UN MUNDO NUEVO
Todo
ocurrió en el mes de enero del año 1966.
Una
tarde de la segunda semana de aquel enero vio a Margarita cruzar el campo arropada
en su abrigo camino de Los Jopos. Sus doce años caminaban con soltura para ir
hasta el lugar donde había llegado una caravana de un circo ambulante. Se lo
habían dicho por la mañana, en la escuela de Las Norias. Una de sus compañeras
de clase, que vivía cerca del lugar de acampada, le había hablado de cosas
diferentes, de animales enjaulados, de extraños objetos, de personajes
peculiares, de carteles con caras pintadas. Y de luces. Y de colores…
Margarita
tuvo que caminar más de tres kilómetros. Atravesó la carretera comarcal que
partía en dos sus territorios conocidos, siguió por el camino de Las Oliveras,
cruzó la rambla y llegó ilusionada hasta Los Jopos. Allí, en una explanada
cercana a la carretera, no muy lejos de un grupo de casas rurales, se habían
instalado las gentes del circo. Fue aquella tarde de enero, fría y desabrida,
cuando el reloj del tiempo dispuso sobre su destino. Había llegado la hora de
que supiese cuál era la razón por la que había venido al mundo.
La
novedad era muy excitante. Margarita nunca había oído hablar de cosas
semejantes. Aquel hecho era algo inusual y extraordinario en la comarca.
Aquella mañana había sentido una llamada hacia lo desconocido. Había escuchado una
voz interior que fue la que le guió hasta la explanada de piedras y grava donde
un mundo nuevo se había instalado. Tenía curiosidad por conocer. Quería aprender
cosas diferentes y satisfacer la necesidad de encontrar diversiones. Cuando
llegó a la explanada pudo comprobar que allí estaban aquellos hombres escuálidos,
de huesos elásticos; allí estaban los saltimbanquis, los malabaristas, los
payasos, todos los personajes que juegan con el hambre para convertirlo en
humor y espectáculo. Y todos estaban dispuestos a ofrecer sus actuaciones al
público y a pasar después el sombrero para enjugar su sudor con unas monedas
milagrosas.
A
lo largo de toda la tarde Margarita fue observando cómo realizaban los
preparativos para la función. Los singulares personajes del circo habían
levantando su carpa con palos, hierros oxidados, lonas viejas y otros
elementos. En el interior habían dispuesto sillas plegables alrededor de una
pista, en cuyo centro, un enorme poste sujetaba la carpa. El tenderete mostraba
su superficie tachonada de agujeros, fruto quizá de los accidentes de montaje o
de mordeduras de ratones, por los que se colaban los últimos rayos del sol
vespertino. Los artistas habían colocado sus carros en círculo para intentar
guarecerse de las inclemencias del viento. Cerca de los carros pastaban los
mulos y caballos que les servían de medios de transporte.
Antes
de la puesta del sol llegó el momento esperado. Los vecinos se habían ido acercando
hasta el lugar y aguardaban el instante en que se abriesen las lonas de la
entrada. Un payaso de roja nariz y gran boca, pintado hasta las orejas, al
grito de pasen y vean, abrió las lonas de la entrada y dejó franca la vista del interior. Y junto con otros vecinos, Margarita y su amiga, se dispusieron a
disfrutar de algo que nunca habían visto. En su casa había dicho que esa tarde
la pasaría con su amiga Regina y que irían al circo. Sus padres, ocupados con
el cuidado de las ovejas, decidieron dejarla ir sola con la promesa de que si
se hacía tarde se quedase en casa de su amiga y regresase a la mañana
siguiente. Regina también estaba emocionada. Las dos se colaron por debajo de
las lonas y fueron a sentarse en un rincón de la segunda fila, donde se
dispusieron a observar todo lo que sucediese.
El
espectáculo comenzó en pocos minutos. Tras un vigoroso redoble de tambor que
predispuso las almas de los asistentes para la admiración de mágicos momentos,
el maestro de ceremonias salió a la pista, saludó al público y presentó la
primera actuación. De inmediato aparecieron en escena dos equilibristas que
pugnaban por el más difícil todavía. Mientras, el maestro de ceremonias, seguía
arengando a los campesinos para que aplaudiesen las peripecias de los artistas.
