EL CICLISTA
La
carretera no tiene final a la vista. La cumbre no se vislumbra aún y la cuesta
sigue empinándose. Hilario pedalea sin descanso con la mente puesta en la cima.
Escucha la respiración de Rigaudeau, su compañero de escapada, que le sigue a
un metro de distancia. Más lejos quedan los restantes ciclistas. Ninguno
imagina que entre ellos viaja un asesino.
El
sol da de frente en este tramo de carretera. La nítida luz descubre ante los
ojos de Hilario un horizonte ocupado totalmente por la ansiedad de recorrerlo.
Tiene un fuerte viento de cara y eso hace más dura la subida. Sabe que tendrá
que poner algo más que ilusión sobre los pedales para llegar a la cumbre.
Rigaudeau
mira de reojo la forma de pedalear de Hilario. Le está estudiando. Espera el
momento en que el cansancio y la fatiga acumulada le hagan desfallecer para
asestar su golpe final. Hilario pedalea y escucha el silencio sobrio que tienen
las montañas. Su ánimo está sereno, sabe que es la última oportunidad que tiene
para poder llegar a lo más alto, a conquistar la cumbre mítica del Tourmalet.
Respira con dificultad a consecuencia de la altitud y del cansancio. Es un aire
frío y húmedo el que llena sus pulmones. Nota el aroma primigenio de los pinos,
esa fragancia límpida con que se reviste el aire.
Los
dos escapados llevan casi dos kilómetros de ventaja sobre el resto. La mayoría
de los integrantes del pelotón sienten el peso del los kilómetros en las
piernas. Y comienzan a dar por perdida la posibilidad de ser los primeros en la
cumbre. Todos los ciclistas examinaron el perfil del recorrido antes de salir.
Esta mañana, sobre el papel, no se adivinaba la dureza de los 2115 metros de
desnivel con que el Tourmalet reta al viajero. Es un puerto durísimo, que
permanece cerrado durante el invierno, y que no tuvo carretera hasta que en
1846, Napoleón III ordenó la construcción de una ruta termal.
A
Hilario le tiembla el pulso sobre el manillar. Quizá también le tiemble el
corazón. En su fuero interno desea que Rigaudeau abandone. Cree que los demás
ya están descartados. —Ellos no necesitan llegar hasta arriba tanto como yo—
piensa. Observa a su rival y no ve síntomas de flaqueza. Vuelve la cabeza hacia
delante y continúa con el esfuerzo. Se siente cómplice de estos parajes. Algunos
montes sienten el hambre de los pobres arañando sus peñascos.
Rigaudeau
tiene mucha confianza en que todo va a ir tal y como lo ha planeado. Siente la
camiseta pegada al cuerpo con el sudor del esfuerzo mantenido. Por su frente
corren las gotas del sudor, un líquido viscoso que enjuga el estrés de la
necesidad y los malos pensamientos. Intenta que su rival no note que las
fuerzas comienzan a flaquear y que sus piernas ya no caminan como hace unos
kilómetros.
Hilario
saca su pundonor a relucir cuando ve que Rigaudeau intenta pasarle y
arrebatarle la primera posición. Se levanta del sillín y pedalea con fuerza.
—Pundonor. Sé valiente— se dice. Ambos saben que el misterio de la escapada es
simple. Seguir hacia delante pedalada a pedalada y no perder el ritmo. Los
acelerones brutales pueden ser demoledores y el desfallecimiento puede llegar
en cualquier momento.
La
cumbre esta ya cerca. El relieve es cada vez más yermo. Ambos estás solos en un
paisaje que parece extraído de una foto marciana. No hay testigos de su
esfuerzo. En la meta esperan los jueces para proclamar al vencedor. Parece que
todo se va a decidir entre ellos.
Rigaudeau
ha hecho su penúltimo intento por dejar atrás a Hilario, pero éste ha resistido
con todas sus fuerzas. Los dos pedalean ahora a la par. Las cabezas están inclinadas sobre la bicicleta y
las pedaladas se suceden a la vez que los balanceos de los cuerpos sobre la
montura. Hilario está casi exhausto. Intenta mantener la concentración en el
esfuerzo mientras su mente olvida el cansancio. Piensa en la historia que
tantas veces le contaba su abuelo. Un cuento de ciclistas en el que ganaba el
más humilde del pelotón, el que llevaba una rueda de repuesto a la espalda y
una cantimplora con agua y miel colgada del cinto. En el cuento, el líder de la
carrera sufría una recaída y se iba contra una roca, se golpeaba en la cabeza y
caía al suelo. Todos sus oponentes le pasaban, pero, milagrosamente, era
recogido de la carretera por las alas de un águila y su ascensión meteórica le
hacía llegar el primero.
