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El portero de La nuit es un auténtico gorila de dos
metros al que casi le revienta el traje con la tensión de sus músculos de
color. Usa gafas negras a pesar de ser noche cerrada y de resultar, ante
cualquier ojo normal, muy tenue la iluminación de entrada al local. El fornido
guardián saluda con un discreto giro de la cabeza mientras abre la puerta y
franquea el paso. Inocencio desciende por las escaleras y penetra en una sala
donde hay una barra de diez metros. Al final de la sala se abre un gran salón
con mesas que rodean un escenario ovalado que está protegido por una barandilla
metálica. La decoración es propia de los años ochenta, sobresaliendo los tonos
rojos y dorados. La música recuerda los éxitos de aquellos años de despelote
nacional, de libertad y de frenesí político.
Varias personas charlan y beben junto a la
barra, y algunas más lo hacen en las mesas del salón. La mayoría son hombres,
aunque también se hacen notar algunas parejas de mediana edad en aparente actitud
distendida. Inocencio reconoce al hombre que en una de las esquinas da vueltas
a una copa. Se acerca a él y le aborda con la enorme alegría de volver a ver a
un buen amigo, y también, de tener alguien con quien hablar después de todo el
día dialogando con una máquina.
—¡Hombre, Gómez! ¿Cómo va todo?
El hombre se gira y extiende su
mano con cierta parsimonia, con esa levedad de quien está de vuelta de todo y
se mueve hacia Inocencio con un gesto cansado que ha repetido millones de
veces. Fernando Gómez es un actor ya jubilado que ronda los setenta otoños. Va
vestido con un traje de corte de los años sesenta que es como su uniforme
oficial de paseo nocturno. Es un abuelo de complexión delgada, de aspecto
enjuto. Su rostro está enmarcado en una barba de varios meses poco cuidada que
resalta sobremanera porque es bastante calvo. Usa gafas de gran aumento en una
montura de pasta negra bastante aparatosa y no se molesta mucho en limpiar los
cristales, tan sólo lo necesario para poder distinguir los objetos con cierta
nitidez. Los que le conocen bien, saben que tiene un carácter irritable, que es
imprevisible, porque nunca se sabe cómo puede reaccionar ante situaciones
aparentemente normales, y que en más de una ocasión ha organizado escándalos de
gran calibre. En el mundillo de los actores tiene fama de auténtico
cascarrabias.
—No tan bien como tú. Pero ahí
vamos.
Fernando vive en una pensión de
las de toda la vida, regentada por una viuda amante de todas las tradiciones
madrileñas. La mujer le ofrece una habitación limpia, la comida caliente de
medio día, y le deja el frigorífico para que pueda guardar un cartón de leche,
algún zumo o algo de embutido. Las cenas suelen ser una aventura, son cuestión
de caminar hasta encontrar a alguien que le recuerde, y que le invite a un café
con leche o alguna cosa más consistente, según las ganas de hablar que tenga el
contertulio.
El hombre goza de pocos ingresos.
Toda la vida dedicada a la comedia y a la hora del retiro, está como está. Tiene
una pensión no contributiva que apenas le alcanza para pagarle a la viuda de la
pensión. También goza de una ayuda del Sindicato de Artes Escénicas, que entre
otras cosas, le facilita parte de los gastos farmacéuticos que sus numerosos
achaques le ocasionan. De vez en cuando le pide a algún amigo pequeños
préstamos con la promesa de que los devolverá en el momento en que lo llamen
para una aparición de extra en una serie televisiva de gran éxito, que lleva
varios años en pantalla y que cuenta la transición a la democracia. En realidad
hace años que no trabaja, lo último que hizo y por lo que cobró quinientos
euros, fue un spot publicitario en que aparecía vestido de nazareno detrás del
Cristo de los gitanos.
—Se te ve hecho un chaval —dice
Inocencio.
—Tú sí que estás hecho un chaval.
¡Si yo tuviese tu edad!...Me comía el mundo. Ahora no están las cosas como
cuando yo era joven. Entonces malvivíamos de pueblo en pueblo haciendo revistas
o funciones cómicas. Y claro así no se puede llegar a ser un Richard Gere o un
Michael Douglas. ¡Qué años aquellos!
—No creas que ahora las cosas son
mejores. Todo está fatal. Es casi imposible que te den un papel que te lleve al
éxito, al dinero, a la fama. Porque algunos como yo, buenos, somos. Vamos, que
no tiene nada que ver nuestra forma de interpretar con la de otros que salen en
todas las publicaciones de moda junto a espectaculares modelos. Esos han hecho
un camino más directo. No han reparado en prejuicios. Han aceptado cualquier
cosa que les den a cambio de eso…Pues eso… que les den…Y siempre dirán que no.
Vidas inventadas. Realidades falsas. Mucho montaje. Nada de verdad. Y es que
todos mienten. Mienten más que bellacos. No te puedes fiar de nadie. Este mundo
está podrido. Apesta a cosmética de lujo y a ropa interior de seda. De ambos
sexos. Sin excepciones. A mí que no me digan. El que esté libre de mentira que
diga la primera frase y salga de escena. Y no saldrá nadie. Ya te digo, no te
puedes fiar de nadie.
—¡Ah, la mentira! El motor del
mundo. ¿Qué te crees que lo mueve? ¿El dinero, el amor? Gilipolleces. Lo mueve
la mentira, la diosa dionisíaca del engaño y la falsedad. La mentira es una
cosa de toda la vida, diría Platón a sus alumnos hace miles de años. El día en
que la verdad sea más rentable que la mentira, la inmensa mayoría de los pobres
nos haremos ricos.
