LA SOMBRA DE MIGUEL EN EL ROSAL
Miguel escribe sentado
sobre una piedra mientras el ganado pasta a su antojo en el paraje de la Rivera de Peramora. Ha abierto su
cuaderno de tapas duras y con el lápiz de grafito despliega su esmerada
caligrafía sobre el papel. Aún no sabe que hoy, antes de que el sol se oculte
tras el horizonte, el sentido de su vida cambiará de forma irreversible.
La tarde del 9 de mayo
de 1939 deja caer sus horas sobre una dehesa situada a pocos kilómetros de Aroche y cerca de su pueblo: Rosal de la Frontera. El joven Miguel
salió temprano de su casa, situada en las afueras del pueblo, cerca del camino
que utilizan pastores y arrieros para ir a Portugal. Lo hizo para conducir al
ganado hasta donde se encuentra ahora, no muy lejos del río Alcalaboza. Ha pasado el día ajeno a los
avatares de la guerra que ha asolado España. Él tiene poco que perder. Ya no le
queda familia. Solo su ganado y sus recuerdos. Pero sus dieciséis años se
mantienen en guardia por si aparecen los lobos, o alguna partida de soldados
hambrientos.
La primera línea del
primer párrafo es un encuentro con la memoria. Miguel intenta recordar cuál es
el primer hecho de su vida del que tiene una imagen fijada en la mente y que
pueda contar con palabras sinceras. Y recuerda a su padre ordeñando a una cabra
para la cena de aquella noche perdida en un invierno no sabe cuántos años
atrás. Y luego se ve sentado en el suelo, junto a otros niños de distintas
edades, en una construcción de piedras y barro, con parte de la techumbre
derruida. Frente a ellos recuerda la figura de un hombre menudo, de palabras
pausadas y voz profunda, que les hablaba de un mundo desconocido. Era un
maestro que había sido enviado por la República para alfabetizar al pueblo.
En la segunda línea del
texto, comienza a darse cuenta del caprichoso desorden con el que fluyen los
recuerdos. Ve una casa, un padre, una madre, ovejas que balan, cabras que
remueven la broza y gallinas que picotean los rastrojos. Siente un día de
lluvia. Una noche de miedo. Unos golpes en la puerta. Hombres que entran con
estrépito. Los gritos de su madre. El sonido del fusil. El olor de la pólvora. Ve
a su padre saliendo por la puerta con las manos atadas, perdiéndose en la
memoria, ya nunca lo volvería a ver. Y sus ojos horrorizados regresan al suelo,
ya manchado por la sangre de su madre. Cuerpo, tierra y sangre. Percibe el olor
de la muerte, algo que jamás olvidará. Sabe que todo fue en 1936, pero no puede
precisar en la línea del tiempo, el día exacto en que sucedieron los hechos que
le dejaron petrificado bajo la cama, a sus trece años. Desde entonces vive
solo. Y solo se mantiene alejado de cualquier persona que le pueda arrebatar lo
único que le queda: su soledad.
En la tercera línea ya
va penetrando la luz por la oquedad de los fonemas, conforma un espacio y les
confiere sentido. La tarde en el paraje de la Rivera de Peramora va cayendo por la falda de los montes de la
sierra de Huelva. El viento trae los fonemas, que salen de la boca del maestro
de la escuela unitaria, como signos de conocimiento. Es un viento poético el
que habla, el viento del pueblo. Es la voz de aquel hombre pequeño, de ojos
negros y vivos, vestido siempre con su pantalón de pana y su chaqueta de lana,
que le enseñó a escribir: olivo, almendro, trigo, alforja, mula. Y luego, más,
y más, y más palabras. El espacio toma forma en su mente, es aquella vieja casa
habilitada para la enseñanza. Y los sentidos van comprendiendo todo lo que
estaba escrito en una enciclopedia escolar básica: la memoria del maestro
Fermín.
Miguel sigue
escribiendo al abrigo del sol. Los reflejos de algunos pensamientos van llenando
la página de tristezas, de miseria y de sinsabores. Sólo en algunas ocasiones
reflejan destellos áureos que maximizan hechos, o pensamientos, que forman
parte de su pasado. Como el día aquel que fueron a recibir la bendición para la
cosecha y sus señoritos le regalaron una moneda para que fuese un niño bueno y
obediente. Él pensó que con aquella moneda compraban su conciencia. Entre los
haces de luces de sus recuerdos aparecen con nitidez las alas de un gorrión
perdido entre las zarzas del campo. Hoy quedan en su recuerdo dos alas rotas.
