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Encontró a la escriba
junto a la entrada de la tienda. Ésta le invitó a pasar. Gamal se acercó hasta
ella, le faltaba oxígeno para respirar. No dijo ni una palabra, entró y respiró
profundamente, como si estuviese exorcizando a todos los demonios que habían
dominado su alma.
La mujer le ofreció
alimento y Gamal se sentó en el suelo junto a la fuente de frutos secos, la
hogaza de pan y el trozo de queso. Antes de probar bocado se abalanzó sobre la
alfombra para coger la jarra de agua y bebió con ansiedad. Luego vertió un poco
de agua en las manos. Las frotó y se humedeció el rostro con los ojos cerrados.
Al abrirlos de nuevo comprobó que la escriba se había sentado frente a él, que
la luz de las velas llenaba de cálidos amarillos la tienda y que el aroma del
incienso penetraba en sus pulmones como una medicina reparadora. La mujer
comenzó a hablar mientras Gamal mordía el pan y asía el trozo de queso con la
mano que no utilizó para su higiene de campaña.
—En tiempos de
Akenatón, bajo la luz esmerilada de las estrellas, nació un niño destinado a
ser juez en la ciudad de Tebas. Aquel infante fue creciendo bajo la protección
de Isis. Los sacerdotes que cuidaban del templo le instruyeron en los saberes
de la naturaleza humana y de las extensiones divinas de los hombres.
»A lo largo de los años
fue creciendo su conocimiento de las flaquezas y debilidades de los mortales y
de la forma de impartir justicia para que el camino de la comunidad egipcia se
fuese allanando hacia las estrellas, última morada de los hombres. Pero también
fue creciendo en la misma medida su deseo de alcanzar mayor poder y notoriedad
entre las élites.
»Cuando los sacerdotes
consideraron que estaba preparado para ejercer su función sagrada, le llevaron
ante el templo de Isis y consagraron su alma en una ceremonia rodeada del más
excelso secretismo, y para la que tuvo que purificarse ayunando durante cinco
días. Se hicieron las ofrendas de alimentos y de útiles sagrados, y se le
impuso la tiara de lino y el collar dorado, que eran los abalorios que le
permitían impartir justicia por delegación del faraón. Tan sólo en caso de duda
razonable debía llevar los casos a la corte para que fuese el Dios sobre la
tierra quien dictaminase.
»Conforme aumentaba su
experiencia al juzgar a los infractores de las leyes impuestas por la tradición
y la voluntad faraónica, crecía su sentimiento de infalibilidad y de grandeza.
Y así sucedió hasta que llegó un momento determinante para su vida, el caso en
que Himen, el juez de Tebas, vería como su destino trascendía la vulgaridad
para adentrarse en otra dimensión aún desconocida para él.
»El sumo sacerdote del
templo de Isis convocó a todos los ganaderos para que le llevasen su mejor toro
para realizar un sacrificio a la diosa con motivo de la segunda luna de agosto.
Se seleccionaría al mejor espécimen para ser castrado ante los ojos de la diosa
y posteriormente sacrificado en honor a la misma para que ésta siguiera
otorgando su benéfica protección a los sacerdotes del templo.
»Concluido el proceso,
tras la última y definitiva elección, surgió un conflicto inesperado. Siset, un
ganadero cuyo ejemplar no había pasado las primeras rondas de selección, pidió
audiencia con el sumo sacerdote y denunció a Tosmet, el ganadero que había
presentado al toro seleccionado finalmente para la sagrada ofrenda. Siset,
mostrando una ira irreprimible por la injusticia que se estaba cometiendo,
aseguró que el toro le había sido robado.
»El tema no era baladí,
tenía su importancia. El dueño del toro seleccionado se vería beneficiado por
una serie de privilegios que muy pocos de los siervos del faraón podrían haber
soñado siquiera en la mejor de sus noches. Pertenecería por derecho a la corte
durante toda su vida y por tanto gozaría de fortuna, fiestas y propiedades. Su
vida estaría rodeada de lujos, placeres y caprichos. Por consiguiente, no se
trataba tan sólo de averiguar la verdad, de castigar el delito, o de
restablecer la propiedad al legítimo dueño, también se trataba de interpretar
la justicia con las letras de la verdad y de adjudicar los honores que el azar
había ofrecido a uno de aquellos humildes ganaderos.
»Planteado el conflicto
en términos de justicia suprema, el caso se presentó ante el juez Himen. Éste,
rodeado de su pátina dorada, escuchó a los encausados. Tosmet, el ganadero que
había sido denunciado por el robo del animal, alegó en su defensa que para demostrar
su propiedad sobre el animal, había una característica que nadie conocía: el
toro sólo comía hierba durante los días soleados. Siset, el acusador, mantuvo
su demanda diciendo que el animal era hijo de su mejor vaca y que la propia
diosa Isis le había alimentado desde ternero.
»El juicio se fue
calentando y el juez Himen se vio envuelto en una red de acusaciones de ida y
vuelta entre los dos ganaderos. La alta dignidad les miraba impasible y
escuchaba sus insultos y sus bravatas. Durante unos minutos estuvo intentando
ver, en las acciones y en las miradas de los ganaderos, si había alguna señal
que le aclarase quién era el verdadero dueño. No hubo nada determinante. Ante
la duda tuvo una idea alentadora. Himen alzó la voz y con tono sereno dijo que
se sometería al toro a una prueba en el plazo de tres días a contar desde la
fecha y que después, vistos los resultados y con la ayuda de los dioses,
dictaría sentencia.
