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Se durmió mientras
pensaba en la imagen de la diosa Isis. Recordó las imágenes que de la misma había
visto, la incógnita que le planteó aquel extraño jeroglífico sobre la cabeza,
la inquietante sensación que sintió al detenerse en sus alas extendidas, como
un milano con cuerpo de mujer. Recordó las leyendas que figuraban bajo la imagen,
aquellas menciones a la gran maga, gran diosa madre, reina de todos los dioses, fuerza
fecundadora de la naturaleza y diosa
de la maternidad. Y su mente comenzó a divagar entre palmeras, acacias y
sicomoros.
Viajó sobre las
extensiones del alto y bajo Egipto, el reino de las dos coronas. Voló sobre la
superficie de las aguas del Nilo y se detuvo a contemplar todas las siluetas de
los animales que vivían en su entorno. Vio las imágenes sucesivas de las aldeas
ribereñas y las jaimas de los campamentos del desierto, apreció la lenta
evolución del relieve a lo largo de los siglos y contempló los avances que los
nuevos tiempos habían llevado a los pueblos de las zonas mejor comunicadas por
carretera.
Su mente era como un
pájaro que no tenía fronteras, ni en el aire ni en el tiempo; un pájaro que se
dejaba llevar por sus deseos; un pájaro que ahora volaba y volaba sin descanso,
cruzaba por encima de valles y de montañas, de ciudades y de países, de océanos
y continentes; un pájaro que en este instante sobrevolaba los campos de fútbol
donde se disputaban los partidos del mundial 2002. Y se vio arbitrando,
impartiendo justicia ante los ojos de la multitud. Después su mente le transportó,
en una milésima de segundo, hasta la imagen de un hombre desnudo sobre una cama
en una maravillosa habitación de un lujoso hotel de Seúl.
Y ya completamente
dormido, en el primer umbral del sueño, visualizó lo que había esperado
disfrutar en Seúl.
Se vio a sí mismo
tumbado sobre sábanas de seda blanca en una enorme cama de masajes, desnudo,
con una pequeña toalla cubriéndole sus vergüenzas. Notó la presencia de dos
mujeres orientales a ambos lados de su cuerpo. Las mujeres tomaban aceites de
unos pequeños frasquitos y le iban acariciando alternativamente el pecho, los
muslos, los brazos… Los ungüentos aromáticos ejercían un intenso poder
afrodisíaco. Su interior se transformaba, era poroso, una carne que absorbía el
placer como si se tratase de gotas de néctar de los dioses.
Sentía todo su cuerpo
erizado. Las manos de las mujeres volaban sobre su piel con un tacto de suave
talco. Sus pequeños cuerpos parecían tener toda la dulzura de la naturaleza.
Notaba el contacto de sus pieles, el cosquilleo que sus pezones de pera le
provocaban en la epidermis. Percibía el toque delicado de sus pequeños senos,
firmes como frutas salvajes y tan tersos como la gelatina cuando se la caricia
con plumas. Olía el perfume de sus cabellos negros y captaba el tacto de sus
mechones en el pecho, en las nalgas, en los pies.
Se excitaba por
momentos. Ahora tenía frente a su rostro los muslos y el trasero de una de las
chicas. Su mirada extasiada se perdía en las profundidades del sexo de la
joven. Notaba cómo le palpaba los genitales igual que si estuviese amasando
harina para hacer el pan del placer. Y cerró los ojos para abandonarse al
éxtasis. Sus ojos cerrados no veían otra cosa que el paraíso. Las expertas
manos de las masajistas estaban a punto de extraer una confitura de frutas
exóticas de su miembro cuando percibió, cerca de sus oídos, unos silbidos
espeluznantes.
Abrió los ojos y vio,
justo en el lugar que ocupaban las bellas jóvenes hasta hacía un segundo, a dos
cobras alzadas y amenazantes que le miraban con ojos asesinos mientras movían
sus bífidas lenguas a la velocidad del sonido. No podía zafarse de ellas.
Estaba inmovilizado. A su alrededor soplaba un viento que parecía llamarle y
empujarle hacia los gigantescos reptiles.
El viento le hablaba.
Parecía relatarle partes de la historia de su civilización. Quiso levantarse
para intentar huir del inminente ataque de los reptiles. Pero eludir la
picadura de las cobras fue tarea imposible. Las cabezas enhiestas de los
animales se lanzaron al unísono sobre su cuerpo como dos flechas de escamas. Y
su piel desnuda e indefensa recibió las certeras dentelladas del veneno. Fue un
golpe perfecto, imposible de eludir, un golpe que vio venir con la agonía de un
pobre ser inmovilizado por el terror y la fría presencia de la muerte.
Se desvaneció y notó
como su cuerpo se elevaba hasta las estrellas. Allí se acomodó junto a otros
miles de seres. Era uno más de los espectadores que veían jugar a los dioses al
fútbol. Amón, Hathor, Isis, Set, Horus, Osiris, y el resto de divinidades
egipcias, se divertían y competían con gracia por conseguir llevar el balón
hasta los satélites más lejanos de la constelación de Orión. Era un partido
infinito en el que parecía no haber ganador.
El balón con que
jugaban era la cabeza de un humano. Pero nunca era el mismo. Se producía un
cambio permanente de balón. Las cabezas aún conservaban el estupor de la muerte
en sus facciones, como una mueca detenida en el tiempo por el bálsamo aplicado
por los sacerdotes antiguos. Pudo reconocer un busto con tremendo realismo, era
su cabeza. Reconoció las facciones morenas y sanguinolentas de su rostro, rodaban
separadas del cuerpo, eran golpeadas sin cesar por los divinos jugadores entre
el júbilo del público y la pasión de los dioses que esperaban su turno con las
botas calzadas. Le dolía la cabeza, le iba a estallar…
Y despertó.
