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Todos buscan su verdad entre las
sombras. Marlén y Ava no son la excepción de una regla que se cumple
inexorablemente entre todos los humanos. Un cielo oscuro ha quedado fuera del
cabaret, un cielo que va acariciando los rascacielos de Madrid con láminas de
humedad. Dentro del local es otra clase de cielo el que cubre los pensamientos
y da cobijo a las más ocultas obsesiones. Entre las paredes de La nuit algunos encuentran la templanza
necesaria para ser ellos mismos. Y lo hacen sin percatarse de que todos forman
parte del espectáculo de la vida.
Marlén entra al camerino que
comparte con Ava. Aún tiene bastante tiempo para maquillarse y prepararse para
la actuación de la noche. Lo hace con la confianza de que las horas venideras le
hagan encontrar la salida adecuada para el dilema que se debate en su interior.
Ava ha llegado hace más de media hora y está sentada junto al tocador. Las dos bellezas
son minúsculas golondrinas en la noche madrileña que vuelven siempre al nido de
las luces y los colores. Viven de su imagen y, siendo tan deseadas saben, que
muchos las envuelven en sus sábanas cuando llegan a casa, y que lo hacen como
una rebeldía contra su rutina. Eso les proporciona la fortaleza precisa para
dar rienda suelta a los papeles que tienen que interpretar.
—Buenas noches artista —saluda
Marlén, lo hace con una sonrisa un tanto forzada, pero sincera en cuanto al
afecto que siente por Ava.
—Buenas noches “plofiteloles”
—contesta con cierta ironía la cantante. La llama con ese calificativo cariñoso
desde que la conoció. Ella estaba sentada en la mesa paralela a la de Marlén en
un restaurante de Chueca, cuando, de
repente la escuchó discutir acaloradamente con un camarero chino porque había
pedido profiteroles de postre y le habían servido otra cosa. Marlén protestaba airadamente
y el oriental le repetía, una y otra vez, que no tenía “plofiteloles” que tenía
“galetas de la suelte”. Después, Ava se acercó y le ofreció tomar unos
profiteroles con chocolate en su casa.
—¿Qué haces?
—Pues aquí, cosiendo el vestido,
intentando estrechar el talle que se ha ensanchado con el uso y no me queda
bien.
—¡Qué apañada eres!
Ava mueve con orgullo las manos.
Va alisando el trozo de tela donde realiza el pespunte y lo deja sobre la leja del
tocador con mucho mimo. Luego toma una aguja y la clava sobre una esponja rosa
del tamaño de una mandarina. Lo hace con un ritual primoroso, como si estuviese
a las puertas del cielo y de ello dependiera entrar o no. Después, escoge una
bobina de hilo del interior de una caja metálica de las que se usaban como
recipiente para galletas. Es un hilo dorado y brillante que simula un rayo de
luz en la habitación. Desenrolla un trozo de aproximadamente medio metro y lo
corta con los dientes. Muerde y humedece la punta del hilo con saliva para
conseguir que sea aún más fino. Coge la aguja con la cabeza hacia arriba y mira
al trasluz para ver con exactitud dónde está el orificio por donde ha de pasar
el extremo afilado del hilo. Apunta con la otra mano como si se dispusiera a
realizar la suerte suprema de los toreros. Y luego mueve con sigilo la mano
derecha hasta que consigue ensartar el hilo en el ojal.
Marlén observa la maniobra de Ava
en un silencio con matices románticos. Se deja llevar por las palabras y la
música que salen de un pequeño radiocasete, una reliquia que la cantante lleva
consigo desde hace años como si de un amuleto de la suerte se tratara. “Tú, tristemente tú, me dijiste cuando me
marché, que de amor ya no se muere”, suena la música dulzona en el fetiche
de Ava. Es una vieja melodía italiana que envuelve la atmósfera del pequeño
camerino con los colores de la Toscana. Marlén escucha las palabras de la
canción. “Cuánto cuesta confesarlo”. Y
asiente. “No podrás mentir”. Y se
muerde las uñas. “Si de amor ya no se
muere, algo en mí se morirá”. Y entorna los ojos buscando un rayo de luz en
las sombras, acaso el rayo que ha dejado la hebra de hilo de Ava. “Nuestra historia tiene mal final”. Y la
tristeza se rompe en su interior como un tiesto de cerámica.
—Ya está. Ahora unas puntadas por
aquí y otras por allá. En unos minutos estará listo para una prueba. Si me
queda bien, entonces lo coseré a conciencia. Ya verás qué chulo.
—Ese vestido de volantes te va a
estar muy bien. Y con los arreglos vas a parecer la reina de La nuit.
Ava ríe con profunda
satisfacción.
—Si es que soy muy manitas para
esto de la aguja. Ja. Ja. Ja.
