Las palabras son palomas que se echan a
volar sin conocer su destino. Pueden estar volando durante muchos años sin
descanso, sin necesidad de posarse en un lugar habitable, sin que ningún
cazador pueda herirlas, y con la certeza de que, tarde o temprano, encontrarán
el lugar exacto donde su destino termine por cumplirse.
Con estas palabras comienza el texto que
Magdalena lleva escrito para dejarlo mañana bajo alguna piedra del paraje de Las Vaquerizas donde nació hace setenta
años. Lo lleva doblado dentro de un medallón sujeto al cuello con una cadena de
bronce que le regaló su novio hace más de cincuenta años.
Son las diez y media de la noche. La
luna llena entra por los amplios ventanales del salón comedor del albergue como
un velo de novia. La cena se ha servido temprano porque a los postres se va a
realizar un recital de poesía con los poetas invitados al I Encuentro Literario del Valle del Jerte.
En las mesas titilan las velas con la
luz adecuada para la noche del 14 de febrero. Magdalena tiene sus ojos
distraídos en el dulce vaivén de la llama. Su mente procura viajar hasta
cincuenta años atrás. Y los recuerdos parecen tomar vida junto al juego de luz
que las velas realizan con las sombras del local. Junto a Magdalena, más de
cien personas se han dado cita para vivir dos jornadas marcadas por la
literatura, la cultura y el turismo en un lugar paradisíaco.
El pueblo Cacereño de El Torno da posada
a los invitados. El valle del Jerte se ha vestido de gala para la ocasión, y el
color inmaculado de la flor del cerezo, ha pintado los corazones de todos los
que se han acercado hasta esta zona de Extremadura. Durante unas horas,
quienes comparten mesa ahora, van a coronar el aire de rítmicos versos y de
párrafos de novelas, haciendo que la cultura adquiera la dimensión de la
belleza.
Magdalena comparte mesa con cuatro
personas de diferentes procedencias. Una pareja que viene desde la lejana localidad
de Lorca, en Murcia, un señor de Valladolid, que se ha presentado como el mejor
poeta de su barrio, y una afamada novelista que es conocida entre el mundillo
literario por su pasión por la cerezas. La conversación ha sido muy amena
durante toda la cena. Magdalena, que se ha trasladado desde la ciudad de
Berna (Suiza), donde vive con sus hijas y sus nietos desde que quedó viuda, ha
querido venir sola a pesar de sus setenta años. Convenció a sus hijas de que
quería visitar el pueblo que la vio nacer y que decoró su juventud con la flor
del cerezo, antes de que físicamente no pueda permitírselo. La auténtica verdad
sobre el motivo del viaje solo la conoce ella.
El presentador del evento acaba de
dirigirse hacia la mesa dispuesta al efecto. Saluda a los asistentes
agradeciendo su presencia y presenta a las autoridades que han colaborado con
la realización del evento. Después de las palabras protocolarias se inicia el
recital de los poetas. Antes de anunciar la lectura del primer invitado, advierte
a la sala que quién estaba previsto interviniese en segundo lugar, ha llamado
diciendo que por motivos ajenos a su voluntad no sabe si podrá llegar al acto.
Al escuchar estas palabras, a Magdalena
le ha dado un vuelco el corazón. El poeta de Valladolid se ha dado cuenta del
gesto de contrariedad de la mujer.
—¿Puedo preguntarte qué te sucede?
Parece que no te encuentras bien.
—No es nada. Solo que…
Magdalena intenta contener inútilmente las
lágrimas. La novelista le ofrece un pañuelo de papel. La pareja de Lorca
observa a la mujer intuyendo que algo importante le está sucediendo.
—Es que esperaba ver a alguien —,
contesta Magdalena y agradece el gesto de la novelista.
Cuando Magdalena vio la lista de las
personas que habían aceptado la invitación para participar en las jornadas,
reconoció de inmediato un nombre: Casimiro Jiménez Marcos. Aquella tarde, con
la pantalla del ordenador alumbrándole las lágrimas, recordó la última vez que
vio a Casimiro.
Ella tenía diecisiete años. Eran las
fiestas del pueblo de El Torno. Se celebraba la verbena popular del 14 de
agosto, vísperas de Nuestra Señora de la Piedad. Casimiro la cogió de la mano y le dijo que la
acompañase hasta una esquina de la plaza. Ocultos entre las sombras de un
portal, le declaró su amor incondicional y eterno. Pero también le anunció que
a la mañana siguiente tendría que partir con sus padres hacia un destino
desconocido. Solo sabía que tendría que salir de España porque a su padre le
habían advertido que la policía le iba a detener por considerarlo un elemento subversivo
para el orden público. Su padre no lo sabía, pero seguramente irían a algún
lugar lejano de algún país sudamericano. Casimiro le dijo que jamás la
olvidaría y que haría lo posible por reunirse con ella. Después, los dos se
alejaron de la plaza hasta el porche de una casa de las afueras del pueblo.
