12
Hace unos minutos que Inocencio salió
del trabajo y ya parece que tiene otra cara. Se ha tranquilizado mientras
cenaba. Ha pasado por el bar Canijos
y se ha comido un bocadillo de calamares a la romana, una barra de pan llena de
anillas rebozadas y recién fritas que no se la salta una cuadriga en plena
carrera. Ha acompañado el suculento bocado con una rubia cerveza que era un
tercio del tamaño de su hermana mayor, la litrona. Después ha salido a la calle
resoplando y silbando la música del Padrino,
va completamente rehecho, como si la tinta de calamar hubiese recargado su
cansado vitalismo y estuviese ya dispuesto para seguir escribiendo su destino. Tras
caminar unos cincuenta metros y girar a la derecha, se ha dado de frente con un
cartel que le advierte con letras góticas que ya está en plena Gran Vía. Entre
tanto, su mente ha estado ocupada con el tema que le invade desde hace una hora
parte del hígado, esa cavidad donde se producen los ácidos necesarios para
digerir los platos más indigestos. Ahora
termina de consultar la guía de teléfonos y direcciones, y tiene las señas de
su agente marcadas a fuego dentro de su GPS humano.
—Está cerca de la Plaza de España.
¡Vamos para allá!
Mientras va caminando por la
acera, camuflado entre la gente, urdirá un plan para acabar con ese bastardo
que le quiere robar las mieles de la gloria.
—El plan ha de ser cuanto más
simple mejor. Los crímenes muy sofisticados terminan siempre dejando alguna vía
libre para la policía, algún cabo suelto que el sabueso de turno convierte en
nudo corredizo para ajustar alrededor del cuello del criminal. A mí no me va la
manera enrevesada que tienen algunos de cargarse a sus víctimas. Repito. Cuanto
más simple mejor.
Su mente repasa las películas
policíacas que ha visto.
—Hay que cubrirse las espaldas. Sería
bueno que mientras se me ocurre la forma de matarlo también fuese buscando una
coartada que me mantenga a salvo. Vamos a suponer que, por algún extraño azar, algún
día llegan a preguntarme dónde estuve a la hora en que se cometió el asesinato.
Claro que eso sólo puede suceder si interpretan que es un asesinato lo que le
va a ocurrir a ese ladrón de pacotilla. Por tanto, no nos adelantemos, lo
primero es ver cómo va a morir ese miserable representante del demonio, ese
traidor que me ha birlado, en mis propias narices, el papel de mi vida.
No encuentra una forma impune de
cometer el asesinato del agente entre los casos que recuerda.
—Tengo que improvisar sobre la
marcha. Estoy seguro de que algo se me ocurrirá. He de inventar el modo de
hacerlo sin dejar rastro. Es preciso idear la forma de consumar mis intenciones
en el momento más adecuado y de actuar según lo que, cuando encuentre al sujeto,
aconsejen las circunstancias que rodeen al presunto fiambre, que ya veo dentro
de su cajita de roble, tan mono él. Si el miserable está en su casa y solo,
facilitaría la tarea. Quizá una forma sencilla de hacerlo consista en llamar su
atención con alguna estratagema expuesta al margen del origen de mi visita, que
será pedirle la cuenta de lo que le debo, por supuesto, y entonces contarle, por
ejemplo, que he visto a un hombre alto y de aspecto siniestro, vestido con
gabardina gris y un sombrero de alas caídas, un hombre sin duda sospechoso, que
estaba vigilando su balcón desde la calle. La curiosidad le llevará a salir
para ver de quién se trata. Y cuando esté asomado al vacío…un empujoncito
certero y ya está. ¡Hasta luego Lucas! A representar actores al infierno.
Respira con satisfacción y sigue
elucubrando su plan.
—¿Y la coartada?... Antes pensaba
que no sería necesaria si todo sale a la perfección, pero…¿Y si no sale…?
Confío en mi buen hacer, pero…¿Y si los hados se confabulan en mi contra? Sí,
ya he decidido que debe parecer un accidente, pero, a pesar de todo, creo que
debo tener en cuenta una buena coartada que me cubra, no vayamos a tener
problemas. Quién me defienda debe de ser una persona que esté dispuesta a jurar
que yo estuve con ella toda la noche en la que el pavo se convertirá en chóped.
Ya lo tengo. La coartada será Marlén. He de actuar para que, sin que ella se dé
cuenta de mis movimientos, crea que
estoy a su lado mientras suceden los hechos que provoquen el final del agente. Entonces
nadie sabrá que yo voy a tener algo que ver en su trágico final. Teniendo en
cuenta que ella trabaja en ocasiones cerca del domicilio de la rata apestosa de
mi agente, me llegaré hasta La nuit,
le haré creer que estoy todo el tiempo en el local y, aprovechando su actuación,
iré a buscar a ese mal bicho y me lo cargaré como a una vil cucaracha. Luego
volveré discretamente hasta la sala y ya está. Todo el mundo contento. Tendré
el primer puesto para interpretar a Macbeth. Ya comienzo a intuir los aplausos
que el público, rendido ante mi sublime actuación, me dedicará. Ahora debo
llamar a Marlén para saber dónde está en este momento.
Inocencio está a la altura de los
primeros números de la calle Alcalá. A estas horas de la noche las aceras van
como todos los días llenas de gente variopinta y multicolor. Algunos peatones van
camino de sus casas después de tomar unas copas con los compañeros de trabajo.