»El día de la prueba el
cielo estaba encapotado, las nubes cubrían todo el horizonte con su manto de
gris bruma. El toro, hasta ese momento en custodia por los guardias, fue
llevado hasta un lugar en el que el pasto era abundante. Allí se convocó a los
dos ganaderos para que presenciasen la prueba. Tosmet, al ver el estado del
cielo, estaba seguro de que el toro no comería y el tema quedaría resuelto.
Siset, el ganadero demandante, llevó con él varios escudos muy bruñidos que
portaban diez sirvientes junto con otras tantas antorchas encendidas. Al ser
preguntado por el motivo de su singular aparición se limitó a decir que era
para que el acto tuviese mayor solemnidad, y que con el debido respeto para el
juez, se había permitido llevarlos para mostrar honor y gloria ante tan alta
dignidad de la justicia.
»El juez Himen dio
orden de que se le quitase el bozal al toro y se le dejase pastar libremente.
En ese momento, Siset hizo una seña a sus sirvientes, y estos colocaron a la
vez las antorchas delante de los escudos, produciendo un reflejo dorado que
iluminó la zona donde se encontraba el toro. El animal caminó algunos pasos,
giró la cabeza en varias ocasiones, quiso vislumbrar la inusual expectación de
todos los que allí le observaban en silencio, y finalmente, olisqueó la hierba,
y comenzó a morder los tallos más frescos. Un rumor de cuchicheos recorrió las
filas de los asistentes a la prueba. Tosmet palideció y quiso desaparecer de
inmediato.
»El juez Himen no
advirtió lo sucedido con las antorchas y los escudos. Su elevada posición se lo
impedía. Tampoco vio los movimientos posteriores, cuando los escudos y las
antorchas fueron retirados de la posición que tenían, justo en el momento en
que se anunció que la prueba había terminado.
»Himen estaba
satisfecho. Entonces, se dirigió a los encausados y les hizo colocarse de
rodillas ante él. Con voz muy altiva dijo que aquel toro había comido hierba en
un día nublado y que, por tanto, no era cierto lo que aducía el demandado,
Tosmet, y, por consiguiente, fallaba en favor del demandante, Siset. Continuó
diciendo que castigaba a Tosmet, el ganadero que había presentado al toro no
siendo suyo, con cien azotes por el intento de engaño, y con entregar todo su
ganado, y todas sus propiedades al faraón, para sufragar los gastos del juicio.
Del mismo modo premiaba con los beneficios de la corte al legítimo dueño, Siset,
tanto para él como para sus descendientes, lo hacía así para resarcirle de su
afrenta al serle robado el toro elegido para ofrecer a Isis.
»Posteriormente, el
toro fue llevado a los corrales del templo hasta que llegase el día de la
ofrenda. Durante los siguientes días el cielo siguió nublado y la luz del sol
no se hizo notar. El ambiente era desapacible y lloviznaba en algunas
ocasiones. El toro no comía nada. Le arrojaban hierbas frescas y los cereales
mejor conservados pero el animal los dejaba en el mismo lugar en que caían. Y
así, día a día, el toro seguía sin probar bocado. Los cuidadores advirtieron
que había enfermado. Lo comunicaron al sumo sacerdote con gran pesar, y
temiendo alguna suerte de represalias, añadieron que ellos no tenían nada que
ver en los males que aquejaban al semental.
»Cuando el sacerdote
comprobó el estado lamentable del toro, dijo que no servía para el sacrificio.
Malhumorado y exhibiendo toda la energía que le propiciaba su posición ante el
faraón, dio orden de que se investigase el asunto. Y de que se castigase al
dueño del animal. Los guardias buscaron en la corte al ganadero Siset y le
detuvieron. Éste, al conocer la causa de su arresto, dijo que el animal no era
suyo, que era del otro ganadero, de Tosmet, que todo había sido fruto de una
confusión. Que su demanda fue un error a consecuencia de que un sirviente le
había engañado.
»El sumo sacerdote fue
puntualmente informado y consideró que el juez Himen no había realizado bien su
función, y en consecuencia, debía ser llevado ante el faraón para que éste
considerara su destitución.
»La audiencia fue muy
breve. El faraón asumió como fidedigna la versión de los hechos que le presentó
el sumo sacerdote. El juez Himen intentó defenderse diciendo que había
dictaminado según lo que había visto. Y el faraón no le eximió de culpabilidad,
y le condenó a ser enterrado hasta la cabeza cerca de un termitero para que las
voraces carnívoras de Nubia devorasen sus ojos.
Gamal se llevó las
manos a la cara al escuchar estas últimas palabras de la escriba. La mujer
esperó pacientemente un tiempo prudencial antes de formular su pregunta.
—¿Fue aquélla una
decisión justa del faraón?
El árbitro estaba
totalmente compungido. Había asociado el error del juez al error propio
cometido en el partido España-Corea del Sur, cuando no dio por legal el gol de
Morientes, al considerar que el balón conducido por Joaquín había salido del
campo, sin que en realidad hubiese sido así.
Gamal, con voz
quebrada, repitiendo en su mente las imágenes cruciales del partido, a la vez
que imaginando al juez con la cabeza ensangrentada, y las cuencas de sus ojos
llenas de termitas, dijo:
—Es de justicia que la
verdad triunfe. Quien no sepa impartirla no es digno de erigirse en juez de
nada.
Cuando la escriba
escuchó aquellas palabras, expresadas, sin duda alguna, desde la sinceridad más
absoluta, sus labios dibujaron una blanca sonrisa complaciente. Y le indicó con
dulzura:
—Tu corazón ha resuelto
el conflicto. Ahora puedes dormir. Tu destino ha de seguir su curso bajo las
instrucciones de los dioses de nuestra civilización.
El hombre respiró con
alivio y se recostó en el suelo. En pocos minutos estaba totalmente dormido.
CONTINUARÁ...
NOVELA CORTA
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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