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Al encontrarse con el cartel
anunciador de una actuación teatral que llevaba por título El asesino manco, Inocencio se da cuenta de que por unos minutos ha
perdido la atención sobre lo que más le preocupa esta noche.
—Es bonito recordar los buenos
momentos con Marlén, pero no se me olvida cuál es mi propósito esta noche:
matar al indigno agente cuyo nombre no quiero recordar, aplastarlo como a una
cucaracha apestosa.
Inocencio gira la cabeza hacia
una de las tiendas de moda.
—¿Qué decía yo?... Lo cierto es
que me han distraído dos mujeres que están curioseando los escaparates de una
de las múltiples tiendas de moda que hay entre la red de San Luis y la plaza de
Callao. Una de ellas me ha recordado la cabellera dorada de Marlén. La otra
parece una infeliz decorada con abalorios carísimos, tal vez sea la
insatisfecha esposa de un magnate de los negocios y las finanzas. Su forma de
moverse ante el escaparate es inquietante, da la impresión de que estuviese
tentando a la lujuria con los abanicos de su tarjeta visa oro para que le
provoque un orgasmo… ¿Qué estará pensando? Mira que si lo que está es
decidiendo que lo tendrá absolutamente todo si se convierte en la viuda
inconsolable del gran magnate. ¡Vaya usted a saber! Y yo mientras pensando en
Marlén. No sé qué pasaría si algunos tuviésemos la posibilidad de conocer los
pensamientos más íntimos de las personas que nos encontramos en la calle.
Ahora está a la altura del café Chicote. Ha echado un vistazo por los
cristales por curiosidad para ver si hay alguien que pueda conocer.
—Es posible que encuentre a
alguno de los que aún no salen en los telediarios, pero qué, como los otros,
estará trajinándose al mangante de turno para sus corruptelas políticas. Creo
que hemos perdido gran parte de la confianza en nuestros políticos, el país
necesita una regeneración importante para que no se pierdan los valores democráticos.
Y es que algunos han sabido sublimar la esencia de los actores en sus
comportamientos. Han sabido hacernos creer lo que no eran en absoluto.
No sabe por qué ahora mismo, en
este preciso momento en el que tiene la certeza de ser un solitario transeúnte,
un ser desconocido y anónimo que camina entre la multitud, calle abajo de la Gran
Vía, le entran ganas de hacer el ganso, de portarse como un ridículo insensato,
de hacer reír a quien le vea caminar por esta calle multitudinaria con saltitos
cruzados y esperpénticos.
—No sé por qué, ahora
precisamente que por mi cabeza rondan pensamientos asesinos, tengo la necesidad
de ponerme a imitar todo lo que se me ocurra. Y por qué no ser un indio
Cheyenne y subirme a la acera dando botes para danzar posteriormente alrededor
de aquel poste de iluminación ejerciendo de chamán que reclama el agua del
cielo. Sí, soy pluma mojada, el gran guerrero de la tribu, un indio que también
piensa en la forma de cortarle la caballera al rostro pálido que me ha robado
la brisa dorada de la pradera. Ahora me marcaría la cara con pinturas de guerra
y gritaría a la luna como un lobo ensangrentado del desierto expresando toda mi
sed de venganza. ¡Vaya tontería! …
Inocencio comprueba que la acera
está cada vez más repleta de gente.
—Debo de estar muy cerca de una
de las salidas de Pasapoga. Hace tiempo que no estoy en Pasapoga. A ver cuándo
puedo permitirme apartar algo de dinero de mi sustento diario para visitar el
local y revivir tiempos pasados. Debo recordar mis ajadas dotes de seductor,
esos gestos que me hicieron célebre en la sala: la sonrisa enigmática del
desbragador de Londres, como me llamaba uno de los camareros; el dedo del
Martini madrileño, como me citaba la encargada del guardarropa; la ceja del
pistolero de la barra americana, como me tildaban los amigos cuando no
conseguía embaucar a ninguna chica con mis encantos. Sí, decididamente debo
recordar todas aquellas sutilezas que sólo un cazador avezado de la noche, como
yo, podía interpretar bajo las luces de neón. Y es que yo aprendí imitando lo
que veía hacer a los que se las llevaban al huerto. Un actor ha de ser un gran
imitador.
Inocencio sigue caminando con
cierta nostalgia de los buenos años en los que pudo manejar el dinero suficiente
para permitirse algunos lujos. Deja atrás los cines Avenida. En las carteleras
de las películas de estreno se adivinan terribles aventuras.
—La farsa es la otra cara de la
tragedia. Va con nuestra profesión. Al igual que la vanidad ennoblece al buen
actor, la farsa le confiere una aureola de mito irrepetible. Hay que saber
fabricarse una imagen completamente escandalosa, llena de mentiras y de
imposturas, repleta de tragedias y dramatismos mediáticos. Esta noche comenzaré
ese paseo por la escollera de la fama. Por qué no idear la forma de convertirme
en un héroe que salve a la más bella dama de las garras de la muerte. Bien
pensado, podría acercarme a esa recreación del mito del galán salvador, en los
brazos del que siempre cae la dama de la obra. A ver si surge la oportunidad.
Mira el reloj de nuevo. Le parece
mentira cómo pasa el tiempo. Ahora camina por la zona donde se encuentran la
mayoría de los cines y teatros: Callao, Capitol, Coliseum, Rialto, Imperial,
Lope de Vega, Palacio de Prensa, Cines Gran Vía. No quiere mirar atrás. Tiene
la sensación de que alguien le observa, alguien que conoce sus intenciones.
Vuelve la cabeza hacia atrás en dos ocasiones y duda.
—Es como si justo detrás del
cogote hubiese alguien apuntándome a la nuca con un revolver en cuyo tambor sólo
brilla una bala. Siento un escalofrío terrible que me recorre las carnes de
arriba abajo como un rayo inmisericorde. No voy a mirar hacia atrás. Lo pasado,
pasado está. Miraré hacia delante. Me gustaría verme aquí, donde estoy ahora, en
el teatro Lope de Vega. Quisiera estar aquí siendo una gran estrella y no siendo
como soy, un pobre aprendiz de personaje de cuento, un ridículo personaje que
sobrevive intentando contar cuentos, un doblador mal pagado, una mota de polvo
en esta calle de la fama, una sombra. Hoy mismo, casi nada.
Sacude la cabeza de un lado hacia
otro intentando conciliar su autoestima y recuerda lo que ha de hacer de inmediato.
—Marcaré otra vez el número de
Marlén, mi diosa gala. La llamo así porque su bellísima anatomía es producto de
la genética francesa. Parece que sigue sin cogerlo. Le dejaré un mensaje en el
buzón. A ver si hay suerte y me devuelve la llamada.
—¡Hola bizcochito! ¿Dónde estás?
Llámame cuando puedas. Pero que sea dentro de una hora. Estaré ocupado en la
sala de grabación y no podré atenderte. Besitos.
Desconecta el móvil y lo guarda
en el bolsillo.
—En teoría voy a estar grabando
en el estudio porque llevo el trabajo retrasado para la fecha de entrega. Nadie
puede comprobar si es cierto o no. Eso me da unos minutos de cobertura en los
que nadie me controla y en ese tiempo puede ocurrir todo lo que me interesa. Si
no recuerdo mal, estoy ya muy cerca del lugar que me indicaba la guía como
domicilio particular del sujeto que voy a eliminar de este planeta de
oportunistas y deslenguados sin escrúpulos.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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