La cantante se deja llevar por lo
que en ese momento suena en el radiocasete y canta moviendo las manos como si
de gaviotas en la costa de Venecia se tratase.
—Vuela que vuela y verás que no es difícil volar…La, la, la. Será porque te amo.
—Te podrías ganar la vida de
modista.
—¡Vaya que sí! Y más ahora que
vuelven a estar de moda.
—¿De moda?
—Sí, por dos razones. Una por la
crisis de órdago que padecemos y que nos está haciendo regresar a los tiempos
de la posguerra. Y otra, porque parece que todas quieren convertirse en una
costurera espía, como la de esa novela de éxito.
—No me extraña. A quién no le
gusta el lujo y la elegancia. Y más si somos mujeres que venimos de la nada.
—A todas nos gusta presumir y
sentirnos guapas. Y deseadas…¿No?
—Claro…—Contesta Marlén con una
cierta levedad en el vuelo de sus palabras. A su mente acude de inmediato el
problema que le quema las entrañas.
Ava, que es muy receptiva, ha
notado el matiz de las palabras. Entre puntada y puntada, no pierde de vista
las expresiones de su amiga. La encuentra distraída y alejada, metida en su
mundo. Piensa que algo le sucede pero sabe que no debe presionarla para que
hable.
—Estás muy guapa esta noche —dice
Ava—. Bueno, como siempre. ¿Qué daría yo por ser la mitad de hermosa, coqueta y
femenina que tú eres.
—No seas exagerada. Si ya sabes
que tú eres guapísima.
—Qué va, tú eres más. Con ese
garbo que tienes. ¡Qué envidia me dan los hombres que te tocan!
—¿No estarás celosa?
—¿Yo? ¿Cómo voy a estar celosa?
¿No has visto qué palmito tengo?
Ava se levanta y se mira al
espejo. Se mueve con gracia mientras en el radiocasete se escucha: “Ven claridad y no vuelvas a escapar. Vuelvo
a su esclavitud. Ven claridad llega ya…” Se pone las manos en la cadera y
se gira hasta colocarse de perfil derecho, y luego izquierdo, alternativamente.
Se observa con devoción en el gran espejo del tocador. Después sube las manos
acariciando su cuerpo hasta colocarlas debajo de los pechos. Los levanta y
sopesa. Ríe con profunda satisfacción.
—No ves qué argumentos tengo yo
para conquistar a los hombres. Podría rendir todo Madrid a mis encantos. Por
cierto, ¿cómo llevas tú tus conquistas?
Marlén sonríe, pero un rictus de
amargura se asoma a sus labios con el aire de una capa siniestra. Ava no puede
soportar más tiempo la presión de la curiosidad y le pregunta directamente.
—¿Qué te sucede? ¿Algún problema
de amores con Inocencio?
—No. No es nada… Es que me duele
un poco la cabeza.
—Ya… Eso te lo soluciono en un
momento. Te voy a dar una aspirina disuelta en un vaso de agua…¿Has comido
algo? No…¿Verdad? Pues voy a pedir un poco de comida china para las dos.
Rollitos de primavera y cerdo agridulce…¿te parece?
Marlén asiente.
Ava tiene la certeza de que a su
amiga le sucede algo grave o de lo contrario le hubiese contestado que a ella
no le gusta el cerdo agridulce, que prefería arroz tres delicias. La cantante
intuye el posible dolor que su amiga siente por dentro y se acerca con ternura
hasta colocarse por detrás de su asiento.
Comienza a acariciarle el cuello y a masajearle los hombros. Nota la
tensión acumulada entre las fibras musculares de su amiga, las rodea con los
dedos igual que a un arbusto de espinos, con miedo a herirse.
—Vamos, cuéntame lo que te
sucede…Te sentirás mejor. Acuérdate de que somos la una para la otra…¿O no? Y
de que nada puede con nosotras…
Marlén se deja acariciar en
silencio. Ha sacado el teléfono móvil del bolso y lo ha conectado. Ve que tiene
varias llamadas perdidas. Comprueba el número y ve que se trata de Inocencio.
Duda entre si llamar o no. La inquietud le paraliza. Y guarda de nuevo el teléfono.
Ava también ha podido ver la pantalla iluminada del móvil con el nombre de
Inocencio y el número cinco.
Las dos se quedan en silencio
como si se dejaran llevar por esa verdad desconocida que ambas andan buscando. La
voz armoniosa de un cantante italiano trepa por el aire igual que una
enredadera: “Te odio y te amo. Mil
mariposas que mueven las alas haciendo el amor… Yo te amo… Y ahora recuérdame…
Hazte rogar un poco antes de hacer el amor… Yo te amo”.
CONTINUARÁ...
Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)