martes, 22 de abril de 2014

SIN ESCAPATORIA (Versión blog. Parte 27)



27


La madrugada madrileña ha hecho que descienda toda la polución del aire y ahora una densa niebla cubre las calles. Fernando camina apoyándose en su cayado como si fuese el bastón de mando del equilibrio. Una punta metálica origina un peculiar sonido sobre la acera. El rítmico golpeteo del cayado del viejo sobre las losas retumba en las paredes que hacen de pantalla aceleradora de las ondas.
Marc comienza a sospechar que el viejo le sigue. Siente cómo una ráfaga de inquietud cruza por su mente y luego se disipa en milésimas de segundo. La experiencia que ha vivido hace una hora le mantiene en guardia ante cualquier movimiento. Luego se tranquiliza y piensa que debe de ser pura casualidad que el anciano con aspecto misterioso siga su mismo rumbo.
Fernando respira profundamente y el aire confecciona un arco de bruma delante de su figura que deja dispuesta una flecha de vaho que se eleva al cielo. Camina lentamente sin perder de vista la lejana espalda de Marc que ahora gira hacia la derecha y entra en otra calle. El viejo sigue golpeando la acera con su cayado, lo hace cada vez con más fuerza, como si quisiese despertar al demonio que dormita bajo el subsuelo de Madrid. El sonido resuena sobre las losas de la acera como el de un pelotón de fusilamiento al que se le atrasaron algunos mosquetones tras la orden de fuego.
Por la mente de Fernando se cruzan ahora las notas del bolero: “la fuente se ha secado, las azucenas están marchitas, en el camino verde, camino verde, que va  a la ermita”.  Luego los pensamientos se van al terreno comparativo y enfrentan la realidad con su vida. Cree que su vida ha sido un extraño camino de azares y de sorpresas, un tránsito con más sombras que luces. La gente como el que va delante han tenido mucho que ver en su desgracia y en su soledad: no ha conseguido la felicidad, ni el amor, ni la fama, ni siquiera la realización completa en su trabajo.
El viejo actor recuerda que durante los años setenta fue su mejor época. En todos los pueblos se contrataban revistas y actores cómicos. El despegue de aquella peculiar forma de espectáculo tuvo lugar a finales de la década de los sesenta, la gente llenaba los teatros para ver a las coristas y a las vedetes, y para reírse del prójimo con los chistes de los cómicos sobre paletos, maricones, políticos y matrimonios. Durante años el trabajo estuvo asegurado.
 Y también recuerda con amargura cómo a finales de los ochenta comenzó el declive. Los buenos tiempos terminaron de repente. La gente se aburrió de los espectáculos  chabacanos y comenzó a demandar teatro del bueno, el teatro que la libertad y la democracia permitían llevar a los escenarios. Él no servía para interpretar los papeles dramáticos. En los momentos de máxima tensión siempre le salía su vis cómica y por eso le rechazaban en todos los casting a los que se presentaba.
Comenzó a deambular sin rumbo fijo pidiendo pequeñas actuaciones en cafés, teatros de barrio, bares. Se acostumbró a ir de un pueblo a otro del extrarradio madrileño y de un barrio a otro de la capital. Iba contado algunos de los chistes ya gastados por el tiempo, monólogos e historias que el cambio de modos de ver las cosas y los hábitos modernos, habían dejado obsoletos. No supo adaptar su humor a la nueva realidad y se encontró con problemas, hasta ese momento, insospechados para él, un cómico que había estado acostumbrado a sortear las imposiciones de la censura, y la policía social, en tiempos del franquismo.
En una localidad del cinturón sur de Madrid se vio inmerso en una denuncia de una asociación feminista por contar unos chistes machistas y repugnantes. En un pueblo de la provincia de Toledo fue denunciado por una asociación de gays y lesbianas por trato degradante hacia la legítima opción sexual. En Navalcarnero fue demandado por el partido gobernante en el municipio por herir el honor de los políticos y hacer escarnio público de su función. En pocos años se vio acorralado por la maquinaria judicial y tuvo que estar más pendiente de sus citas ante el juez que de actuar en público. Con el correr del tiempo perdió todos los pleitos porque tampoco tuvo suerte con los abogados de oficio que le tocaron. Los juzgados y los demandantes le sacaron el poco dinero que iba ganando en aquellos locales cuyos dueños se mantenían fieles a su desdicha y le contrataban, más por caridad, que por el efecto que sus actuaciones producían en el público. Poco a poco se fue dando por vencido y dejó de luchar. En muchas ocasiones malvivía gracias a los servicios sociales y a la ayuda de un amigo de la infancia, párroco de una iglesia en Leganés, que le daba de comer.
Las crisis de los ochenta primero, y del noventa y dos después, también le pasaron factura. No pudo cobrar algunas deudas de trabajo que varios empresarios, aduciendo que la cosa estaba mal, dejaron de satisfacerle. En la mayoría de los casos se trataba de acuerdos verbales, sin papeles de por medio, nada oficial. En consecuencia, no pudo recurrir a la justicia, ni tampoco a la presión física, porque aquellos empresarios se volatilizaron o cambiaron de ciudad para seguir con otros negocios. Inmerso en estos pensamientos, Fernando ve que Marc se detiene en seco.
El agente de artistas y ocasional actor porno parece una estatua en medio de la acera. Un segundo rayo de inquietud le ha alcanzado, y esta vez, se ha quedado en el interior de su subconsciente, le ha obligado a pararse, y a volver la cabeza para comprobar si el viejo actor aún está ahí. Los sonidos del golpeteo del cayado de Fernando le comienzan a alarmar. Mira hacia atrás y ve la figura del viejo acercándose. Parece que le mira a los ojos. Nota en su mirada un odio ancestral que le perfora la piel y los sentidos. Siente miedo. Mucho miedo. Es un espectro salido de las tinieblas que le persigue para ajustarle las cuentas a su conciencia de simio especulador y mentiroso. Marc decide aumentar el ritmo de sus pasos. Quiere huir de sus fantasmas.
 Fernando le sigue sin apartar la vista ni un instante del relieve brumoso en que ahora se está convirtiendo la figura de Marc.  Ve que éste toma por una calle que él conoce y que, después de hacer una U, vuelve a salir a pocos metros de donde se encuentra en este momento. Aminora sus pasos y observa cómo, con celeridad y nerviosismo, la imagen de Marc se pierde a lo lejos. Entonces, Fernando cambia de dirección, se dirige con decisión hacia la esquina contraria de la calle “cementerio de los artistas” (los vecinos de Chueca la llaman así porque está llena de antiguas pensiones de los años cuarenta y cincuenta que frecuentaban los artistas de posguerra).
Fernando siente un tremendo escalofrío y comienza a cantar con un amargo sabor en la boca:

