27
La madrugada madrileña ha hecho
que descienda toda la polución del aire y ahora una densa niebla cubre las
calles. Fernando camina apoyándose en su cayado como si fuese el bastón de
mando del equilibrio. Una punta metálica origina un peculiar sonido sobre la
acera. El rítmico golpeteo del cayado del viejo sobre las losas retumba en las
paredes que hacen de pantalla aceleradora de las ondas.
Marc comienza a sospechar que el
viejo le sigue. Siente cómo una ráfaga de inquietud cruza por su mente y luego
se disipa en milésimas de segundo. La experiencia que ha vivido hace una hora
le mantiene en guardia ante cualquier movimiento. Luego se tranquiliza y piensa
que debe de ser pura casualidad que el anciano con aspecto misterioso siga su
mismo rumbo.
Fernando respira profundamente y
el aire confecciona un arco de bruma delante de su figura que deja dispuesta
una flecha de vaho que se eleva al cielo. Camina lentamente sin perder de vista
la lejana espalda de Marc que ahora gira hacia la derecha y entra en otra calle.
El viejo sigue golpeando la acera con su cayado, lo hace cada vez con más
fuerza, como si quisiese despertar al demonio que dormita bajo el subsuelo de
Madrid. El sonido resuena sobre las losas de la acera como el de un pelotón de
fusilamiento al que se le atrasaron algunos mosquetones tras la orden de fuego.
Por la mente de Fernando se
cruzan ahora las notas del bolero: “la
fuente se ha secado, las azucenas están marchitas, en el camino verde, camino
verde, que va a la ermita”. Luego los pensamientos se van al terreno
comparativo y enfrentan la realidad con su vida. Cree que su vida ha sido un
extraño camino de azares y de sorpresas, un tránsito con más sombras que luces.
La gente como el que va delante han tenido mucho que ver en su desgracia y en
su soledad: no ha conseguido la felicidad, ni el amor, ni la fama, ni siquiera
la realización completa en su trabajo.
El viejo actor recuerda que durante
los años setenta fue su mejor época. En todos los pueblos se contrataban
revistas y actores cómicos. El despegue de aquella peculiar forma de
espectáculo tuvo lugar a finales de la década de los sesenta, la gente llenaba
los teatros para ver a las coristas y a las vedetes, y para reírse del prójimo
con los chistes de los cómicos sobre paletos, maricones, políticos y matrimonios.
Durante años el trabajo estuvo asegurado.
Y también recuerda con amargura cómo a finales
de los ochenta comenzó el declive. Los buenos tiempos terminaron de repente. La
gente se aburrió de los espectáculos chabacanos
y comenzó a demandar teatro del bueno, el teatro que la libertad y la
democracia permitían llevar a los escenarios. Él no servía para interpretar los
papeles dramáticos. En los momentos de máxima tensión siempre le salía su vis
cómica y por eso le rechazaban en todos los casting a los que se presentaba.
Comenzó a deambular sin rumbo
fijo pidiendo pequeñas actuaciones en cafés, teatros de barrio, bares. Se
acostumbró a ir de un pueblo a otro del extrarradio madrileño y de un barrio a
otro de la capital. Iba contado algunos de los chistes ya gastados por el
tiempo, monólogos e historias que el cambio de modos de ver las cosas y los
hábitos modernos, habían dejado obsoletos. No supo adaptar su humor a la nueva
realidad y se encontró con problemas, hasta ese momento, insospechados para él,
un cómico que había estado acostumbrado a sortear las imposiciones de la
censura, y la policía social, en tiempos del franquismo.
En una localidad del cinturón sur
de Madrid se vio inmerso en una denuncia de una asociación feminista por contar
unos chistes machistas y repugnantes. En un pueblo de la provincia de Toledo
fue denunciado por una asociación de gays y lesbianas por trato degradante
hacia la legítima opción sexual. En Navalcarnero fue demandado por el partido
gobernante en el municipio por herir el honor de los políticos y hacer escarnio
público de su función. En pocos años se vio acorralado por la maquinaria
judicial y tuvo que estar más pendiente de sus citas ante el juez que de actuar
en público. Con el correr del tiempo perdió todos los pleitos porque tampoco
tuvo suerte con los abogados de oficio que le tocaron. Los juzgados y los
demandantes le sacaron el poco dinero que iba ganando en aquellos locales cuyos
dueños se mantenían fieles a su desdicha y le contrataban, más por caridad, que
por el efecto que sus actuaciones producían en el público. Poco a poco se fue
dando por vencido y dejó de luchar. En muchas ocasiones malvivía gracias a los
servicios sociales y a la ayuda de un amigo de la infancia, párroco de una
iglesia en Leganés, que le daba de comer.
