16
Inocencio lleva unos metros
mirando con detenimiento hacia los portales de los edificios. De repente se
detiene como si fuese un fotograma de Al
Capone. Lleva las manos en los bolsillos, la cabeza alta, la espalda recta,
las piernas en tensión. Sólo le falta un sombrero de ala ancha caído hacia el
lado derecho, y una colilla de cigarro de petaca en la boca, a punto de
apagarse en el labio. En sus ojos se refleja la luz de las farolas y, bajo los
párpados de este aprendiz de asesino, un redactor de malas películas de dibujos
animados podría haber escrito: no debiste
cruzar el Misisipi, forastero.
—Aquí está, es el 64, justo
después del cine Gran Vía. Éste es el portal del número que figura en la guía
como domicilio de mi agente. Espero que no haya cambiado de madriguera. El muy puñetero
tiene su despacho en casa. Así no paga gastos extras. Es como uno de esos
agentes pobretones de las novelas policíacas que se vendían por entregas. Las
veces que he hablado con él me ha parecido un tipo feo, poca cosa, alguien que
juega a darse importancia con los demás y que realmente no se come un colín,
que malvive como puede, igual que yo. Seguro que con las mujeres no tiene
demasiado éxito.
Se dirige con determinación hacia
el portal. Su caminar parece el de un soldado a ritmo de la marcha militar del Puente sobre el río Kwai.
—Llamaré al timbre para que me abra
y me reciba con los brazos abiertos después de anunciarle que vengo a pagarle.
Quiero verle la cara muy de cerca antes de decidir sobre su futuro. Que me
explique cómo es que le han cogido a él y no a mí para ese papel de Macbeth. Quiero
escuchar sus argumentos. Luego me despediré y volveré más tarde para mandarle
directamente al infierno. O quizá opte por no esperar otra oportunidad y darle el
empujón que ideaba antes. Ya veremos… No contesta. Estará dormido. Ya es tarde.
Casi es de madrugada. Insistiré…
Durante varios minutos sigue
llamando con insistencia. El tiempo le parece una eternidad. Y es la ansiedad
la que colapsa sus nervios y le va desmoronando poco a poco hasta tomar la
decisión, la única que puede adoptar en ese momento.
—Me doy por vencido. Este tipo no
está en casa. Y ahora dónde lo busco. No quiero llamarle al teléfono porque eso
dejaría un rastro evidente. ¿Dónde estará? Madrid es demasiado grande como para
averiguar cuál es su paradero. Si supiera al menos cuáles son sus costumbres actuales
y los locales que frecuenta cuando sale de copas. ¿Dónde rondará este lindo
gatito? Tendré que aplazar mi ajuste de cuentas para otro momento.
Inocencio se mueve con lentitud
por la acera intentando recomponer sus planes.
—Volveré a llamar a Marlén. Entre unas cosas y
otras ya casi pasa una hora desde que le dejé el mensaje de voz. No ha dado
señales de vida. Es posible que esté en La
nuit. Recodar su tacto y su piel me ha excitado. Después de un largo día de
trabajo bien me vendría una copa y unas horas de sudar junto a ella. No sé si
estará allí. Pero es muy probable. Hace tres días que no la veo. Siempre anda
con escusas. Recuerdo que me dijo que esta noche quizá tuviese espectáculo. Que
le habían prometido algo novedoso.
Mientras camina, Inocencio ha
sacado el teléfono y ha marcado de forma automática.
—¿Dónde estará Marlén? Su móvil sigue
sin dar señal. ¿Qué hago?... Iré a La nuit.
Son sólo diez minutos de caminata desde el lugar donde me encuentro. Además me
fascina el ambiente sórdido de las sesiones golfas. Y hoy toca.
