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La cinta del video está ya casi rebobinada.
Inocencio escucha el chasquido rítmico de la máquina al que le sigue un leve
siseo y después se detiene y queda en silencio. Después de recitar a
Shakespeare está más relajado. Recuerda con emoción el primer verso: “que la
luz no haga ver mis oscuros deseos escondidos”. Asocia esa idea a todo lo
oculto tras la aparente inocencia de las cosas. Y el doblador se pone a pensar
en el trasfondo de las películas americanas.
—Lo que más me fastidia de la mayoría de estas
películas que nos llegan desde las factorías americanas, con su mensajito
subliminal bajo el celuloide, como si no fuese suficiente con los mensajes directos
que nos llegan con otras cosas más evidentes, es que nos las tragamos sin
advertir lo que nos están vendiendo, como se si tratase de una hamburguesa cuya
carne no conocemos. No pienses mal, me dice Marlén. Y últimamente también
utiliza esta frase cuando le pregunto por qué llega tarde a nuestras citas,
cuando llega, porque ésa es otra. No habrá gato encerrado. Mira que ponerme a
pensar ahora en el doble sentido de las cosas.
El estómago se le retuerce y
protesta por el largo ayuno, sus fibras se contraen ante la sensación de vacío
del interior de su aparato digestivo.
—Creo que ya es suficiente por
hoy. Voy a concluir mi jornada de trabajo. Me quedan en la retina las imágenes
violentas que tuve que doblar esta mañana. También eran de otra película
americana (del norte). Unas imágenes de crueles asesinatos en nombre de los
intereses nacionales. A mí, la violencia que ejerce esta potencia imperial,
siempre me produce salpullido. Aunque me pasa lo mismo con cualquier clase de
violencia. Sea de quién sea. Ya me empieza a picar el cuerpo. Está claro que no
tengo la misma piel que los americanos. La mía debe ser de gallina. Coc, coc,
cocoricó.
En ese momento el hombre adopta
una mueca de asentimiento ante la idea de padecer cierta cobardía, de no tener
valor para enfrentarse a los grandes retos, es una sensación puntual que
recorre como un escalofrío sus células. Luego se calma y sigue divagando.
—En mi país, España, es diferente.
Nosotros no somos potencia y eso que ganamos. España es diferente, dice el
eslogan que inventaron hace unas décadas. Eso creo. Aquí el sol es el mismo
para todos los mortales. Eso creo. Ese sol lo han disfrutado culturas y
religiones distintas. Eso creo. Los hombres han interpretado bajo él, con
libertad, sus papeles en el teatro de la vida, ya hayan sido míseros o
brillantes. Pero todos fueron papeles auténticos. Dioses y caudillos poblaron
esta tierra. Luces y sombras la decoraron. Ángeles y demonios convivieron bajo
el sol patrio. Y todo fue maravilloso. Al menos eso creo. ¡Debo estar
alucinando! Los efectos del cansancio del día. Marlén diría que bueno, que alguna
cosilla que otra habrá sucedido en el suelo peninsular que no desearíamos ver como
nuestra, episodios de los que no debamos sentirnos demasiado orgullosos. Huelo
a quemado y por alguna extraña asociación de ideas me viene a la mente La Santa Inquisición. En todas partes
cuecen habas. Y en mi país a calderadas.
A Inocencio le pasan por la
cabeza algunas secuencias familiares. Recuerda cómo por intentar realizar sus
sueños de actor no quiso seguir la tradición familiar y convertirse en un acaudalado
hombre de empresa. Aquello le costó serias diferencias con su familia que le
obligaron a buscárselas por sí mismo.
—Me voy a tomar el resto de la
jornada con mucha calma. Debo revisar los guiones para mañana. Estoy aburrido
de hacer sonidos de cascos de caballos, diálogos de gatos traviesos con ratones
inteligentes, carreras de correcaminos, fechorías de conejos y otras
maravillas.
