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El doblador se remueve en su
silla y se lamenta para sí. —Nadie ha reconocido lo buen actor que soy. Nadie
ha escuchado lo bien que declamo las frases más difíciles de los personajes
dramáticos del teatro clásico. Nadie ha podido siquiera cuestionar mis
desplantes, ni mis salidas de tono, ni cómo sobreactúo los gestos primarios en cada
escena trágica. Si Lope o Calderón hubiesen podido verme actuar y oírme recitar
los diálogos, estoy seguro de que habrían escrito sus obras para mí. Y hoy no
habría corral de comedias que no me tuviese en su cartel con letras grandes.
—Estoy a punto de echarte a la sartén.
No te resistas. Ven, acércate. Mira lo que tengo para ti. Es un grandioso queso
manchego. Ven…
Inocencio respira profundamente y
repasa en su interior con vehemencia sus quejas y sus anhelos.
—¡Ay, si de verdad se valorasen las cosas!
Otro gallo nos cantaría. En este país ya se sabe, lo nuestro es lo menos bueno.
Y luego están las envidias. En todos los cenáculos en los que se cuece algo
importante, siempre silban las lenguas viperinas como navajas de Albacete, van
cortando ilusiones y posibilidades a los que, como yo, nos merecemos la
presencia permanente en los carteles de la Gran Vía madrileña. ¡Que no sólo de
cocidos se vive! No, oiga usted, también se vive de vanidad. En Inglaterra
seguro que no me pasaría como aquí. Allí respetan la tradición. Defienden lo
suyo. Son actores desde la cuna. Se ha escrito para ellos. La historia
literaria está llena de personajes apasionantes que han llenado los teatros de
Londres en todas las épocas. A mí me encantaría interpretar alguno de los que
te convierten definitivamente en estrella. Mi favorito es Macbeth de William
Shakespeare. Sé que algún día lo voy a hacer.
Inocencio acerca la boca al
micrófono y realiza unos sonidos onomatopéyicos con toda la pasión de que es
capaz.
—Chaff. Catapom. Pom. Punnnnn.
Coge una jarra con agua, un
martillo y un cepillo de púas. Los coloca en orden para hacer algunos sonidos
de ambiente. Mira el guión y la escena que tiene delante de sus narices. En la
pantalla se superponen varias imágenes. Un recipiente que contiene aceite se
derrama sobre el gato. Éste resbala, cae y se da de boca contra el suelo
rompiéndose los dientes. El ratón sale huyendo entre carcajadas.
—Jijijiji… ¿Está duro el turrón?
¡Échale dientes, gatito lindo!...Jijijiji…
—¡Miseria de vida!...Cuando te
pille me las vas a pagar todas juntas. ¡Maldito renacuajo con bigotes! No
corras…
Al igual que el gato, él también
quiso huir de esta miseria de vida que sufre. Hace años que se puso en manos de
un agente de artistas para que le consiguiese bolos, le promocionase entre los
ambientes profesionales y, tal vez, si se presentaba la ocasión, le pudiese
conseguir un trabajo más adecuado a sus características. Como doblador ya ha
llegado a lo más alto. Es decir, a doblar la voz de varios personajes en la
misma película. Pero después de varios años de pagarle al representante una
sustanciosa minuta, que siempre justificaba con futuras promesas de éxito, un
día le dijo:
— En este campo no hay posibilidades. El
teatro está copado por los actores consagrados. El público no busca caras
nuevas. Va a lo seguro, al actor que le emociona. No insistas más. Es tiempo
mal gastado y energía perdida.
Cuando escuchó aquellas palabras
no le costó nada poner cara de tonto y menos aún de ridículo personaje estafado.
—¿Quieres cenar gatito? Asoma el
hocico al agujero. Que está lista tu cena.
—Ssssssssssss…Boooummm.
—¡Malditos roedores! Cada día los
odio más.
El hombre no puede remediar verse
retratado en uno de los personajes que está doblando.
—Este gato tiene gracia. Me cae bien. Los
ratones siempre se la juegan. ¡Pobre diablo! Le pasa como a uno que yo me
conozco. Me dijeron que me contratarían con todos los requisitos laborales y al
final éste es un trabajo sumergido, sin garantías ni coberturas. ¡Qué se le va
a hacer! No tengo otra opción. Aunque esta tarea suponga un terrible insulto a mis
dotes interpretativas, tuve que aceptarlo, he de ganarme un puñado de euros. Con
estos papeles de doblador de películas de dibujos animados consigo poder llegar
a final de mes. Y eso es lo que importa. Sin embargo, últimamente me rondan la
cabeza otras cosas.
—¿Qué hay de nuevo viejo?
Vuelve a beber un sorbo de agua y
deja que sus pensamientos sigan volando por su mente.
—No me resigno. Igual que este
conejo de la suerte, yo necesito otra oportunidad. ¡Si pudiese conseguir algo
en la bolsa de empleo! Me han dicho que es muy difícil, que las escasas
compañías que se dedican al teatro clásico raramente contratan actores del
paro. Me han aconsejado que esté pendiente de los medios por si se anuncia
alguna prueba en los periódicos o en televisión. Mi novia, Marlén, que es
actriz, va teniendo un poco más de suerte. De vez en cuando le dan algunos
papeles en cafés teatro, en obras de pequeñas salas restaurante y en tórridos
pases de la sesión golfa de La nuit. Ella
me dice que no desespere. Pero yo no tengo muchas esperanzas.
—Y esto fue todo, amiguitos.
La película está a punto de
concluir. Inocencio ha intentado dar a los personajes cierta verosimilitud y un
toque personal gentileza de la casa.
—No sé cómo le parecerá el
doblaje al montador y menos aún al adaptador de la versión española.
Al fin, sale en pantalla THE END
y la moviola cambia de sonido.
CONTINUARÁ...
Novela corta
Todos los derechos reservados.
Mariano Valverde Ruiz (c)
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