Después apareció un trompetista que hizo sonar la oquedad de su instrumento con
la fuerza del viento y su pericia. Las notas que salieron del interior de la
trompeta parecían poseer el sentido musical de las grandes obras líricas. Más
tarde entró en la pista un hombre gordo que con los brazos levantados sujetaba
un tablón de aproximadamente un metro de diámetro, sobre el cual giraba, de un
lado a otro, un rodillo movido por un viejo mono. El primate tenía el pelo
blanco en varias zonas de su cuerpo, y en otras, el vello brillaba por su
ausencia. Iba vestido con un pantalón corto y tenía una cinta amarilla
alrededor de la cabeza. Resultaba muy cómico.
Después
de la actuación del mono, hubo una pausa que se encargaron de amenizar el
tamborilero y el trompetista. Mientras tanto, dos señoras fueron pasando entre
las filas de sillas unos cestillos para que los espectadores depositasen unas
monedas, o cualquier tipo de bien en especie: ropas, embutidos, frutas. Todo
era bien recibido. Se premiaban los gestos con agradecidas sonrisas y estrambóticas
flexiones de espalda.
Posteriormente,
tres payasos llenaron el espacio del círculo central con algo más que colores:
inundaron los ojos y las mentes de los asistentes con la plácida sensación del
humor simple y la parodia sencilla; chirigotas sobre cosas mundanas y de
general conocimiento. El espectáculo era una representación cómica de la vida
en la gran ciudad. Y se hablaba de lugares lejanos como Nueva York, Berlín, El
Cairo, Buenos Aires, o Pekín. El mundo podía tener el tamaño de un pequeño
circo.
Margarita
intuyó que algún día podría contar lo que estaban percibiendo sus sentidos y
que podría interpretar las sensaciones que generaban en su interior, que lo
podría describir todo con palabras, las mismas que entonces le faltaban y que
ni siquiera adivinaba pudiesen existir. Ése era el sueño que siempre había
tenido: conocer palabras nuevas que le ayudasen a describir mundos propios y adquirir
el vocabulario necesario para hacer realidad lo que su imaginación dispusiera.
El
maestro de ceremonias había pronunciado palabras que le sonaron a música
celestial. Dijo expresiones como antifaz, prestidigitador, argonauta…Aquellas
palabras eran un acicate para conocer otras nuevas e ir llamando cada cosa por
su nombre. Regina no paraba de poner caras de asombro y de incomprensión en
algún caso. Y Margarita empezaba a comprender que el conocimiento de nuevas
palabras vendría unido a la curiosidad, a la iniciativa, a la sustancia del ser
humano, al interés por observar cada cosa que se cruzase por su camino, a la
lectura de todos los libros que cayesen en su mano.
Quizá
fue entonces cuando entendió que buscar el significado del flujo de la vida e
intentar escribirlo, prestando atención al lado oscuro de las cosas, era algo
paralelo a su destino, a la razón prioritaria de su existencia. Imaginó que,
poco a poco, las palabras irían llegando a su mente envueltas en el papel regalo
de la experiencia y que se acumularían en la memoria con voluntad de
permanencia. No imaginaba lo que minutos después iba a ocurrir.
Varios
hombres comenzaron a montar una enorme jaula en el centro de la pista. Una vez
montada, el maestro de ceremonias anunció la presencia de Hull, el domador de
leones. Un hombre forzudo y con un látigo en la mano salió a la pista. Los
tambores hicieron el redoble y por un túnel de rejas aparecieron las figuras
imponentes de dos gigantescos leones. El hombre comenzó a dar órdenes a los
leones y batiendo el látigo les indicó que se subiesen a un taburete. Los
leones contestaban con fieros rugidos que llevaban el miedo a los espectadores.
Margarita no era una excepción, agarraba los brazos de Regina con fuerza y nerviosismo.
Las dos parecían dar cobijo a sus temores en las manos de la otra.
Uno
de los leones se abalanzó sobre el domador y éste le castigó con el látigo. El
león gruñó con fuerza, apoyó sus patas traseras en un taburete y de un gran
salto pasó por encima de la jaula. El animal fue a caer en la segunda fila,
justo encima de Margarita. Un espeluznante grito de horror salió al unísono de
todas las gargantas. La gente corrió despavorida buscando la salida entre alaridos.
Regina cayó hacia atrás presa del pánico. Después, como pudo se levantó y salió
de la carpa. Iba desorientada y llamando a sus padres. El león se quedó quieto.
Sus patas delanteras estaban sobre el pecho de Margarita. Olió a la joven.