Junto a él hay una rosa
silvestre que aporta aromas puros al aire. Una rosa roja.
Miguel mira la flor que
tiene a pocos metros. Tiene un tallo de fantasía y múltiples pétalos de
imaginación. Cerca de la rosa solitaria hay ortigas, hierbas salvajes que
muchas veces han llenado sus manos de rabiosos picores. Y también cenizos que
colman el horizonte de malos augurios. Como los que ahora decoran el horizonte
de otro hombre que ha sido traído al pueblo desde Portugal la mañana del día 4,
y que él no conoce, aunque lleve su mismo nombre.
Escribe sin cesar. Y
así va llenando el cuaderno con las sombras de la miseria y de las carencias. Dieciséis
son demasiados años de sombras, afiladas como espinas de jinjolero, sombras que
han dejado heridas ocultas difíciles de cauterizar. Igual que las heridas de
los interrogatorios que han hecho al hombre asustado que hace cuatro días vio
como su sangre manchaba la celda.
El papel donde escribe
es un balcón que va tomando forma. Un balcón donde se asoma a sus primeros años
de vida. Levanta los ojos y mira hacia el frente. Nota en el rostro el brío
húmedo de una tarde crepuscular. Presiente que el río de la poesía, del que
hablaba el maestro en la escuela, se va acercando a su mar. Tan lejano aún. Tan
desconocido. Igual que el mar que buscaba el hombre preso. Es su caso, la
metáfora debió cobrar sentido cuando la madurez ya le llevara con el pelo cano,
y ya supiese que todos los ríos van al mar, que es el morir. Pero el poeta es
aún un hombre joven. Pocos años mayor que el que escribe sentado en la
piedra.
Miguel levanta la vista
y mira el horizonte. Detrás de sus palabras quedan tan solo unos años de vida
echados a la espalda como un serón lleno de jirones melancólicos, a veces
maltratados por un sol sin sintaxis. Tal vez delante tenga una nueva forma de
interpretar la vida. La del verde de la dehesa, la del azul del cielo. Pero aún
no lo comprende.
Abre un paréntesis en
el cuaderno para intentar retratar los años vividos, para dibujarlos, para
sentirlos como si se tratara de un papel mojado que se perderá en el monte, o para
interpretarlos como un espacio aún por llenar, abierto a las inclemencia del
tiempo futuro.
Miguel no sabe que solo
tiene hoy para cerrar el paréntesis y poner punto y aparte en el relato de su
vida. Porque el destino le reserva un nuevo papel para su futuro.
El joven respira y vuelve
a mirar por el balcón de sus palabras desde dentro, como le decía el maestro. Tal
vez igual que lo hizo el poeta en su celda de Rosal de la Frontera hace dos días, cuando escribió a su esposa y
le contó que estaba detenido, pero que estaba bien, ocultándole el dolor que
sentía en todos los huesos como consecuencia de los golpes. Y es el interior de
Miguel el que le redacta el primer silogismo de su existencia. ¿Para qué he
nacido? Si estoy aquí debo de tener una misión en la vida. ¿Pero cuál?
Del día en que nació no
recuerda nada. Tampoco le han contado cómo fue.
Miguel reordena las
palabras con la paciencia de quien reconstruye los años para entender el porqué
del presente que vive. Las respuestas están en el tiempo clausurado, en esa
presencia incorpórea, ni oro, ni incienso, ni mirra, que fue puro laberinto de
la infancia. Lo hace del mismo modo que el poeta preso en la tarde del día
siete mientras escribía un poema. El poema de un hombre encarcelado.
El otro Miguel, el
poeta, buscó las palabras concretas y escribió que la afirmación del hoy está
en aquel jardín de las fantasías del que trató de dibujar sus contornos, sus
imágenes y sus sensaciones. Lo intentó sabiendo que estaba contrariando a la
realidad, de la forma que mejor sabía, obteniendo de ella una visión parcial e
interesada, describiendo el enigma de la guerra en un papel blanco, a base de
trazos que también contenían algo de fantasía, de irrealidad, de mentira. Aquella
tarde del siete de mayo, el poeta sabía que en toda mentira siempre hay algo de
la esencia de la verdad. Que las falsedades nos las sirven a base de platos de
dos colores. Y declaró bajo juramento, entre heptasílabos, que hemos de
aprender del prodigio de la palabra para liberar la mente ante la opresión de
la mentira.
Miguel, el joven de dieciséis
años, ve que el sol va cayendo sobre el horizonte y que la sombra de un árbol,
que había a unos metros de su espalda, ahora le cubre casi por completo.