Otros salen de sus casas para dirigirse al encuentro con sus citas y van camino
de los cines, de los teatros musicales, y de los numerosos locales de todo tipo
que blasonan los edificios de esta larga avenida. No por casualidad se la
conoce como el Broadway madrileño. La luz de los locales refleja el carisma de
la ciudad: de aquí al cielo.
Sigue caminando con cierta
tranquilidad no exenta de incertidumbre. Su silueta se confunde con la de las
imágenes de los seres que también buscan su parte de cielo desde las calles de
un Madrid cosmopolita y multicolor.
—He marcado varias veces el número
de Marlén en mi teléfono móvil y no contesta. No sé dónde estará a estas horas.
Aunque a todos los actores nos gusta meternos en el papel de otros y jugar a
inventar las vidas que desconocemos, lo cierto es que, en lo que se refiere a
Marlén, me cuesta hacerlo. Lo que hay dentro de ella, su vida interior, sus
pensamientos, sus inquietudes, me resultan el mayor de los enigmas. A veces
juego a idear lo que está pensando y le lanzo alguna proposición para ver su
reacción. Casi siempre suelo equivocarme en la interpretación que hago de sus
actos posteriores. En fin. Ésta es la vida de un pobre aprendiz de las virtudes
y los defectos de mi pareja actual.
Ahora sonríe para sí mismo
recordando el sabor de la boca de su amada, la dulzura del tacto de sus labios
y la musicalidad del sonido de sus besos.
—Lo mío con Marlén es difícil de
explicar. No la entiendo. Aunque eso me suele suceder con todas las mujeres. Es
imprevisible. Cambia de humor radicalmente. Pero ejerce un enigmático poder de
seducción sobre mí que no puedo comprender por más que lo intento. Sus curvas
voluptuosas, su sensualidad, esa boquita que tiene, que es un melocotón dulce,
esos andares de gata en celo. Toda ella es pura esencia afrodisíaca. Me costó mucho
acostumbrarme a verla besándose con otros hombres, haciéndose arrumacos
cariñosos con sus parejas de reparto, o coqueteando con la seducción por
imperativos del papel que interpretaba. Y aún me pongo como una bestia, a pesar
de saber que se trata solamente de situaciones ficticias, cuando la veo
acariciada por otras manos. Entonces me repito sin parar: no es nada más que
trabajo.
Los recuerdos de Inocencio se
centran en la imagen de su amada como si de repente todo lo demás no existiera.
—Conocí a Marlén en la Escuela de
Arte Dramático. Fue durante un curso de expresión no verbal. Interpretamos una
escena de atracción sexual en la que no podíamos usar palabras y en la que
éramos grabados en vídeo para analizar posteriormente las imágenes y corregir
errores. El mayor problema al que me enfrenté fue no demostrar demasiada
evidencia hormonal en la escena, es decir, que las hormonas no se saliesen del
pantalón y me pusiesen en evidencia. A lo largo de una semana tuvimos que
repetir la dichosa escenita varias veces cada día. ¡Qué maravilloso suplicio! Yo
estaba encantado. Pero, en el fondo, lo pasaba muy mal al tener que reprimir
mis impulsos primarios. Sin embargo, a ella se la veía cómoda, interpretaba con
naturalidad movimientos, expresiones faciales, miradas, gestos. Eso me
exasperaba, elevaba a la enésima potencia mi deseo y disparaba la codicia por
poseer su cuerpo y arrastrarla a la lujuria de la pasión desbordada. La escena
nunca salía como la profesora quería,
llegué a pensar que lo hacía a posta, que también a ella le ponía Marlén ya que
se acercaba una y otra vez para corregir las posturas mientras la acariciaba
explicándome a mí cómo lo tenía que hacer yo.
Un escaparate de ropa interior
capta su atención durante unos segundos y la silueta de Marlén aparece dibujada
en su mente con uno de aquellos eróticos conjuntos.
—El sábado de esa semana
interminable de tensión sexual no resuelta quedamos para tomar unas cañas.
Aquella noche apuramos la luz de los bares y acabamos, sin darnos cuenta del
tiempo, en mi apartamento. Entonces repetimos la escena sin espectadores y sin
profesores que detuviesen nuestros gestos, nuestras manos, nuestras bocas,
nuestro deseo. Nos arrancamos las prendas de vestir a mordiscos, lamiendo cada
centímetro de nuestras pieles, decorando con carmín o saliva la superficie
sorprendida y arrebolada de nuestros cuerpos. Nos entregamos completamente el
uno al otro en una danza brutal de contorsiones y de impulsos que los gemidos
marcaban con ritmos frenéticos, donde la fantasía de las posiciones era un
decorado de sombras en las paredes del dormitorio, donde el furor de nuestras
sangres nos llevaba a un permanente compás de nuevas acometidas, de nuevos
retos para apoderarnos el uno del otro, de nuevos gemidos que quedaban colgados
de los visillos del aire, donde las respiraciones eran una brisa de perfumes,
donde cada rincón del dormitorio se había convertido en un jardín tropical en
el que brillaba el color de la pasión y del deseo. Y así permanecimos hasta que
las primeras luces del día nos vieron caer exhaustos sobre las sábanas. Nos
dormimos entrelazados como unas tijeras unidas por los sexos, sin salir el uno
de la otra, soldados por el vértice que nos había hecho girar a ambos alrededor
del universo. La escena había salido de maravilla.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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