EL
LECTOR DIEZ MIL
Dice mi amigo Jesús Cánovas que el niño que hemos sido en la infancia es el
padre del adulto que llevamos dentro. ¡Qué razón tiene! Podríamos redactar
otras versiones de esa frase y todas tendrían esencia de la verdad que atesora.
Pero es de justicia guardar la original en boca de quien la ha dicho.
Cuenta Jesús que en su infancia conoció
la historia de un hombre que le hizo pensar en la veracidad de las palabras y
en su mensaje primordial. Como yo no recordaba muy bien la historia, se me
ocurrió plasmar primero la frase filosófica en unas letras de molde con la
tecnología de Blogger, y después, para poder hablar con propiedad, le pedí a
Jesús Cánovas que me fuese contando la historia original del hombre que dio
origen al pensamiento, y que lo hiciese mediante post en mi blog.
El primer post que me envió relata lo
siguiente:
«Juan era un niño que se pasaba los días
cerca de las vías del tren. Le gustaba descubrir imágenes de fantasía en las
piedras que cimentaban las traviesas de madera. En ellas encontraba dragones,
vaqueros, indios, héroes y malvados. Solía recoger las piedras que le parecían
especiales por sus formas y colores, y disponerlas en torno a unos cercados que
realizaba con palitos y cañas, o brozas silvestres, de las que crecían cerca
del camino de hierro por el que pasaba el tren.
El niño daba vida a las figuras que
confeccionaba en su mente, inventaba relaciones entre ellas, conflictos y
aventuras, incluso se planteaba si estaba bien o mal lo que hacían sus
personajes. Comenzó a pensar que era necesario descubrir dónde estaba la
esencia de la magia para poder jugar con las vidas de los seres que le
entretenían, día tras día, cerca del tren.
Una mañana de primavera, mientras
jugaba, como siempre, junto a las vías, vio cómo se acercaba el Expreso de Levante.
Sus ojos se quedaron fijos en la imagen del tren, en las enormes cajas de
zapatos enganchadas tras una máquina que rasgaba el cielo con mechones de humo,
igual que bocanadas de un dragón que venía de otro mundo, y a otro mundo se
iba. Había visto pasar al Expreso de Levante muchas veces, pero nunca como ese
día. Notó un magnetismo especial que le hizo mantener su atención en el segundo
vagón y en la tercera ventana del mismo.»
Después de leer este post, comencé a
preguntarme, si acaso ese niño tenía algo que ver con otros niños que yo había
conocido. Me llamaba poderosamente la atención la referencia a la magia. A
menudo la inocencia nos hace creer en un mundo irreal, mágico. Pero, la
inocencia suele jugar malas pasadas, a veces se paga con duelo. Yo conocí en mi
infancia a otro niño que recibió golpes que le abrieron el corazón como una
granada, y le convirtieron, a la fuerza, en un adulto prematuro, en un viejo a
la edad en que debería haber sido un inocente con vida en manos de la magia.
Aquel niño no pasó por un estado intermedio, no tuvo una transición a la
madurez. El viento sopla de costado para algunos, les empuja, pero no les
derriba. Para otros, se convierte en ventisca permanente que ofende al rostro
que abofetea. Hay niños que notan demasiadas veces el impulso negativo, y
también el frío devastador de las moléculas que componen el fluido del aire
gélido, sus circunstancias les siembran el rubor de la tristeza en la cara.
Afortunadamente no era el caso de Juan, como contaba Jesús.
Y volví a pensar en la influencia de lo
mágico. Pero no sabía exactamente a qué se refería cuando hablaba de aquella
ventana y de aquel vagón. Así que tuve que esperar pacientemente varios días
hasta que vi publicado el siguiente post.
«El tren pasó delante de los ojos de
Juan como un vehículo que iba camino de un destino desconocido. El niño observó
que, desde la tercera ventana del segundo vagón, salía volando un papel que el
aire llevó acariciando el tiempo, hasta posarse delante de su pie. Antes de
coger el papel en sus manos, Juan volvió a mirar en la dirección en la que
había desaparecido el Expreso de Levante. Y sólo, cuando tuvo la certeza de que
había desaparecido de su vista, se inclinó para recoger el papel.
Tras el primer vistazo pudo concretar
que se trataba de un cómic de hazañas bélicas en el que había escrito a mano,
con letras realizadas con pluma estilográfica, unas líneas de parecidas
dimensiones. En total eran catorce. El texto se superponía a los dibujos del
cómic en los que aparecían imágenes de la guerra de Corea. Y justo al inicio de
la página, que sin duda había sido arrancada de la encuadernación original,
figuraba escrita una frase que pudo leer con facilidad.