Los
dos ciclistas están al límite del esfuerzo.
—Hay
que continuar, —piensa Rigaudeau— la victoria será mía.
—Tengo
que superarlo por mí mismo. Esto es igual que la vida. Aquí no hay amigos que
te ayuden a pedalear. —Piensa Hilario.
Acaban
de pasar por una curva muy cerrada, tras la cual, los dos han podido leer el
significado del monte mítico, el Tourmalet quiere que sepan que es un camino de
mal retorno.
Rigaudeau
ha sido siempre muy ambicioso. Persigue la gloria, la fama, el reconocimiento. Nunca ha reparado en nada con tal de conseguir
sus objetivos. Algunas de sus argucias parecen argumentos de una novela de
ficción. Sabotajes mecánicos, contaminaciones de alimentos, ruidos nocturnos
para impedir el descanso, etc. Pero sólo lo sabe él. Sin embargo, ninguna de
ellas le ha servido para tumbar en la carrera a Hilario. Su figura pedalea a su
lado como un mal sueño que avanza cuesta arriba. Rigaudeau mira hacia los lados
y no ve a nadie. ¿Quién podría descubrirlo si lo hiciera?
Para
Hilario la posibilidad de perder no existe. Se lo juega todo. Su futuro. El de
su familia. El dinero del premio es absolutamente esencial, tendrá que
dedicarse, en parte, para pagar la operación de caderas de su abuelo, y en
parte, para dar estudios a su hermano. No puede fallarles. Está dispuesto a lo
que sea con tal de ganar.
La
meta está ya muy próxima. Después de pasar la próxima curva, los comisarios
tendrán a la vista a los dos ciclistas y podrán seguir la evolución de los
últimos metros hasta que uno de ellos cruce la meta como ganador. Rigaudeau
sabe que es ahora o nunca. Gira la bicicleta y apunta a Hilario con el
manillar. Da una fuerte pedalada y choca con su adversario haciéndole caer.
Hilario se golpea contra una roca. Entre la sorpresa y la conmoción pasan por
su mente las imágenes del cuento de su abuelo. Pero las alas del águila no
aparecen. Se remueve en el suelo y ve cómo comienza a alejarse Rigaudeau, que
ya se siente ganador. Todo está perdido.
Hilario
maldice su suerte y la mala acción de su oponente, sabe que no podrá demostrar
nada ante los jueces. Apoya sus manos en el suelo para intentar levantarse. Y
nota la dureza de una piedra clavándose en la piel como un aguijón mortal. Su
mente se convierte en un río de sangre negra que anega todas las ideas menos
una: lanzar la piedra contra su adversario. Y como un latigazo de energía
fatal, la fuerza recorre sus músculos haciendo que la piedra vuele como un
disparo certero hasta las sienes huidizas de Rigaudeau. El impacto es certero y
el ciclista cae fulminado al suelo. A los pocos segundos, un cerco de roja
muerte se dibuja junto al cráneo del abatido.
Hilario
se levanta e intenta montar en la bicicleta para llegar a la meta. Tras ellos
se acerca el grueso del pelotón. A los pocos segundos, los ciclistas se
detienen para auxiliar a Rigaudeau. Mientras Hilario pedalea con sus últimas
fuerzas hacia la meta y la cruza con los brazos en alto. Es el ganador.
Al
día siguiente, el periódico local daba la noticia de la muerte de un ciclista
en la carrera del Tourmalet. Concretaba que la carrera se había suspendido y
que Hilario había sido desposeído de la victoria y detenido para prestar
declaración ante la prefectura. Había sido acusado por un pastor que desde
lejos presenció lo sucedido. El periodista narraba la versión del pastor y
terminaba con una frase de Thomas Carlyle: Estamos
a punto de despertarnos cuando soñamos que estamos soñando.
Y
con esas palabras retumbándole en los sesos, el ciclista despertó en su
dormitorio. Poco después, Hilario decidió no participar en la que iba a ser la
carrera de su vida, la ascensión al camino de mal retorno.
13
de enero de 2014
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Mariano
Valverde Ruiz ©
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