Lo hizo bañado en sudor
y en ansiedad.
Estaba solo.
El sol contemplaba el
paisaje con ojos dorados. Los árboles lamían el aire con sus hojas de
esmeralda. No se vislumbraban las hienas que le habían acompañado los días
anteriores.
Cerca de Gamal había
dos cantimploras. Eran de verdad. Todo había sido un terrible sueño y la
realidad se abría paso ante sus ojos como un paisaje reconocible.
Se acercó hasta las
cantimploras y cogió la primera. Bebió de su contenido y degustó el sabor
cremoso de la leche. Cogió la segunda y paladeó el dulce néctar de la miel.
Esta vez no había agua para la jornada. Pero lo más novedoso era que junto a
las cantimploras había una azada y un serón con semillas. Metió la mano en el
serón y cogió un puñado de granos de trigo. Los acarició en la palma de la mano
y los volvió a dejar en el recipiente de esparto.
Reanudó su lento
caminar hacia el este. Fueron posando las horas y se levantó una brisa
persistente. El terreno iba mejorando y se multiplicaban los arbustos y los
árboles. Estaba saliendo de las zonas áridas y acercándose hacia donde la
cercana presencia del agua mejoraba la atmósfera y cambiaba el color del suelo.
Y no eran espejismos. Podía tocar las acacias, las higueras, los tamariscos… A
lo lejos, los sonidos que la brisa producía en los arboles parecían voces con
extraños conjuros. Generaban en su mente sombras de personajes que corrían tras
un balón sobre terrenos de arena.
Caminó durante toda la
mañana recordando su periplo como árbitro y su trayectoria como ser humano. No
sabía si habría superado las pruebas de los elementos, ni si merecía seguir
vivo. Tampoco estaba seguro de que su camino hubiese llegado a un punto en el
cual ya no tendría que afrontar nuevos retos. De lo que sí comenzaba a estar
seguro, era que, si tenía la oportunidad, iba a procurar que a partir de ahora
todo fuese diferente.
Después de subir una
pequeña colina con las renovadas fuerzas que la leche y la miel le daban, Gamal
vio a lo lejos la lengua azul del Nilo. Cerca de la ribera del río se abría un
oasis de verdor, dentro del cual se atisbaban algunas construcciones de adobe y
cañas. Recibió la nueva imagen con alegría y buen ánimo. Fijó sus ojos en lo
que parecía una pequeña aldea con formas de vida tradicionales, en la que sus
moradores debían vivir del cultivo de hortalizas y cereales, de la pesca en el
río, y del cuidado del ganado. Y se dirigió hacia ella.
Conforme iba
acercándose también fue distinguiendo con nitidez a algunos de los habitantes
de la aldea. Los primeros que vio fueron un grupo de niños que estaban jugando
entre las palmeras. Estaban practicando el fútbol, no cabía duda.
Los niños, al ver la
silueta de Gamal llegando hasta ellos, se interesaron por la figura desgarbada
y vestida de forma estrafalaria, que cargaba una azada, dos cantimploras y un
serón. Dejaron de jugar y se dirigieron a su encuentro con la algarabía propia
de la novedad. Nada más llegar a la altura del extraño forastero, le
preguntaron que quién era y que de dónde venía.
El árbitro dijo que era
un hombre que se había perdido y que venía de occidente.
Un niño que llevaba una
pelota en la mano le volvió a preguntar:
—¿Cómo te llamas?
—No recuerdo mi nombre.
—¿Y hacia dónde vas?
—Aún no lo sé. He
caminado hacia oriente desde hace días. Estoy contento de encontraros. Estoy
muy cansado y necesito agua. Y si es posible un lugar donde descansar unos
días.
El niño que llevaba la
pelota le señaló una de las casas y le dijo que era la suya, que en ella vivía
su madre, que era viuda y que ella le daría hospedaje a cambio de las semillas
que seguramente llevaba en el serón. Después, mirando a los ojos a Gamal, con
un brillo interrogativo y casi suplicante en su mirada, le dijo:
—Después de que hayas
descansado… ¿Por qué no juegas con nosotros al fútbol? Como eres mayor, podrías
arbitrar el partido y así evitar que nos peleemos cuando no estemos de acuerdo
con alguna jugada determinada.
Al escuchar la invitación
del niño, Gamal hizo un gesto de horror y le contestó de inmediato.
—No sé lo que es el
fútbol. Ni lo que es un árbitro. Y mucho menos quiero aprender nada relacionado
con ese juego de los demonios. Perdonadme mi ignorancia.
Luego se dirigió de
nuevo al niño de la pelota.
—¿Y dices que aquella
casa es la de tu madre?
El niño asintió
mientras indicaba a los demás que volviesen al arenal situado entre las
palmeras para continuar el juego.
Gamal respiró aliviado.
Le parecía haberse sacudido el peso de una montaña de los hombros. Ajustó la
azada a su espalda y el serón al brazo izquierdo. Levantó los ojos hacia el
frente con valentía, orgulloso de su nueva identidad, y se dirigió con decisión
hacia la casa.
Cuando apenas estaba a
unos metros de la vivienda, salió de su interior una mujer que le había estado
mirando con ojos ilusionados desde que su silueta apareció por el horizonte
como un fantasma que regresa de un sueño. En su rostro reconoció la mirada de
la escriba, la mujer que le había acompañado las noches anteriores. Una
sensación de energía renovada y diferente recorrió todas las células de su
cuerpo. Y presintió que había llegado al paraíso.
FIN
NOVELA CORTA
Todos los derechos reservados
Mariano Valverde Ruiz (c)
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