La frase decía: Debajo de cada traviesa
del tren hay una historia oculta.»
Con esa frase enigmática terminaba el
segundo post. Me entraron ganas de buscar el teléfono de Jesús y preguntarle
cuál era el sentido que tenía el tren en su vida, porque poner al personaje de
Juan junto a las vías, tenía que tener algo de relación con su propia
existencia. Ya sabemos que la realidad supera a la ficción. Cada hombre, cada
mujer, casa sociedad, cada cultura, aporta matices diferenciadores a la
infancia, pero ninguno debemos eludir la responsabilidad del niño que llevamos
dentro.
Yo he de conformarme con lo que me tocó
en suerte. No puedo cambiar mis orígenes, ni mis vivencias. Tengo que ser
consecuente con el pasado y extraer de la experiencia el lado positivo. Es
preciso reflexionar sobre los hechos y mantener una actitud creadora para
convertirlos en enseñanza y en virtud. Hay que mirar al presente con cara de
póquer, guardando un as bajo la manga, sin que el destino, ese rufián que juega
contra la vida al otro lado de la mesa, lo sepa. Cada vida es una historia,
cuando menos. El tren que nos lleva pasa por encima y arrastra lo que encuentra
hasta el olvido.
Unos días más tarde apareció en la
pantalla del ordenador el tercer post.
«Juan comenzó a leer aquellas catorce
líneas. Observó que algunas terminaban en sonidos similares, cuando no
idénticos, que tenían un ritmo musical, una extraña melodía que penetraba en el
alma sin darse cuenta. Pero había palabras que no entendía. Se dio cuenta que para
conocer aquella historia oculta era necesario conocer palabras nuevas. Ese día
nació en él la afición por descubrir palabras, el gusto por buscar expresiones
que le hiciesen más comprensible cualquier historia que pudiese encontrar en
las traviesas del tren.
Juan dobló la hoja de cómic con el texto
manuscrito en su bolsillo. Lo hizo con la esperanza de descubrir algún día lo
que aquellas catorce líneas querían decir. Miró a su alrededor. Aspiró el aire.
Se dejó llevar por el sonido de los cantos de los pájaros. Miró las nubes y se
alejó con ellas en el cielo, igual que un pájaro que buscase la arquitectura de
su propio vuelo. Y deseó conocer el porqué de cada enigma que encontrase en su
vida.
Entonces comenzó a caminar junto a las
traviesas de la vía.»
Jesús dejaba claro en este post, que el
niño había descubierto que su futuro era el de las palabras, y que iniciaba el
camino tras ellas. Yo volví a recordar a otro niño, un niño que se sentía un
árbol insignificante plantado en medio del campo. Y no hay árbol sin raíces, ni
sin un lugar donde las raíces toman conciencia de la tierra que les alimenta.
Esos nutrientes son las sustancias que le hacen crecer, ya sean dulces o amargas.
Quizá hoy ya comprenda al árbol
solitario. Está necesariamente inserto en un paisaje. Lo entiendo, por yermo y
desamparado que se encuentre. Soy cómplice de su naturaleza noble y de su
estriada madera. La misma que luego es traviesa de las vías del tren. Unas
traviesas donde el pasado se transforma en geometría, y debajo de las cuales, un papel se convierte en
rectángulo donde el alma enmarca una ilusión. Tal vez, después se esfume en el
aire, como si se tratase de los restos del humo de la máquina de vapor del
Expreso de Levante del que habla Jesús en la historia de Juan. El humo de los
sueños.
El último post de la historia de Juan
que contaba Jesús Cánovas Martínez, me llegó la madrugada del día nueve de
marzo, sobre las cero horas y tres minutos. Era el lector diez mil del blog, y
tras leer un relato, había escrito el final de la historia del niño que se
había convertido en padre del adulto que llevaba dentro.
«Pasaron algunos años caminando junto a
las traviesas para que Juan comprendiese que lo que había encontrado escrito en
aquel cómic era en realidad un soneto, un poema que le invitaba a descubrirse a
sí mismo, a hablar del amor, de la experiencia, de la muerte… Y para ello debía
escribir nuevos poemas con las hojas de papel que encontrase a lo largo de la
vía del tren. Y así sucedió en su edad adulta.
Juan recuerda aún el día que escribió el
primer soneto. Tuvo la sensación de que el Expreso de Levante ya no pasaría más
por las vías que le llevaban hasta cerca del mar, de que quizá, él debía
detenerse en una estación más próxima al corazón, y dejar que fuesen los poemas
los que siguiesen caminando por las traviesas de la vía. Una vía con destino
hacia lo desconocido. Tal vez hacia la eternidad.»
21 de marzo de 2014
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Mariano Valverde Ruiz ©
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