jueves, 6 de febrero de 2014

SIN ESCAPATORIA (Versión blog, Parte 5)


5

Inocencio mira el reloj e intenta evadirse del cansancio pensando en lo que le gusta.
—Ahora podría ponerme a recitar a Shakespeare. A pesar del cansancio psíquico y de la fatiga de mis cuerdas vocales, seguro que me saldría bordado. Y lo voy a hacer mientras se rebobina la cinta de video. Macbeth sigue presente en mi cabeza como un fantasma que martiriza mi vocación artística. ¡Qué cosas!
La práctica de lo que le gusta de verdad borra de inmediato las sensaciones de lasitud y de abatimiento que le embriagan siempre después de una larga sesión de trabajo. Entonces imagina que estuviese en el escenario de un enorme teatro, con el patio de butacas oliendo a perfumes caros. Percibe a Chanel y Paco Rabanne aromatizando el aire de la sala. Ve a las señoras y a los señores con la luz de la elegancia sentada en todos los asientos, lo mejor de la sociedad vestida de Armani y Balenciaga, la última moda esculpiendo los cuerpos de lujo y de fantasía. Reproduce a Gucci y Vuitton engalanando los armarios de la entrada y observa los abrigos más caros con la etiqueta de los dueños escrita en dorado. Se ve en ese escenario mirando los anfiteatros llenos de espectadores y los palcos acicalados para los personajes VIP. Dibuja en su mente a los mejores críticos con los ojos brillantes de admiración y de sorpresa. Sueña y hasta se cree que es un actor famoso, de los que contratan las marcas comerciales para su imagen o para protagonizar sus anuncios de navidad en televisión.
Inocencio se siente eufórico.
 —Por soñar que no quede. Aunque mi agente me echase veinte cubos de basura encima después de recoger el dinero que le pagaba, no puedo renunciar a soñar. Me gustaría que los críticos me viesen interpretar a Macbeth, ese ensayo general sobre la vida y la muerte que el maestro William llevó al papel y que no pudo ver la luz hasta después de su propia muerte. Pero hoy no es posible, como tampoco le fue posible al maestro ver su obra estrenada y aplaudida. Al menos lo disfrutó mientras escribía —pienso—. Ésa es la mayor grandeza de un creador. Un actor es también un creador que parte de unos axiomas ya previstos a los que impregna de matices personales. Insisto en que necesito una oportunidad. Algo que de momento me es negado por quienes dominan el panorama del teatro. ¿Acaso pueden ellos conocer la especial convulsión que siento? ¿Acaso pueden ellos sentir la emoción de un actor como yo mientras interpreta y experimenta con las palabras de su obra favorita? ¿Acaso pueden apreciarlas tanto como yo? Yo que las siento totalmente mías cuando invaden mi voz, mi garganta, mi cuerpo y mi alma.
Inocencio recoge los papeles de la mesa de trabajo. Se levanta con renovada energía. Camina despacio por la habitación como si estuviese buscando algo en su interior que le lleve a un estado de trance místico. Después se sienta de nuevo y mira profundamente hacia un punto de la pared de enfrente mientras piensa.
—Cuando interpreto me transformo. Ya lo dice Marlén, que soy otro, que a veces le doy miedo. Y es que me entusiasma tener que aceptar la maldad como expresión artística. Lo hago por la mejor de las razones posibles: la altura dramática que produce y que sustenta el clímax hasta el desenlace final de la obra. El arte da visos de grandeza a la peor de las miserias humanas. Mi adorado Macbeth es un soldado que ha hecho méritos en el campo de batalla. Méritos que harán de su viaje hacia el crimen algo inevitable. El personaje de Shakespeare, aunque aparentemente sólo sea un brazo ejecutor de los planes de su mujer, no está exento de maldad, ni de crueldad, ni de egoísmo. Su absoluta falta de inocencia se lleva al extremo de la creación artística. Y para colmo de males, la tragedia ocurre en un ámbito oscuro, tétrico, habitado por brujas, en esa dimensión en la que todo lo irreal cobra destellos de realidad, en ese espacio en que el espejo de las cosas podría ser nuestro propio espejo. Me eriza sólo pensarlo.
El trance se ha producido. Inocencio ha alcanzado la disposición especial que exigen los versos de su maestro. Ahora se siente preparado. Levanta la voz y recita, con toda la intensidad que merecen, las palabras de Shakespeare. Son versos en los que hasta respirar cuesta.

Que la luz no haga ver mis oscuros deseos escondidos.
Que no vean los ojos lo que las manos hacen. Que se cumpla
lo que los ojos temen ver si llega a ejecutarse.

Cuando termina de recitar levanta los brazos y exclama:

—¡Espléndido! ¡Maravilloso!... Yo mismo me aplaudo. ¡Qué fuerza! ¡Qué elocuencia! Esto no tiene nada que ver con los textos de las películas que doblo. O acaso en el fondo sí. Dudo. Tal vez, si me paro a pensar, estas palabras encierren una premonición. Nunca se sabe lo que esconde la realidad tras su amable apariencia. Igual que Macbeth no sabía lo que se ocultaba detrás de su ambición y de la más horrorosa de las traiciones.


CONTINUARÁ...

Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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