UNOS DÍAS EN ROMA
Ha
escrito con letras mayúsculas
cómo
suena el vuelo de las palomas
sobre
la Fontana de Trevi.
Ha
visto a la soledad acampada
sobre
las arenas del Coliseo
como
una fiera hambrienta,
y
al amor brillando en los ojos
de
una bella muchacha
en
las escalinatas de la Plaza.
Ha
sentido entre sus palabras
la
nostalgia de una película
que
iluminaba Audrey
desde
los fotogramas
en
blanco y negro.
El
hombre va pasando lentamente
las
páginas escritas
en
su viejo cuaderno
mientras
sus ilusiones se consumen
dentro
del cenicero.
Arde
la brasa que le quema
como
una lengua de fósforo.
Sus
ojos contemplan
el
humo del cigarro
y
la fugacidad con que desaparece
entre
el aire del mundo.
Es
invierno en las calles
y
en el fluir del tiempo
que
se lleva sus años creativos
como
un viento de otoño.
Ahora
ya no tiene fuerzas
para
plasmar su voz en un poema
que
ilumine las páginas en blanco
con
la verdad de su existencia.
El
silencio conspira entre su mente
contra
su alma poética
porque
ya no tiene nada que decir.
Cierra
el cuaderno resignado.
Sabe
que, ahora,
su
voz es solo humo
que
se diluye por la habitación
como
los restos del tabaco.
Más
tarde, seguirá leyendo
textos
de aquellos que dieron a Roma
los
latidos de la belleza
y
los signos del arte,
los
poetas que recogieron
en
sus palabras
toda
la creatividad
del
alma del Mediterráneo
y
la grandeza de los dioses
que
coronaron con laureles
la
intimidad de los abrazos
con
la naturaleza de los hombres.
Y,
aunque no quiera aceptarlo,
el
único poema
que
le queda por componer
será
escrito con sus propias cenizas
el
día que todo termine.
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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