Respira con profundidad y levanta
las cejas. Luego ojea el trabajo para el día siguiente. Y mientras, con las
uñas posadas sobre la superficie de un trozo de madera, rasga alternativamente
produciendo la metáfora de la carcoma. También hay una carcoma que le corroe
por dentro: su ambición por ser un actor reconocido. Por ella estaría dispuesto
a tantas cosas... Respira otra vez y sigue leyendo el guión. Dice, entre
líneas, que el gato Mico, protagonista de la historia, expresa con voz
elocuente y gesto altivo:
—Ya no queda de qué hablar.
La sentencia se le queda grabada
en la mente y reflexiona sobre ella.
—Esa frase me recuerda la forma
de expresarse de algunos doctorados en desilusionar a los jóvenes valores que
se aferran a su ambición y a sus interpretaciones como si en ello les fuera la
vida. Los pobres párvulos van a someter al criterio del entendido los frutos de
su trabajo. Luego escuchan las sentencias de los sabios, expuestas con
mayestática gravedad, dando su veredicto sobre lo que está bien o lo que está mal.
Lo hacen desde su visión de la creación, desde la ignominia de su miseria
cegadora y desde la envidia más vergonzante. Fusilan sin remordimientos a
aquellos que tienen ideas nuevas, trasgresoras y diferentes, a los que se
atreven a ir más allá de los cánones establecidos, a los que poseen una
imaginación desbordante o tienen valor para denunciar lo denunciable, algo que
a ellos hace mucho tiempo que les falta. Son mezquinos o son presa del acomodo
y la cobardía. Menos mal que de ésos hay muy pocos y que la mayoría sabe
reconocer lo que merece la pena ser llevado a la escena ante el sagrado público.
Inocencio coge el agua y bebe un
trago mirando al techo de la habitación.
—Esa frasecita tiene su miga
incrustada entre letra y letra.
A Inocencio le pica la curiosidad
y pone en la pantalla la secuencia del gato Mico. La pasa en varias ocasiones.
La va deteniendo fotograma a fotograma. La observa con cautela. Se siente
identificado y realiza, a la vez que mira las imágenes, una sutil comparación
con lo que ya ha vivido. Sale de la abstracción y con asombro comprueba que es
verdad, que al dejar la imagen del minino fija en uno de los fotogramas, en ése
en que su pose es altiva y casi regia, se parece a otros felinos que ha
conocido, o más bien, que ha sufrido. Entonces asocia su imagen con la de ésos
que se empeñan en atrofiar las mentes de los inocentes, con la de ésos que
vierten cubos de basura llenos de falsas promesas sobre quienes les aclaman,
con la de ésos que se ríen por dentro mientras les vitorean cada cuatro años.
—¡Dios bendiga la democracia!
¡San Tarsicio de aquí me leo, bendiga la literatura! ¡San “topamí” bendiga el
teatro de la vida!
Vuelve a beber agua y se seca los
labios con la mano.
—Ya no queda de qué hablar.
Inocencio sigue reflexionando en
voz alta sobre la frase.
—¡Vaya frasecita…Huy. Huy. Huy…! Aquí
está la mano oculta del poder. Pero no lo tengo claro. Habría que pasar de
nuevo las imágenes a cámara lenta para poder observar qué otro mensaje se
encuentra oculto entre los fotogramas. Sólo una vista avispada es capaz de
captar la señal cifrada. Acaso intentan decirnos que no pensemos, que seamos
felices haciendo lo que nos digan. No sé. No sé. Es un mensaje oculto ante la
vista de todos. Luego, quizá, esa señal misteriosa sea conducida por los
terminales nerviosos de forma imperceptible, llevada hasta la mente, donde se
alojará como un virus tipo gusano en uno de los archivos ocultos de nuestra
conciencia. Y tal vez, en un futuro lejano pueda activarse, no se sabe cuándo
ni cómo, ni siquiera a cuento de qué.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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