El doblador de películas de
dibujos animados cruza la calle por el paso de cebra como un noctámbulo que
busca la otra orilla del rio de la vida, esa orilla más turbulenta que nos
arrastra hacia un placer necesario y que quizá evada de una realidad poco dada
al narcisismo. Gira a la izquierda en la primera boca de calle, sigue avanzando
mientras observa el ir y venir de taxis y turismos. Tras dos calles que forman
parte del imaginario colectivo del Madrid típico, vuelve a tomar otra calle a
la izquierda. Es una figura anónima entre las sombras, una silueta que se
pierde en una ciudad donde Indiana Jones nunca buscaría el tesoro de Salomón.
Inocencio piensa ahora que le
gustaría ser un fantasma, un ente invisible que pudiera trasladarse sin
esfuerzo por las calles, atravesar paredes, ver qué hay tras cada obstáculo, y
poder encontrar rápidamente al “bicho comercial de actores” que anda
persiguiendo para ajustarle las cuentas.
Perdido entre divagaciones
absurdas y dejando que sus ojos naveguen con libertad por la calle donde camina,
se encuentra un llamativo cartel que casi le corta el paso. Se trata de una
enorme figura que representa a Batman. En el lateral se lee: Disfraz 24 horas. Junto a la figura, un
escaparate muestra diversos objetos: varios modelos de disfraces, algunas caretas,
muchos antifaces y otros accesorios para fiestas. Justo al lado del escaparate
hay una puerta de cristal que está protegida por una verja metálica. En la
pared contigua hay una flecha pintada, y en su vértice, un llamativo botón rojo,
debajo del cual se lee: Llame a cualquier
hora.
Inocencio recuerda en ese momento
que está muy cerca de las fiestas de carnaval. Siempre le ha gustado aparentar
quien no es. El carnaval le brinda esa oportunidad placentera. Cree que no le
vendría mal echar un vistazo. Mira con detenimiento todo lo que se expone en el
escaparate. Le llama la atención un horrible disfraz, aparentemente hecho con
esparto, y que simula una bestia imposible de comparar con nada conocido. El
resto de los disfraces son reconocibles: personajes de cuento, princesas,
monstruos varios, un primo de Drácula, dos payasos, etc. También hay un disfraz
veneciano y otro de fantasía brasileña. Ambos están situados en lugares
destacados del escaparate. Pero el que de verdad llama la atención del doblador
es el disfraz de bestia de esparto. Siente curiosidad por saber algo más de su
procedencia. Se decide y llama al timbre.
En apenas dos segundos comienza a
escucharse un sonido metálico y la verja se eleva dejando franca la puerta de
la tienda. Se enciende la luz en su interior y aparece la imagen de una mujer
mayor. Lleva la cara muy maquillada y sus facciones dejan entrever los años
ajados de sexta década. Va vestida de negro y un largo collar de perlas cuelga
de su cuello como una boca de caimán. No mide más de uno sesenta, aunque los
zapatos de tacón la elevan del suelo cinco centímetros más. Su sonrisa es igual
de blanca que las perlas.
—Buenas noches. ¿Qué desea?
—Discúlpeme. Me he atrevido a
llamar a pesar de la hora que es porque el cartel de fuera invitaba a ello.
Espero no molestarla demasiado. Me gustaría conocer algo más sobre esa máscara
de ahí afuera.
Inocencio se gira y señala con el
dedo la bestia de esparto.
—Sobre ésa.
La mujer señala la máscara con el
índice de la mano derecha y tuerce el gesto.
—Si quiere utilizar esa máscara,
lo primero es saber qué desea hacer con ella.
—Pues… no sé. Disfrazarme como
todo el mundo. Participar en una fiesta. Lo de siempre.
—Ya veo que no lo tiene claro. Lo
mejor es que le explique algunas cosas.
—Usted dirá. Pero no quiero
importunarla ni entretenerla demasiado.
—No es molestia. ¿Cómo se considera
usted? ¿Un hombre corriente? Sí, eso leo en su mirada. Pues verá, aunque seamos
en esencia iguales, todos pretendemos ser distintos. Por unas horas pretendemos
sacar el lado opuesto de nuestras personalidades.
