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Inocencio mira el reloj e intenta
evadirse del cansancio pensando en lo que le gusta.
—Ahora podría ponerme a recitar a
Shakespeare. A pesar del cansancio psíquico y de la fatiga de mis cuerdas vocales,
seguro que me saldría bordado. Y lo voy a hacer mientras se rebobina la cinta
de video. Macbeth sigue presente en mi cabeza como un fantasma que martiriza mi
vocación artística. ¡Qué cosas!
La práctica de lo que le gusta de
verdad borra de inmediato las sensaciones de lasitud y de abatimiento que le
embriagan siempre después de una larga sesión de trabajo. Entonces imagina que
estuviese en el escenario de un enorme teatro, con el patio de butacas oliendo
a perfumes caros. Percibe a Chanel y Paco Rabanne aromatizando el aire de la
sala. Ve a las señoras y a los señores con la luz de la elegancia sentada en
todos los asientos, lo mejor de la sociedad vestida de Armani y Balenciaga, la
última moda esculpiendo los cuerpos de lujo y de fantasía. Reproduce a Gucci y
Vuitton engalanando los armarios de la entrada y observa los abrigos más caros
con la etiqueta de los dueños escrita en dorado. Se ve en ese escenario mirando
los anfiteatros llenos de espectadores y los palcos acicalados para los
personajes VIP. Dibuja en su mente a los mejores críticos con los ojos
brillantes de admiración y de sorpresa. Sueña y hasta se cree que es un actor
famoso, de los que contratan las marcas comerciales para su imagen o para
protagonizar sus anuncios de navidad en televisión.
Inocencio se siente eufórico.
—Por soñar que no quede. Aunque mi agente me
echase veinte cubos de basura encima después de recoger el dinero que le
pagaba, no puedo renunciar a soñar. Me gustaría que los críticos me viesen
interpretar a Macbeth, ese ensayo general sobre la vida y la muerte que el
maestro William llevó al papel y que no pudo ver la luz hasta después de su propia
muerte. Pero hoy no es posible, como tampoco le fue posible al maestro ver su
obra estrenada y aplaudida. Al menos lo disfrutó mientras escribía —pienso—.
Ésa es la mayor grandeza de un creador. Un actor es también un creador que
parte de unos axiomas ya previstos a los que impregna de matices personales.
Insisto en que necesito una oportunidad. Algo que de momento me es negado por
quienes dominan el panorama del teatro. ¿Acaso pueden ellos conocer la especial
convulsión que siento? ¿Acaso pueden ellos sentir la emoción de un actor como
yo mientras interpreta y experimenta con las palabras de su obra favorita? ¿Acaso
pueden apreciarlas tanto como yo? Yo que las siento totalmente mías cuando
invaden mi voz, mi garganta, mi cuerpo y mi alma.
Inocencio recoge los papeles de
la mesa de trabajo. Se levanta con renovada energía. Camina despacio por la
habitación como si estuviese buscando algo en su interior que le lleve a un
estado de trance místico. Después se sienta de nuevo y mira profundamente hacia
un punto de la pared de enfrente mientras piensa.
—Cuando interpreto me transformo.
Ya lo dice Marlén, que soy otro, que a veces le doy miedo. Y es que me
entusiasma tener que aceptar la maldad como expresión artística. Lo hago por la
mejor de las razones posibles: la altura dramática que produce y que sustenta
el clímax hasta el desenlace final de la obra. El arte da visos de grandeza a
la peor de las miserias humanas. Mi adorado Macbeth es un soldado que ha hecho
méritos en el campo de batalla. Méritos que harán de su viaje hacia el crimen
algo inevitable. El personaje de Shakespeare, aunque aparentemente sólo sea un
brazo ejecutor de los planes de su mujer, no está exento de maldad, ni de
crueldad, ni de egoísmo. Su absoluta falta de inocencia se lleva al extremo de
la creación artística. Y para colmo de males, la tragedia ocurre en un ámbito
oscuro, tétrico, habitado por brujas, en esa dimensión en la que todo lo irreal
cobra destellos de realidad, en ese espacio en que el espejo de las cosas
podría ser nuestro propio espejo. Me eriza sólo pensarlo.
El trance se ha producido.
Inocencio ha alcanzado la disposición especial que exigen los versos de su
maestro. Ahora se siente preparado. Levanta la voz y recita, con toda la
intensidad que merecen, las palabras de Shakespeare. Son versos en los que
hasta respirar cuesta.
Que la luz no haga ver mis oscuros deseos escondidos.
Que no vean los ojos lo que las manos hacen. Que se cumpla
lo que los ojos temen ver si llega a ejecutarse.
Cuando termina de recitar levanta
los brazos y exclama:
—¡Espléndido! ¡Maravilloso!... Yo
mismo me aplaudo. ¡Qué fuerza! ¡Qué elocuencia! Esto no tiene nada que ver con
los textos de las películas que doblo. O acaso en el fondo sí. Dudo. Tal vez,
si me paro a pensar, estas palabras encierren una premonición. Nunca se sabe lo
que esconde la realidad tras su amable apariencia. Igual que Macbeth no sabía
lo que se ocultaba detrás de su ambición y de la más horrorosa de las traiciones.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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