A LAS PUERTAS DE DELFOS
No
es un helenista
que
busque en el oráculo
años
de luz para su vida.
Ni
cree que el dios Apolo
pueda
ofrecerle algo de consuelo
más
allá del que él mismo
encuentre
en su interior.
En
el monte Parnaso
no
hay espejos en que mirarse.
Tan
solo las ruinas de un templo
donde
los griegos meditaban
sobre
el destino
de
los que tentaban su suerte
con
los enigmas del futuro.
Aunque
les separen los siglos,
quizá
él sea uno de esos hombres
que
huye de la vorágine del tiempo
para
intentar comprenderse.
A
las puertas de Delfos
transforma
su infortunio
en
esperanza
apoyado
en la imagen
de
un templo en su esplendor
hace
varios milenios.
En
su alma
se
escucha el crujir de los muros
que
alzaban el oráculo
como
un brindis al sol
por
su osadía.
La
inquietud le toca el hombro
al
pensar que su sufrimiento
pueda
haber acabado
en
un instante de cordura.
La
humedad de una lágrima
camina
por su rostro
con
pies de gelatina.
Sus
manos tiemblan como mariposas
que
tocan el aire
con
un brillo de cera.
Y
se pregunta
cómo
es posible que pueda olvidar
todo
lo que ha sufrido
cuando
la vida le araña por dentro
con
sus garras de lumbre,
o
para qué buscar un templo
donde
moren los dioses
y
ofrecer su plegaria
esperando
que lo comprendan
y
le den su consuelo.
Ha
buscado un lugar
donde
alzar entre ruinas
su
propio templo,
donde
ser cómplice
de
la vieja soledad de los hombres,
un
espacio alejado
donde
su soledad sea anónima,
donde
nadie conozca
su
desarraigo,
y
aún seguirá sufriendo
porque
su dolor será eterno
mientras
existan los humanos.
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