Inocencio asiente como si
estuviese escuchándose a sí mismo. La mujer continúa.
—Ese deseo viene desde muy
antiguo. Desde el paleolítico. Al principio el disfraz comenzó a utilizarse
como una máscara, es decir, completo. Y también como careta, sólo la faz. Se
cree que era con fines de origen religioso.
—Sí. La preocupación ancestral
del hombre por lo desconocido, por saber de dónde venimos, a dónde vamos.
Siempre hemos pretendido acercarnos a lo inexplicable. Y comprender por qué se
acaba nuestra vida.
—Así es. La muerte y la religión
van ligadas también a la máscara. En Egipto se usaban para perpetuar el rostro
de los muertos. Se colocaban junto al ataúd imitaciones de la cara del difunto.
Los fenicios también utilizaban máscaras funerarias. Y así durante muchos
siglos.
—¿Pero no siempre ha sido la
muerte el motivo para usar máscara? ¿Y la componente festiva?
—Fue en la Roma clásica cuando se
comenzaron a usar con carácter festivo. Los actos en honor a Baco, dios del
vino, las saturnales y lupercales romanas, originaron la costumbre del
desenfreno. En Egipto fueron las ceremonias en honor al buey Apis.
—Si aquellos romanos levantasen
la cabeza y viesen lo que originaron, seguro que se sentirían enormemente
orgullosos.
—Pero no siempre fue así. En la
edad media se utilizaba la máscara para protegerse en las luchas. Era parte de la armadura. Y
además había usos mágicos, entre los que se encontraban los esfuerzos por ahuyentar
las enfermedades.
—¿Y en el teatro?
—Ése es otro tema, caballero. El
teatro ha utilizado la máscara desde hace muchos siglos. En el antiguo Japón,
las princesas del teatro NOH eran hombres de más de setenta años que iban
disfrazados. Y sin duda, del uso del disfraz a lo largo de la historia del
teatro, podríamos estar hablando mucho tiempo. ¿Y no lo tiene usted, verdad?
—Siga. Es interesante lo que me
cuenta. Hoy, el carnaval es una mascarada meramente festiva, pero resulta
curioso conocer lo que me está diciendo.
—La fiesta de la carne antes de
comenzar la cuaresma, ya sabe, es una fiesta religiosa cristiana. Pero hay
otras manifestaciones en las que se usan máscaras. Y muchas de ellas están
vinculadas a la muerte: las máscaras de Halloween, o las del día de los muertos
en Méjico. Pero…¿Por dónde íbamos? Me decía que no tenía una idea muy clara de
para qué quería la máscara…
—Pues no. No la tengo…Aunque…
Inocencio piensa en el agente.
Por su mente pasa la idea de que quizá pudiera servirle para sus planes de
exterminio del “bicho apestoso”.
—No. No me lo diga…Su cara me
indica que tal vez necesite del poder invisible que esa máscara proporciona. El
poder de transformarle en Dios, espíritu, demonio. El poder de convertir la
timidez en agresividad. La máscara trasforma lo que lleva en su opuesto.
—¿Qué precio tiene?
—Tiene un precio especial. Sólo
cuando su interior le diga que está dispuesto a pagarlo, sea cuál sea, venga
por aquí. Mientras tanto…No puedo decirle nada más.
—¿Pero?
—Siga usted su camino. Y si ese
camino le trae otra vez aquí, entonces le diré cuál es el precio que ha de
pagar.
Tras aquellas palabras, Inocencio
pareció escuchar en su mente las notas musicales de la banda sonora de Réquiem por un sueño. Una extraña angustia
le atenazó las ideas y le comprimió el estómago. Con esa sensación abandonó la
tienda. Al salir, un ojo parecía observarle desde la máscara de la bestia de
esparto.
CONTINUARÁ...
Novela corta
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
No hay comentarios:
Publicar un comentario