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Gamal despierta tumbado
en el suelo. Está apoyado sobre la tierra seca y polvorienta de una zona
desconocida para él. Ha dormido junto a una enorme palmera de la que se
derraman algunos dátiles maduros.
Va vestido con el mismo
traje que llevaba puesto cuando viajó desde Seúl hasta El Cairo, el mismo con
el que ha permanecido veinticuatro horas en una silla y el mismo con el que le
han transportado mientras dormía hasta este alejado lugar de la civilización y
del consumo.
Todavía resuena en su
oído el timbre de la voz que le anunció su inmediato reto. Era como si le
estuviesen hablando desde ultratumba.
Gamal se incorpora y ve
cómo pasan las hormigas con hojas y grano camino del hormiguero. Tiene algunas
enganchadas al pantalón que sacude con cuidado. Mira a su alrededor. Ve una
enorme superficie de tierra con arbustos entre los que reconoce sicomoros,
tamariscos, y árboles como acacias y algarrobos.
A pocos metros de él
comprueba que hay una manada de hienas sesteando bajo una higuera. A lo lejos
ve trotar a varios asnos salvajes. Y un chacal le mira fijamente subido en una
pequeña colina. Las montañas son de escasa altura y se ven desgastadas por la
influencia de la erosión de los siglos. El viento y la lluvia son los obreros
más eficientes que existen.
Se gira en redondo y no
divisa nada que haga suponer la cercana presencia de población autóctona o
visitante. Tampoco ve caminos ni veredas por los que guiarse. Ni senderos de
ganado.
Una avispa zumba cerca
de su oreja. Se sacude con la mano con cierta violencia. La avispa persiste en
su acoso y Gamal se ve obligado a dar unos pasos para poder eludir la
insistencia del insecto. Es entonces cuando ve que junto al tronco de la
palmera hay una cantimplora. Se acerca y la coge. La abre. Huele y bebe con
cuidado. Paladea y reconoce el sabor insípido del agua. Vuelve a beber un trago
largo. Luego mueve la cantimplora para comprobar que está casi llena. —Debe
tener algo más de un litro—, se dice. No se atreve a beber más por si tarda en
encontrar un lugar donde rellenar el contenido.
Levanta los ojos y nota
cómo el sol golpea con fuerza a la tierra. Sus rayos más cálidos están aún por
llegar hasta todos los rincones de la superficie que tiene frente a sí. Su
fuerza también va a aguijonear a Gamal, quien decide en este momento, tal como
le habían indicado, iniciar el camino hacia el sol naciente, hacia el este.
Camina durante todo el
día sorteando todos los obstáculos del relieve que va encontrándose. Va
racionando el agua de que dispone con la esperanza de encontrar algún nacimiento,
alguna fuente o algún pozo donde abrevar.
La caída del sol está
muy próxima y no ha encontrado a nadie. Sólo tierra. Tierra y vegetación.
Tierra y fauna. Apenas tiene agua, está fatigado, casi desesperado y… acaba de
ver a lo lejos lo que le parece una jaima. Ese avistamiento representa la
posibilidad de encontrar quien le provea.
A lo largo del día ha
tenido varías visiones que luego resultaron ser sólo espejismos. Le sucedió con
la caravana de dromedarios que resultó ser una fila de sicomoros movidos por el
aire. Más tarde creyó ver la imagen de un gigante haciéndole señas para que se
acercase, una imagen de presencia salvadora que en realidad era un algarrobo
del que colgaban sus frutos como láminas de tejido. Ya no se fiaba de ninguna
de sus visiones.
Fue acercándose poco a
poco hacia la imagen que sus ojos le ofrecían, iba arrastrando los pies como
pequeñas escobas que rizaban la arena. Había protegido su calzado con dos
trozos del forro interior de la chaqueta que ahora llevaba anudada al cuello y
en forma de turbante sobre su cabeza.
Al llegar a la altura
de la imagen, descubrió asombrado una nueva presencia. Era la figura femenina
de una mujer ataviada al estilo tradicional que le conminó a que se sentase en
el interior de la jaima. Se presentó como una escriba enviada para proteger sus
noches del frío y de las alimañas. También le dijo que debía ponerle una prueba
que había de superar para poder despertar a la mañana siguiente. Le dijo que no
temiese y que debía comer de lo que encontrara servido sobre una alfombra.
Había frutos secos, pan
y queso. También había una jarra de agua. Gamal comenzó a comer sin pensárselo
dos veces. Mientras comía, la escriba se sentó con los pies cruzados delante de
él, y con una voz modulada y dulce, comenzó a contarle una historia. Le dijo
que debía prestar toda la atención de que fuese capaz porque en ello le iba la
vida.
CONTINUARÁ...
NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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