REGALO DE REYES
Para
Carlitos soñar era esperar la llegada de los Reyes Magos. Durante los tiernos
años de su infancia anhelaba ese momento, pues siempre abrigaba la esperanza de
encontrar algo nuevo. Esperaba la noche de Reyes con una ansiedad que pintaba
de luces la presencia, o más bien la evidencia hecha objeto, de aquellas
majestades cuyos reinos no conocía y que, a lomos de sus camellos, portaban la
cara amable del año, la blanca ilusión de la sorpresa.
Según
la tradición, oro, incienso y mirra eran las ofrendas para el Niño, y regalos
para premiar la inocencia o el buen comportamiento, los obsequios para el resto
de los mortales. Carlitos, que recuerda con cierta candidez cuáles eran sus
deseos, ponía sus zapatos —el calzado de fiesta— bajo la chimenea de su casa.
Lo hacía siempre con la esperanza de que a la mañana siguiente hubiese junto a
ellos algo con que jugar. Y las sorpresas llegaron solamente durante dos años
consecutivos.
El
pequeño siempre pedía un deseo que nunca confesó a nadie. Quería un libro, un
objeto del que había oído hablar alguna vez, y que para él encerraba muchos
misterios. Lo pedía así, en singular, porque pensaba que todos los libros eran
iguales. Sin embargo, nunca halló en el hueco de la chimenea, donde ponía sus
zapatos, el ansiado libro.
En
aquellos años de la infancia, las fechas navideñas no estaban moteadas por la
tristeza o la melancolía. Tampoco representaban un guiño a la frustración por
aquello que no se había conseguido a lo largo del año. Ni tenían las formas del
vacío que dejan las ausencias de las personas queridas. Ni portaban las yagas
de los dolores irreparables, esos que dejan agujeros en el alma por los que se
cuela la nieve del destino, la misma que luego se queda junto a las venas para
congelar los tejidos que genera la alegría momentánea. Aquellas fechas eran el
cordón umbilical que unía a Carlitos, de forma transitoria, a un sentimiento
más etéreo de la vida que el que posee ahora. Entonces no suponía siquiera que
tan pronto pasasen los años en que la felicidad era el signo definitorio de un
niño ignorante, la vida le echaría encima un manto de realidades que llevaría
incrustado en sus fibras el olor de la crueldad, y que dejaría en el baúl de
los recuerdos el aroma de los años de la inocencia.
Carlitos
creía que la vida iba a ser siempre hermosa, tan preciada como las pocas cosas
que tenía, tan aprovechable como la pelota que encontró un año junto a los
zapatos, o el camión de madera que encontró al siguiente año. Aquellos fueron juguetes
para todo el año. Y para más de un año. En esas dos ocasiones, su padrino y su
padre no quisieron que despertase y encontrase el hueco de la chimenea vacío, y
propiciaron que mantuviese la ilusión que había puesto en aquel misterio. Si
Los Reyes le habían traído una pelota y un camión de madera, ¿por qué no le
iban a traer el libro?
Quizá
en algún lugar había una tierra que hacía posible que germinasen los
sentimientos y se precipitasen como lluvia milagrosa durante la mañana del día
6 de enero. A Carlitos nunca le asaltó la duda de que no fuese cierto que
durante la Navidad, los Reyes Magos de Oriente no viajasen desde el lejano
desierto hasta la chimenea de su casa, perdida en un paraje rural del sureste
español, para luego quizás rendidos por el esfuerzo del viaje, estrechar lazos
de amistad con la belleza de la sonrisa que dibujó su boca cuando encontró la
pelota o el camión. Pero nunca llegaba el libro que él les había pedido con
todas sus fuerzas en el silencio de su cama de lana, la lana de las ovejas que
habían esquilado sus abuelos. Y así pasaron los años.
Carlitos
ya había cumplido los diecisiete años cuando, en enero de 1937, un grupo de
milicianos llegó hasta su casa y le preguntó a su padre que de qué parte
estaba, con el Alzamiento Nacional o con la República. Su padre les dijo que él
solo tomaba parte con el sol y el trabajo diario, que era lo que necesitaba
para poder dar de comer a su familia. Que no entendía de otra cosa que no
fuesen las tareas del campo y el cuidado de los animales. El que parecía el jefe
de los milicianos le ordenó que les diesen de comer y propiciasen aposento
durante una noche, que a la mañana siguiente seguirían su camino. El padre de
Carlitos pidió a su mujer que preparase la cena con lo que hubiese en casa y
les ofreció el porche para que pasasen la noche.