—Dios te oiga Gómez. A ver si
cambian las cosas en este mundo de fingidores que tenemos.
—¿Y de quién te vas a fiar? Que
me lo digan a mí, amigo mío. Le dejé todos mis ahorros a una actriz de reparto,
de quien estaba enamorado, para que fuese a las américas a hacer carrera, con
la promesa de que en el momento en que tuviese el primer éxito me llevaría con
ella para casarnos y ser su representante. De esto hace cuarenta años y no he
vuelto a saber de ella.
Inocencio hace un gesto de contrariedad,
encoge los hombros y mira para otro lado, como buscando al camarero para no
seguir la conversación, ni los derroteros que aquella deriva estaba tomando y
que confluían en algunas propuestas similares que había recibido. Cada vez que
había cobrado alguna cantidad sustanciosa, si llegaba a oídos de la amante de
turno, ésta siempre tenía alguna propuesta financiera que hacerle. En algunos
casos había picado. Y ya conocía el tono de las mujeres cuando se aproximaba el
sablazo. Inocencio levanta la mano para llamar al camarero y le indica que le
ponga lo mismo que estaba tomando a Fernando y para él pide una cerveza.
Mientras, el viejo actor sigue quejándose después de apurar la copa de un trago
al ver que Inocencio pedía al camarero la siguiente.
—Y yo que la quería tanto. Era mi
musa. Cuando salía en la revista con aquel corpiño ajustado, a todos los
hombres se les cortaba la respiración, y yo respiraba con satisfacción y
orgullo pensando que aquel maravilloso cuerpo era para mí, sólo para mí. ¡Qué
tonto fui! —Suspira—. Al despedirme en la estación de Chamartín le dije: mi
coquito de canela, ten cuidado y escríbeme pronto, que estoy ansioso por
casarme contigo allá en las américas, que deben de ser un paraíso. Y voy a ser
el mejor representante del mundo porque tendré a la mejor actriz del universo.
—¿Representante dices? No me
hables…No me hables de representantes que yo ya sé lo que son. Con todos mis
respetos para ti y tu vocación frustrada, según cuentas, los representantes son
unos malos bichos. ¡Si yo te contara! Algún día cambiarán las cosas.
—Eso. Algún día. Así me he pasado
la vida. Pensando y pensando que algún día las cosas mejorarían, y ya ves. Hoy
me veo con lo justo para no morirme de hambre, para dormir cada noche a
cubierto, lo poco que duermo, y poco más.
—La vida es una gran puta
—sentencia Inocencio.
—Aunque miremos hacia delante,
hacia un futuro incierto, que en mi caso es más cierto cada día, el pasado del
que huimos siempre acaba por alcanzarnos. Y cuando lo hace nos damos cuenta de que
ha cambiado de vestido, pero es el mismo, el mismo con un rostro más demacrado,
con la piel cuarteada por las arrugas, con el pelo cano. Igual que nosotros.
—Lo dices con un tono de tristeza
muy profundo. Anda, bebe un trago de eso que tomas. Ahuyentará la melancolía.
—Es coñac. Me gusta porque me
quema los rencores que llevo por dentro. Tristeza, dices. Tal vez. Sólo la
tristeza es capaz de describir lo inefable. Cuando bebo me tranquilizo y me da
por recordar lo que pude ser y no fui.
—También tendrías tus buenos
momentos, tus éxitos bien merecidos.
—No digo que no hubiese algunos
instantes de gloria. Pero el verdadero éxito en la vida es acercarse cada día
un poco más a lo que creemos que es nuestra felicidad. Eso lo he descubierto
ahora que ya me queda poca presencia en este mundo. Y me lamento mucho de no
haberme dado cuenta antes, cuando tenía más vitalidad para disfrutar plenamente
de cada una de las pequeñas cosas de que está hecha nuestra existencia.
—Hombre no seas tan radical. Yo
he oído contar cómo se reía la gente en el teatro La Latina con tus interpretaciones del paleto que viene a Madrid
porque le toca la lotería, e iba a hacienda acompañado de dos monumentales
vedettes para cobrar su premio, y le decía al cajero después de que le
descontara los impuestos: “aquí cuándo canta Manolo Escobar que le han rodado
el carro”. ¡Qué risa! Como tartamudeabas contando billetes y todo el mundo se
tronchaba porque las vedettes se burlaban de ti sin que las vieras. Y tú, con la
chaqueta de pana, y la gorra calada hasta las cejas, haciéndole arrumacos a
una, mientras la otra te sacaba los billetes de los bolsillos. ¿No digas que no
es gracioso?
—Sí. Menos mal que siempre nos
queda el humor para afrontar la vida. Y hace falta una buena dosis de humor
para vivir hoy con cierta dignidad.
—Eso suena bien. ¿Dónde lo has
leído?
—No sé si lo he leído o es de mi
cosecha. Afortunadamente hace mucho tiempo que perdí la cuenta de los libros
que han pasado por mis manos. Todavía hoy, que mi vista no es buena, merodeo
las librerías de viejo a ver qué encuentro. Lo malo es que casi todas las
ediciones baratas están en letra muy pequeña, y ya te digo, mis ojos no dan la
talla.
—Ya ves. La vista y la memoria
son dos de las cosas que los actores nunca queremos perder, y sin embargo, son de
las primeras que nos abandonan.
—Así es, querido amigo.
Definitivamente estamos condenados a encontrarnos de cara con aquello de lo que
huimos.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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