Hoy he vuelto a pasar
por aquel camino verde
y por el valle se pierde
toda mi felicidad.
Hoy he vuelto a gravar
nuestros nombres en la encina
he subido a la colina
y ahí me he puesto a llorar.

Fernando recuerda cómo supo que su amor eterno no sólo se había llevado todo su dinero, sino que también le estaba engañando con su representante, y que fue éste quien le sugirió a su amada la idea de marcharse a las américas. Lo supo por la carta que desde Argentina le mandó un amigo que había viajado con la Compañía Nacional de Teatro para representar Don Juan Tenorio en la ciudad de la plata. Le contaba en la carta que encontró a su novia en un cabaret del puerto. Tras tomar unas copas con ella, se le soltó la lengua y le contó su vida. Le dijo que el representante con quién hizo el viaje a América la abandonó cuando se acabó el dinero, que ella consiguió engatusar después a un rico ganadero, y que éste, mientras no la descubrió retozando con uno de sus gauchos, la estuvo manteniendo y dándole todos los caprichos que le pidió.
Fernando ha seguido caminando mientras recordaba y lo ha hecho con la vista fija en la esquina de la calle. La noche está ahora en esos momentos en que la oscuridad es casi completa. El cielo está totalmente cubierto y comienzan a caer algunas gotas de lluvia, primero aisladamente, luego con regularidad, hasta salpicar la calle con pequeñas manchas grisáceas. Después se escucha el lento tableteo de una ametralladora pluvial que amenaza con derramar el cielo sobre las aceras. Fernando se detiene y escucha cómo se van acercando unos pasos acelerados. Suenan a miedo. A cobardía. El viejo actor supone que esos pasos son los sonidos que traen hasta él todo el cuerpo de Marc Foster. Fernando pasa el cayado de su mano derecha a su mano izquierda. Mete la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Da tres pasos hasta colocarse justo a un paso de la boca de la calle. Y se detiene. No necesita más.
Al volver la esquina Marc se encuentra de frente a Fernando. La mirada fría del viejo le taladra como un berbiquí. Se detiene totalmente sorprendido por la para él inexplicable aparición del hombre que le seguía por su espalda. El miedo y la angustia le hacen girar de improviso. Echa a correr hacia la otra acera mientras mira constantemente hacia atrás, está magnetizado por la mirada asesina de Fernando.
Marc no ve por dónde va. Sólo ve que una mano gigantesca se alarga e intenta atraparle por el cuello, una mano ruda y venosa, una mano de gangrena y ceniza que se aferra a su piel como una lapa de acero. En su locura, en su huida desesperada, tropieza en la valla de una obra situada junto a la acera de la esquina a la que se dirigía, y cae en un socavón abierto en la calzada. Marc se golpea la cabeza contra unos hierros de forjado que se elevaban desde el suelo hacia el cielo como cuchillos de espanto salidos del infierno. Varias de las cabillas de hierro se le clavan en el costado y en una pierna pero no le afectan ninguna zona vital. Sin embargo, el hierro más afilado y que sobresalía de los demás algo más de un palmo, le atraviesa el cráneo como una lanza justiciera, entrándole por la zona parietal y saliéndole por la cavidad ocular del ojo derecho. La muerte es instantánea.