Durante
la cena, el jefe de los milicianos y los otros cuatro hombres, comieron
mientras hablaban de la situación en el frente, de las zonas en que la
República estaba perdiendo el control y de los desmanes que las tropas franquistas
estaban realizando en todos los pueblos que tomaban, y en los que fusilaban a cualquiera
que fuese sospechoso de defender las libertades.
Tras
un momento de silencio, aquel hombre se dirigió con firmeza al padre de Carlos
y le dijo:
—Mañana
por la mañana tu hijo vendrá con nosotros para defender la República, que es su
deber.
—Pero
si es sólo un niño y lo necesito en el campo.
—No
tendrás nada si perdemos esta guerra. No hay otra opción.
Aquella
noche Carlitos tardó mucho en conciliar el sueño. Recordó la ansiedad de las
noches de Reyes, pero aquélla era muy diferente. Iba a partir para un destino
peligroso. Tal vez una bala perdida le estuviese esperando tras las montañas.
La
mañana del seis de enero de 1937 amaneció nublada. La tierra estaba cubierta de
una gélida escarcha. Carlitos se despidió de sus padres. El grupo de hombres se
fue alejando de la casa mientras, de los ojos de la madre de Carlitos, brotaban
lágrimas de desconsuelo.
Durante
el camino hacia el monte, el jefe de los milicianos preguntó a Carlitos si
sabía leer. El muchacho le dijo que no. Entonces el jefe sacó de entre su
chaquetón de cuero un pequeño libro, se lo dio y le dijo que fuese mirando los
dibujos, que después le enseñaría las letras. Carlos le preguntó que si era un
libro. Le dijo que sí. Que se trataba de un libro de Juan Ramón Jiménez: Platero y yo.
—Ahora
este libro es tuyo. Yo ya me lo sé de memoria.
—Pero…
—No
digas nada. Mi padre, que ha sido asesinado por los golpistas, hubiese querido
que se lo diese a alguien como tú.
Cuando
lo tuvo entre las manos, Carlitos entendió que quizá aquél era el regalo que
tantas veces había pedido a los Reyes Magos. Sin embargo, los avatares de la
guerra le harían comprender la verdadera dimensión de aquel regalo.
Durante
aquel invierno no pararon de moverse entre los montes de la Cordillera Bética.
Tuvieron algunas escaramuzas con patrullas franquistas y perdieron a uno de los
hombres de la milicia. Carlitos aprendió a leer y fue, poco a poco, entendiendo
el significado de las palabras de Platero
y yo. Se veía reflejado en el burrito. Y comenzó a soñar que si salía vivo
de aquella guerra pondría una escuela para enseñar a los niños las maravillas
que le había revelado el libro.
Un
día de primavera, la patrulla caminaba a ambos lados de un camino que unía dos
pueblos de la sierra de Jaén. El miliciano que iba delante de Carlitos pisó una
mina y la explosión mató a varios compañeros, y a él le arrancó de cuajo parte
de la pierna derecha. El ruido de la detonación alertó a una patrulla
franquista que seguía las huellas de los milicianos. Cuando llegaron al lugar
de la explosión se produjo un tiroteo entre los que quedaban y los legionarios.
Murieron el resto de los compañeros de Carlitos.
Al
reconocer la zona, el sargento que mandaba la patrulla, vio a Carlitos encogido
y con la pierna destrozada. De su chaquetón sobresalían las pastas de un libro.
El sargento montó la pistola y con la punta del cañón separó el libro hasta que
quedó a la vista.
—Si
es un burrito. Este tipo debe de ser un acemilero. Ponerle un torniquete y a
ver si se salva. Nos será útil para cuidar los mulos de la compañía.
El
libro le había salvado la vida. Por suerte para Carlitos, el sargento no sabía
leer y no consideró un peligro el contenido del libro. Los Reyes Magos habían
cumplido su deseo, el deseo que jamás había confesado a nadie.
Cuando
Carlitos me contó esta historia, era un hombre triste, un hombre con una pierna
de madera que se ganaba la vida trenzando esparto en un pueblo de la sierra de
Jaén. No se había casado y tampoco tenía hijos. Pero cada año, todo lo que conseguía
ahorrar era para comprar libros, ejemplares de Platero y yo que dejaba la noche de Reyes en las casas de los niños
del pueblo.
15
de enero de 2014
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Mariano
Valverde Ruiz ©
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