Las crisis de los ochenta primero,
y del noventa y dos después, también le pasaron factura. No pudo cobrar algunas
deudas de trabajo que varios empresarios, aduciendo que la cosa estaba mal,
dejaron de satisfacerle. En la mayoría de los casos se trataba de acuerdos
verbales, sin papeles de por medio, nada oficial. En consecuencia, no pudo
recurrir a la justicia, ni tampoco a la presión física, porque aquellos empresarios
se volatilizaron o cambiaron de ciudad para seguir con otros negocios. Inmerso
en estos pensamientos, Fernando ve que Marc se detiene en seco.
El agente de artistas y ocasional
actor porno parece una estatua en medio de la acera. Un segundo rayo de
inquietud le ha alcanzado, y esta vez, se ha quedado en el interior de su
subconsciente, le ha obligado a pararse, y a volver la cabeza para comprobar si
el viejo actor aún está ahí. Los sonidos del golpeteo del cayado de Fernando le
comienzan a alarmar. Mira hacia atrás y ve la figura del viejo acercándose.
Parece que le mira a los ojos. Nota en su mirada un odio ancestral que le
perfora la piel y los sentidos. Siente miedo. Mucho miedo. Es un espectro
salido de las tinieblas que le persigue para ajustarle las cuentas a su
conciencia de simio especulador y mentiroso. Marc decide aumentar el ritmo de
sus pasos. Quiere huir de sus fantasmas.
Fernando le sigue sin apartar la vista ni un
instante del relieve brumoso en que ahora se está convirtiendo la figura de
Marc. Ve que éste toma por una calle que
él conoce y que, después de hacer una U, vuelve a salir a pocos metros de donde
se encuentra en este momento. Aminora sus pasos y observa cómo, con celeridad y
nerviosismo, la imagen de Marc se pierde a lo lejos. Entonces, Fernando cambia
de dirección, se dirige con decisión hacia la esquina contraria de la calle
“cementerio de los artistas” (los vecinos de Chueca la llaman así porque está
llena de antiguas pensiones de los años cuarenta y cincuenta que frecuentaban
los artistas de posguerra).
Fernando siente un tremendo escalofrío
y comienza a cantar con un amargo sabor en la boca:
Hoy he vuelto a pasar
por aquel camino verde
y por el valle se pierde
toda mi felicidad.
Hoy he vuelto a gravar
nuestros nombres en la encina
he subido a la colina
y ahí me he puesto a llorar.
Fernando recuerda cómo supo que
su amor eterno no sólo se había llevado todo su dinero, sino que también le estaba
engañando con su representante, y que fue éste quien le sugirió a su amada la
idea de marcharse a las américas. Lo supo por la carta que desde Argentina le
mandó un amigo que había viajado con la Compañía Nacional de Teatro para
representar Don Juan Tenorio en la
ciudad de la plata. Le contaba en la carta que encontró a su novia en un
cabaret del puerto. Tras tomar unas copas con ella, se le soltó la lengua y le
contó su vida. Le dijo que el representante con quién hizo el viaje a América la
abandonó cuando se acabó el dinero, que ella consiguió engatusar después a un
rico ganadero, y que éste, mientras no la descubrió retozando con uno de sus
gauchos, la estuvo manteniendo y dándole todos los caprichos que le pidió.
Fernando ha seguido caminando
mientras recordaba y lo ha hecho con la vista fija en la esquina de la calle. La
noche está ahora en esos momentos en que la oscuridad es casi completa. El
cielo está totalmente cubierto y comienzan a caer algunas gotas de lluvia, primero
aisladamente, luego con regularidad, hasta salpicar la calle con pequeñas manchas
grisáceas. Después se escucha el lento tableteo de una ametralladora pluvial
que amenaza con derramar el cielo sobre las aceras. Fernando se detiene y
escucha cómo se van acercando unos pasos acelerados. Suenan a miedo. A
cobardía. El viejo actor supone que esos pasos son los sonidos que traen hasta
él todo el cuerpo de Marc Foster. Fernando pasa el cayado de su mano derecha a
su mano izquierda. Mete la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Da tres
pasos hasta colocarse justo a un paso de la boca de la calle. Y se detiene. No
necesita más.
Al volver la esquina Marc se
encuentra de frente a Fernando. La mirada fría del viejo le taladra como un berbiquí.
Se detiene totalmente sorprendido por la para él inexplicable aparición del hombre
que le seguía por su espalda. El miedo y la angustia le hacen girar de
improviso. Echa a correr hacia la otra acera mientras mira constantemente hacia
atrás, está magnetizado por la mirada asesina de Fernando.