Aquella noche, Magdalena estuvo
intentado convencer a Casimiro de que se fugasen juntos, de que renunciasen a
todo, hasta a sus familias si era necesario. Le pidió que buscasen un lugar
perdido en el mundo, donde juntos, pudiesen hacer crecer su amor. Casimiro no
encontró el modo seguro de ver un futuro con ella. Tal vez fue la incertidumbre
lo que le asustó, o su juventud, o el miedo por lo que le pudiese suceder si su
padre era detenido y también le detenían a él.
Los fuertes aplausos a la última
intervención de los poetas sacan a Magdalena del estado en que se encuentra. El
presentador del acto anuncia que a la mañana siguiente, tal y como está
previsto, se espera a todos en la plaza del pueblo para continuar con las
actividades previstas. Entre ellas, recuerda que se realizará una ruta por Las Vaquerizas y la garganta de la Puria y se verán los chozos y las majadas, junto al
recuerdo de la figura de la escritora Dulce
Chacón.
Las palabras del presentador se detienen
y su mirada se queda fija en la puerta del local. Se produce un silencio de
incertidumbre. Después, una voz rota se
eleva por el aire del salón dibujando nuevas palabras.
—Buenas noches. Disculpen las molestias.
El vuelo desde Buenos Aires se retrasó y el traslado desde Madrid hasta
Plasencia ha sido más lento de lo que esperaba. Desde Plasencia hasta aquí, he
tenido que pedirle al taxista que detuviese el coche en varias ocasiones,
porque la emoción no me dejaba respirar. ¿Aún puedo participar?
—Si nadie tiene inconveniente, puede
utilizar unos minutos antes de que demos por terminado el acto. El micrófono es
suyo.
El Hombre se va acercando con dificultad
hasta el atril. Cuando está delante, deja apoyado el bastón en un lateral, saca
del bolsillo de su chaqueta un papel que llevaba doblado y comienza a leer.
Querida Magdalena:
Nunca he sabido donde encontrarte. Y ya nunca
lo sabré. Por eso voy a leer en nuestro pueblo lo que me hubiese gustado
decirte en persona. Sé que me queda muy poca vida. He reunido todo el dinero
que tenía, y algo que me han prestado los marineros del puerto de Buenos Aires,
para venir hasta aquí, a nuestro pueblo. Confío en que alguien de los aquí
presentes recuerde lo que voy a decir y, por azar del destino, algún día llegue
hasta tus oídos.
No sé siquiera si vives. Si es así, te
dirán que te he recordado toda mi vida, que has sido mi amuleto de la suerte,
mi descanso, el pañuelo para mis lágrimas, y el altar de mis alegrías. He
guardado dentro de mí el sabor de tus besos, la dulzura de tu boca, el tacto de
tu piel. Y te dirán que la luz de tus ojos ha alumbrado los días más amargos de
mi vida.
La vida me ha impedido cumplir mis
promesas de buscarte y reunirme contigo. Todos los astros se han confabulado en
mi contra. Cuando me di por vencido tuve que casarme para permanecer en
Argentina donde me llevó el exilio con mis padres. Ni siquiera la familia que
tuve me dio la posibilidad de olvidarte.
Por eso, quiero decir aquí, en nuestro
pueblo, para que donde quiera que estés alguien te lleve este mensaje, que te
sigo queriendo, mucho más que hace cincuenta años, que he vivido una vida
paralela a tu recuerdo, y que hoy, quiero que alguien recoja mi último aliento
para llevarte mi súplica, y pedirte que me perdones por la vida en común que el
destino nos ha robado…
Un aplauso cerrado rompió el silencio
expectante con que los asistentes habían escuchado la voz rota de Casimiro
Jiménez.
Magdalena se había cubierto la cara con
las manos para ocultar el llanto y la emoción de volver a ver a su verdadero
amor, la persona en quién nunca dejó de pensar, día a día, noche tras noche.
Incluso hasta el día de su boda con el hijo de un amigo de su padre, que se
comprometió a casarse con ella y a emigrar a Suiza, cuando él tuvo que dejar
las tierras de labranza del señorito y venirse al pueblo para intentar vivir de
arreglar zapatos.
Cuando los invitados comenzaron a
levantarse, Magdalena se recompuso y se acercó hasta donde Casimiro se había
sentado y estaba apoyado en su bastón con la cabeza hacia abajo.
—¡Hola codorniz!
Casimiro levantó los ojos. Aquella voz
la reconocería entre un millón. Se levantó y los dos se fundieron en un abrazo
intenso.
—Magdalena…¿Eres tú?
Volvieron a abrazarse. Casimiro, casi
tartamudeando dijo:
—Pensaba que no te encontraría nunca.
Estoy muy solo. La dictadura argentina se llevó por delante a toda mi familia.
Yo sobreviví cambiándome el nombre y refugiándome en el puerto de Buenos Aires
como un estibador español.
—Ya no estás solo. Ni lo estarás nunca
más. Recuerdas la última vez que nos vimos. Aquella noche hicimos el amor por
primera vez. Hoy tiene 50 años y se llama Esperanza. Tienes una hija y tres
nietos. Y nosotros aún podemos amarnos con las palabras como si fuesen palomas
que han encontrado su destino.
12 de febrero de 2014
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Mariano Valverde Ruiz ©
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