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A la mañana siguiente, Gamal despertó acurrucado entre sus propios brazos. No había rastro de la jaima
que le cobijó la noche anterior. Su cantimplora volvía a estar llena de agua.
El sol ya estaba en lo alto del cielo. En el entorno vislumbró a la manada de
hielas que parecía seguir su rumbo como si acechasen a una víctima de su propia
osadía, alguien que tarde o temprano acabaría sucumbiendo.
El hombre inició de
nuevo su camino en dirección hacia el sol naciente. El día era más caluroso que
el anterior y pronto comenzó a notar la humedad que su sudor provocaba en una
piel ya reseca por la intensidad de las últimas jornadas.
El cansancio hacía
mella conforme iban pasando las horas. Ya no bastaba con reconocer las plantas
y buscar analogismos entre las hojas de unas y de otras ya que cada vez eran
menos frecuentes. Tampoco bastaba con intentar dar nombres nuevos a las
tonalidades de la tierra o a las aristas de las rocas que encontraba a su paso.
Ni era suficiente con advertir dónde y cuándo encontraba un lagarto, o una
langosta, o un ciempiés. Nada era suficiente para que su mente no cejase de ir,
una y otra vez, a beber de la fuente del cansancio.
El terreno se hacía
cada vez más inhóspito. La temperatura aumentaba muy deprisa y el árbitro
intentaba protegerse del sol colocando las manos sobre la frente. Iba contando
las gotas de sudor que le resbalaban por la nariz y se desprendían desde la
punta de la curva nasal como almas olvidadas e iban cayendo a un suelo que cada
vez quemaba más.
Los roquedales
sedientos se iban mezclando con otras zonas en las que pisar la arena se hacía
casi insoportable. El calor sofocante le asfixiaba al igual que su sed, su
dolor y sus remordimientos. Había bebido sin control a consecuencia de las
altas temperaturas y ya no quedaba agua en su cantimplora. Sus ojos tenían la
mirada lánguida de quien espera que se ejecute la sentencia porque ya hace
tiempo que perdió la esperanza de salvarse.
Pasado el mediodía, ya
dentro de las horas soporíferas de la tarde, le era imposible continuar
caminando. Se detuvo y buscó con la mirada alguna zona donde poder guarecerse.
Estaba en una planicie desolada. No había vegetación, ni tan siquiera una roca
grande que proyectase algo de sombra. Empezó a creer que había llegado a su
final. Miró con amargura aquel paisaje casi desértico y se le ocurrió una idea
para intentar descansar y confiar en la providencia. El suelo era muy arenoso y
pensó en cavar un agujero y colocar parte de su ropa haciendo una pequeña loma
que le diese sombra.
Se puso a cavar
protegiéndose las manos con trozos de tela que arrancó de los pantalones.
Cuando consideró que ya era suficiente, dispuso la chaqueta como falso techo
del agujero y antes de introducirse en la oquedad arenosa, dirigió su mirada
hacia el camino recorrido. A lo lejos vio caminar en su dirección al grupo de
hienas. Iban a paso lento, con la mirada fija en la distancia. Vio su imagen
reflejada en los ojos de los animales. Y se aterrorizó.
Comenzó a preguntarse
cómo sería morir siendo devorado por las hienas. Y se cuestionó toda su vida
hasta ese momento. Gran parte de ella había estado destinada a conseguir destacar
como un gran árbitro. Había sublimado la mayoría de sus esfuerzos en una
carrera hacia la fama y el dinero, escaso para el que ganan las estrellas del
fútbol, pero muy abundante para lo que él había conocido en su vida de aldeano.
¿Realmente había tenido sentido? Sabía que había descuidado muchas otras cosas.
Pero ahora ya no importaba nada. Iba a morir. Y la muerte le horrorizaba. No
sabía si tendría la valentía suficiente para notar las dentelladas de las
hienas mientras, aún con vida, fuese impotente para alejarlas del agujero en el
que estaba y que podía ser su improvisada tumba.
Su mente se nublaba por
momentos, la falta de agua en su organismo hacía que sus ojos resecos no
percibieran con nitidez la luz. Apenas tenía energía para recordar alguna
oración y poder rezar pidiendo clemencia para sus pecados. Se desmayó dentro
del agujero excavado en la arena y perdió el conocimiento.
Así pasó varias horas.
El sol cayó del cielo por el lado opuesto al que había salido y los colores del
crepúsculo comenzaron a matizar la arena con una melancolía enlutada por los
siglos. Su cuerpo notó que las temperaturas habían bajado. Su propio sudor le
había guarecido de la deshidratación extrema. Su corazón había reducido los
latidos al ritmo necesario para mantenerle con vida.
Despertó en medio de
aquella soledad. Aún tenía en los oídos el zumbido silbante del viento, el
mismo viento que seguía batiendo la arena, pero ahora con menor intensidad.
Estaba solo y aislado en medio de ninguna parte. Completamente solo y sin
esperanza. Era una soledad de alma y no de presencia física de otros seres. Que
los había. Recordó la imagen de las hienas. Levantó la cabeza y las vio
sentadas sobre sus patas traseras a menos de cincuenta metros de donde se
encontraba. Su estómago gruñó como muestra de hambre y también de pavor. Tuvo
que bajarse los pantalones y alejar de su interior las muestras del miedo. No
pudo notar su desagradable olor porque su mente y sus ojos estaban centrados en
las hienas. Un puñado de arena hirviente le sirvió de higiene para su esfínter.
Las alimañas del
desierto no se lanzaban a por su presa. Esperaban tranquilamente. Entonces giró
su cabeza hacia el este y, alumbrada por las últimas luces del crepúsculo y
unas pequeñas lenguas de fuego, divisó a unos cien metros de dónde se
encontraba, una jaima igual a la que le había proporcionado refugio la noche
anterior.
Se dio cuenta de que en
todo el día no había pensado en la enigmática figura de la escriba. Recordó que
era inusual que un escriba fuese mujer. A lo largo de los siglos, el
conocimiento y la cultura habían estado reservados a los hombres. ¿Cómo era
posible que una mujer, además de cumplir con su función de proveer alimento al
hombre, tuviese los conocimientos que le había demostrado la noche anterior?
Pero no quiso detenerse a pensar más, ni quiso creer que la presencia femenina
fuese consecuencia de algún oculto embrujo. Las hienas estaban allí, donde
muere el crepúsculo, esperándole, y él, con las pocas fuerzas que le quedaban
iba a correr hacia la jaima implorando auxilio.
CONTINUARÁ...
NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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