Marc no ve por dónde va. Sólo ve que
una mano gigantesca se alarga e intenta atraparle por el cuello, una mano ruda
y venosa, una mano de gangrena y ceniza que se aferra a su piel como una lapa
de acero. En su locura, en su huida desesperada, tropieza en la valla de una
obra situada junto a la acera de la esquina a la que se dirigía, y cae en un socavón
abierto en la calzada. Marc se golpea la cabeza contra unos hierros de forjado
que se elevaban desde el suelo hacia el cielo como cuchillos de espanto salidos
del infierno. Varias de las cabillas de hierro se le clavan en el costado y en
una pierna pero no le afectan ninguna zona vital. Sin embargo, el hierro más afilado
y que sobresalía de los demás algo más de un palmo, le atraviesa el cráneo como
una lanza justiciera, entrándole por la zona parietal y saliéndole por la
cavidad ocular del ojo derecho. La muerte es instantánea.
Fernando ha observado la huida
mientras seguía caminando lentamente en la dirección en que Marc se alejaba. Ahora
llega hasta el socavón, se asoma y ve el cuerpo del actor ensartado en la
concha de la obra como si de la carne de un mejillón se tratase. Después de mirarle
con detenimiento durante unos instantes, Fernando siente una especie de paz que
le inunda las venas como un árnica de tila y sosiego. No le ve respirar. Sabe
que está muerto. En ese instante, suelta la empuñadura de la pistola y saca la
mano derecha del bolsillo de su chaqueta.
El agua ha caído con fuerza
durante unos minutos pero ahora ha dejado de llover. La calle está humedecida
por el líquido elemento. En los portales se atesora un minúsculo reducto del aire
de la noche. El cielo se va abriendo y una tímida claridad va venciendo a la
sombra. En el entorno de los dos personajes solitarios, uno con la soledad de
la muerte y el otro con la muerte misma, fulgura el alma de un silencio
aterrador, un clímax dramático extraído de otro mundo, de otra realidad.
El viejo cómico gira la cabeza y
comienza a caminar con la mirada puesta en los siguientes metros que va a
recorrer. Fernando Gómez piensa en Inocencio y su alocada juventud, llena de
utopías y de anhelos. Le recuerda con ternura, con indulgencia acaso. Se
pregunta qué habrá sucedido en la relación que mantiene con Marlén, si se
habrán entendido después de lo ocurrido esta noche, si habrá triunfado el amor.
Al menos, y lo piensa con alegría, el joven doblador de películas de dibujos
animados puede ahora realizar el papel de su vida: Macbeth. Tiene el camino
franco para hacerlo y puede intentar que su bella pareja aspire a ser la Lady Macbeth
que necesita. ¡Gloria al teatro por siempre!
Mientras camina, Fernando desea
suerte al joven actor y hace votos por su futuro. En el fondo considera que
Inocencio es un hombre fiel a sí mismo. Recuerda que la fidelidad a uno mismo
es el camino menos sinuoso para poder llegar a conocerse, y el más directo para
alcanzar una felicidad puntual y efímera, porque la felicidad total no existe,
él bien que lo sabe. Un repentino escalofrío le sacude de arriba hasta abajo
como si todo el hielo del antártico le hubiese caído encima en ese instante. Se
encoge dentro de su chaqueta y apoyado en su cayado alisa la humedad que las
gotas de lluvia habían hecho germinar en su género, intenta sentir algo de
calor en su gélido cuerpo. Mira a su alrededor y cambia de dirección
distraídamente, como si nada hubiese sucedido.
La sirena de una ambulancia se escucha
a lo lejos y al fondo de la calle las luces de un camión de la basura parpadean
con la aquiescencia de las tonalidades de los
colores amarillos y grises. El viejo sigue caminando en dirección a la
otra calle, la que lleva directamente hasta el olvido. Se escucha el rítmico golpeo del cayado sobre
el suelo. El acero y la piedra chocan, se cantan canciones de entretiempo, recuerdan
armonías de viejo cabaret. La figura de Fernando se va perdiendo a lo lejos
entre las sombras de la noche y la sangre del alba, camina como un fantasma. Entre
el silencio de las calles se escuchan unas notas dulces que embriagan las primeras
luces del día que comienza a ruborizar los tejados de la gran ciudad.
Por el camino verde, camino verde, que va a la ermita, desde que te
fuiste, lloran de pena las margaritas…
FIN DE LA VERSIÓN PARA EL BLOG
MUCHAS GRACIAS A TODOS POR VUESTRA ATENCIÓN Y ESPERO QUE ESTA VERSIÓN OS HAYA GUSTADO,
Novela corta
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
No hay comentarios:
Publicar un comentario