Gruñó con fuerza. Su boca dejó a la vista unas enormes fauces llenas de dietes
amarillos. Todo el espacio del circo pareció estremecerse. Se olía la tragedia,
la sangre, los orines del león. Margarita estaba completamente inmóvil,
paralizada por el terror.
Dentro
de la jaula, el domador intentaba conducir al otro león al pasadizo. Fuera de
ella, otros dos hombres, con lazos y palos, iban acercándose con sigilo hasta
donde la fiera tenía presa a la joven. El león giró la cabeza y volvió a rugir
paralizando a los dos hombres. Luego volvió a oler a Margarita y comenzó a lamer
su cara. Así estuvo durante unos minutos en los que nadie se atrevió a hacer
ningún movimiento, ni ningún sonido. Las respiraciones estaban contenidas. El
león podía destrozar a Margarita en cualquier momento.
Durante
un largo minuto, la fiera y Margarita se quedaron mirándose a los ojos. La
mirada de la joven era totalmente inexpresiva, ausente, como si notase la
presencia de la muerte o estuviese arropando su piel con la serenidad de que ya
nada era posible, que su vida terminaría en un instante, que sería devorada por
un león y sus sueños terminarían en un estercolero. Ya nada importaba. Nada. Ni
una sola palabra. La mirada cristalina del león estaba fija en los ojos azules
de la joven. Parecía que estuviese adentrándose en un mar desconocido, en unas
latitudes que jamás había visto, en las dimensiones azuladas de un océano que
ejercía un extraño poder sobre el animal. El león se fue calmando poco a poco.
Y de repente, como si se hubiese colmado de la paz azul de la mirada de
Margarita, como si se hubiese saciado con el agua azulada de sus ojos, separó
sus patas delanteras del pecho de la joven y caminó dos pasos. Luego se detuvo
y volvió a mirar el cuerpo paralizado de la joven.
Los
hombres agitaron los palos y los lazos. Al otro lado de la carpa se escuchó el
rugido del otro animal. El león hizo un leve movimiento y luego inició el
camino hacia donde había escuchado a su homónimo. Los dos hombres siguieron
tras él. Les fue fácil conducirle hasta su habitual jaula.
Margarita
seguía en el suelo sin moverse. El maestro de ceremonias y dos payasos llegaron
hasta ella, la incorporaron e intentaron ver si tenía algún daño. Por más que
insistieron en preguntarle si se dolía de algo, la joven no pronunció ni una
palabra. Se había quedado muda. Los intentos porque hablase siguieron al día
siguiente en casa de sus padres. No hubo resultado. Y así sucedió durante días,
meses y años.
Durante
ese tiempo de silencio. Margarita sólo se comunicaba con los demás por medio de
palabras escritas. Se esforzó en mejorar su letra y en hacerla cada vez más
bella. Quería hacer una vida normalizada pero seguía sin pronunciar ni una sola
palabra. Todos los intentos fueron en vano. Sus padres probaron todos los
tratamientos de que tuvieron noticias, tanto de médicos especialistas, como de otros
menos ortodoxos empleados por sanadores y espiritistas. Éstos últimos les
llegaron a decir que la joven tenía los espíritus de la selva en su interior,
que por eso sólo emitía gruñidos y sonidos ininteligibles para los humanos.
A
los cuatro años de aquella terrible tarde de enero del 66, el circo volvió a
instalarse en el paraje de Los Jopos. Cuando Margarita lo supo, pidió que la
llevasen de inmediato. Al llegar al paraje, la joven entregó una nota al hombre
que reconoció como el maestro de ceremonias, en la que le preguntaba por el
león que había conocido. Le decía que quería verlo. El hombre la llevó hasta la
jaula del viejo rey de la selva. Cuando el animal vio a Margarita, se levantó y
se acercó hasta las rejas con la mirada fija en los ojos de la joven. Margarita
supo en ese momento que la razón de su vida era cuidar de aquel animal, y de
los que llegasen hasta sus manos. No sabía si recobraría el habla, pero no le
preocupaba. Ahora podía escribir cuanto pensaba. Y con sus nuevas palabras, las
que había aprendido en cuatro años de lecturas ininterrumpidas, intentaría explicarles
a sus padres, que quería irse con las gentes del circo, que quería dedicar su
vida a cuidar los animales que le habían demostrado, sin palabras, que una
mirada vale toda una vida.
23
de enero de 2014
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Mariano
Valverde Ruiz ©
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