumina las cuartillas donde están escritos los diálogos.
Frente a los folios y a la pantalla, el doblador piensa mientras realiza su
tarea.
—A fuerza de transformarme en
gato, en ratón, en correcaminos y en yo
qué sé que otros seres animados, estoy a punto de no saber realmente quién soy.
Si yo fuese el encargado de las calderas de la mansión de Lucifer diría que estoy
hasta las rejas del infierno de realizar estrambóticas onomatopeyas y de
simular el sonido de ruidosos objetos inanimados. Pero no soy Pedro Botero, el
insigne diablillo que sale en las “comedias religiosas” de Tirso de Molina. Solo
soy Inocencio Entremeses, un humilde trabajador que depende de la fortuna ajena
para poder recoger unas migajas. Por eso me repito una y otra vez: ten
paciencia, compañero, no desesperes, la vida te tiene reservada tu mitad de
gloria y te la mostrará cuando menos lo esperes. Mientras tanto, dale al
micrófono. ¡Ah!... Voy a terminar
tarambana, como un cencerro.
Inocencio toma oxígeno y se
dispone a interpretar el siguiente texto del diálogo que tiene entre las manos.
—¿Dónde estás, maldito roedor?
Se lleva la mano al cuello y baja
la cabeza. Inocencio tiene la garganta al rojo vivo. Su lengua es una bandeja de
carne maltrecha que sostiene el sonido de
las palabras. Cuando, de vez en cuando, traga un poco de agua, ve las estrellas
desde un cementerio rebosante de cruces de hierro. No es una metáfora, es que le
duele como si frotara los tejidos de su tubo digestivo con un estropajo de
metal.
Intenta tragar algo de saliva
para aliviar la sequedad que le abrasa las cuerdas vocales. También la saliva le
rasga los tejidos cuando se desliza, tubo abajo, pasando por las cavidades de
la garganta y adentrándose en las oquedades del esófago como una lámina
estriada de acero.
—Cuando te pille, ratón del
demonio, me voy a hacer un pijama a rayas con tu pellejo.
La mayoría de las frases que
tiene que interpretar son cortas. Entre una y otra descansa, chasquea la lengua
con cierta parsimonia y recompone el ánimo. Ahora vuelve a tener sed. Su lengua
es la comparación alevosa de un latiguillo de cactus silvestre, tiene toda la piel
reseca y agrietada a causa de los rigores del desierto de arena por donde está
corriendo un gato negro tras un ratón mejicano.
Toma el botellín de agua entre sus
manos. Lo acaricia con las yemas de los dedos mientras no quita ojo de la
pantalla ni de los papeles donde sigue el orden de los diálogos. Aclara la voz
y ensaya un tono burlón para sus palabras.
—¡No me cogerás, gatito lindo!
Gira el tapón del botellín y alza
la mano. Su garganta espera el maná reparador del agua fresca. Traga con
cuidado, bebe a pequeños sorbos. El agua se filtra entre las arenas ardientes
de un desierto de carne irritada. —¿Quién me mandaría aceptar este trabajo?—
Piensa mientras dirige los ojos a la pantalla.
—No tienes escapatoria, ¡bestia
peluda!
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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