Observa el dibujo que la sombra hace en la tierra. Parece la figura de un
hombre. Las facciones de la cara se pueden apreciar sobre el terreno. El joven siente una punzada en el corazón y
parece que un misterio oculto se le revela en ese instante. En su cabeza se
proyectan las imágenes de un maestro de escuela que es detenido delante de sus
alumnos. Los hombres que le empujan le llaman rojo, traidor. Le insultan y le
pegan. Los niños no entienden nada. Los mismos hombres lo sacan de la escuela y
le llevan a empujones hasta una prisión donde le dan papel y lápiz para que
mande sus pertenencias a los familiares. Le dicen que de madrugada le llevaran
de paseo a tomar “café”. Después, la
mente de Miguel escucha el ronco quejido de un camión, escucha el cerrojo de
los fusiles. Y siente como si fuese en su propia carne, las punzadas de las
balas que acaban con la vida del maestro.
Un escalofrío recorre el
cuerpo de Miguel. Nota en sus carnes el frío de la caída del sol y parece
reconocer en la sombra del árbol la imagen de Miguel Hernández, el poeta que su
maestro Fermín mencionaba en la escuela unitaria. Es una sombra alargada que se
aleja en el horizonte camino de la otra orilla de la montaña. Igual que ahora
la sombra de Fermín. Y quizá, mañana, la suya.
Miguel inicia el camino
de regreso a su casa recordando la cara de su maestro. La del poeta que hasta
ayer estuvo en su pueblo, no la conoce. Cuando llega a su morada, su pequeña
casa junto al camino, encierra al ganado en el corral. Luego ve un paquete
junto a la puerta de su vivienda. Lo toma entre sus manos. Lleva el matasellos
de correos de Rosal de la Frontera
del día 9 de mayo de 1939. Lo abre con curiosidad porque no espera
correspondencia de nadie.
Dentro hay una bufanda
de lana de color marrón oscuro. La desdobla y encuentra unas hojas de papel. La
primera de ellas es una nota firmada, las demás están atadas con una cinta de
tejido, probablemente de una camisa.
La nota dice:
«Querido Miguel:
No tengo nada más que
dejar, ni a nadie a quien escribir. Recuerdo que tú escuchabas con atención mis
palabras. Y veía en tus ojos algo especial cuando hablaba de belleza, de
libertad, de amor, de poesía…Por eso te envío estos poemas arrancados del libro
de Miguel Hernández El rayo que no cesa.
Entre ellos hay un poema manuscrito en papel de estraza que se llama “Hombre encarcelado”, lo conocerás
porque tiene un dibujo del barco que Miguel Hernández pensaba tomar en Lisboa
camino de la libertad. Este poema ha llegado a mis manos por azar del destino.
Me lo trajo anoche para que se lo leyese
la mujer de Francisco Guapo, a quien se lo había regalado Miguel, por llevarle
comida y ropa a la celda que compartía con su marido, en Rosal de la Frontera. Sé que tarde o temprano, los entenderás.
Ahora es posible que solo dejen en ti un aura de misterio y quizá una profunda
amargura.
Por azar del destino he
coincidido con mi maestro, el poeta. Le trajeron detenido desde Portugal el día
4 de mayo y le han traslado hoy, 8 de mayo, a la cárcel de Huelva. Me han dicho
que en su interrogatorio ha sido valiente, a pesar de haber sido torturado
hasta orinar sangre. Que siempre ha dicho lo que pensaba y no lo que le podía
salvar. A mí, ni siquiera me han interrogado, solo me han dicho que me despida
de la escuela.
Te deseo que construyas
tu futuro siendo fiel a tus ideas, pero no confíes en quien no puede
entenderlas. El terrible mundo que me arrebata la vida cambiará algún día.
Quizá tú lo veas. Entonces recuerda mis palabras y las de Miguel Hernández. Y
recuérdaselas a los demás. Es posible que den sombra a otros a quien abrase el
sol de la intolerancia.»
Miguel quitó el lazo a
las cuartillas, las desdobló. Y leyó la primera. Y la segunda. Y la tercera…
Encontró el manuscrito. Palpó el tacto de la estraza y pudo oler la injusticia.
Lo leyó. Y en ese momento supo que dedicaría su vida a enseñar cómo se escribe
la palabra libertad.
28 de marzo de 2014
Con motivo del aniversario
de la muerte de Miguel Hernández
Todos los derechos
reservados
Mariano Valverde Ruiz ©
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