Fernando ha observado la huida mientras seguía caminando lentamente en la dirección en que Marc se alejaba. Ahora llega hasta el socavón, se asoma y ve el cuerpo del actor ensartado en la concha de la obra como si de la carne de un mejillón se tratase. Después de mirarle con detenimiento durante unos instantes, Fernando siente una especie de paz que le inunda las venas como un árnica de tila y sosiego. No le ve respirar. Sabe que está muerto. En ese instante, suelta la empuñadura de la pistola y saca la mano derecha del bolsillo de su chaqueta.
El agua ha caído con fuerza durante unos minutos pero ahora ha dejado de llover. La calle está humedecida por el líquido elemento. En los portales se atesora un minúsculo reducto del aire de la noche. El cielo se va abriendo y una tímida claridad va venciendo a la sombra. En el entorno de los dos personajes solitarios, uno con la soledad de la muerte y el otro con la muerte misma, fulgura el alma de un silencio aterrador, un clímax dramático extraído de otro mundo, de otra realidad.
El viejo cómico gira la cabeza y comienza a caminar con la mirada puesta en los siguientes metros que va a recorrer. Fernando Gómez piensa en Inocencio y su alocada juventud, llena de utopías y de anhelos. Le recuerda con ternura, con indulgencia acaso. Se pregunta qué habrá sucedido en la relación que mantiene con Marlén, si se habrán entendido después de lo ocurrido esta noche, si habrá triunfado el amor. Al menos, y lo piensa con alegría, el joven doblador de películas de dibujos animados puede ahora realizar el papel de su vida: Macbeth. Tiene el camino franco para hacerlo y puede intentar que su bella pareja aspire a ser la Lady Macbeth que necesita. ¡Gloria al teatro por siempre!
Mientras camina, Fernando desea suerte al joven actor y hace votos por su futuro. En el fondo considera que Inocencio es un hombre fiel a sí mismo. Recuerda que la fidelidad a uno mismo es el camino menos sinuoso para poder llegar a conocerse, y el más directo para alcanzar una felicidad puntual y efímera, porque la felicidad total no existe, él bien que lo sabe. Un repentino escalofrío le sacude de arriba hasta abajo como si todo el hielo del antártico le hubiese caído encima en ese instante. Se encoge dentro de su chaqueta y apoyado en su cayado alisa la humedad que las gotas de lluvia habían hecho germinar en su género, intenta sentir algo de calor en su gélido cuerpo. Mira a su alrededor y cambia de dirección distraídamente, como si nada hubiese sucedido.  
La sirena de una ambulancia se escucha a lo lejos y al fondo de la calle las luces de un camión de la basura parpadean con la aquiescencia de las tonalidades de los  colores amarillos y grises. El viejo sigue caminando en dirección a la otra calle, la que lleva directamente hasta el olvido.  Se escucha el rítmico golpeo del cayado sobre el suelo. El acero y la piedra chocan, se cantan canciones de entretiempo, recuerdan armonías de viejo cabaret. La figura de Fernando se va perdiendo a lo lejos entre las sombras de la noche y la sangre del alba, camina como un fantasma. Entre el silencio de las calles se escuchan unas notas dulces que embriagan las primeras luces del día que comienza a ruborizar los tejados de la gran ciudad.

Por el camino verde, camino verde, que va a la ermita, desde que te fuiste, lloran de pena las margaritas…



FIN DE LA VERSIÓN PARA EL BLOG
MUCHAS GRACIAS A TODOS POR VUESTRA ATENCIÓN Y ESPERO QUE ESTA VERSIÓN OS HAYA GUSTADO,


Novela corta
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Mariano Valverde Ruiz (c)

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