EL ESPEJO
Sara
tiene la costumbre de regalar un alfiler de corbata a sus amantes. Las formas,
motivos y dimensiones varían según las medidas al natural de cada uno de ellos.
Al elegirlos se deja llevar por las ocultas sensaciones que le han producido, esos
devaneos del instinto que no se cuentan a nadie.
Ahora
está frente al espejo de su tocador. Piensa ocultarle a su espejo lo que está
pensando. Pero su mente sigue divagando.
Cuando
entrega los alfileres a los hombres les está enviando un mensaje subliminal que
no todos entienden. —Los hombres son así— piensa, —qué le vamos a hacer. Quizá
por eso nos gustan tanto a las mujeres, sobre todo a las que no tenemos
prejuicios para soportarlos—. Al colocárselos, con unas palabras cariñosas que
le salen, no sabe de dónde, les manifiesta una sutil forma de despedida, les
está endosando un frío metal que sustituye a la ceniza volátil en que queda
toda su relación.
Sara
procura comprar los alfileres en tiendas distintas, y siempre, aunque lo tenga
claro de antemano, pide consejo a la dependienta que le atiende. —Es para mi
marido— les dice, —es el aniversario de nuestro amor—. Sabe que son coñas y ríe
entre dientes sin que se le note. Suele cambiar el color, la intensidad del
brillo y la consistencia del material de que están hechos los alfileres de
corbata. Unos son más duros, otros más flácidos, otros más flexibles.
Cuando
se encuentra por la calle a alguno de los portadores de sus regalos recuerda el
sabor de su fruta amorosa, sus cuerpos sudorosos y fatigados, el tedio que les
cubría la piel después de sus arrebatos pasionales. Luego conviene consigo
misma que todos son iguales. De ninguno llora su ausencia, ni recuerda sus
nombres o el tacto de sus pieles o el abrupto sabor a nicotina de los
fumadores. Son los alfileres los que le indican que éste o aquél la distrajeron
unos minutos más o menos agradables.
En
su fuero interno hay un combate entre fueras opuestas. Su mente y su
imaginación van por un camino, la realidad por otro. Se resiste a establecer
comparaciones entre los hombres, las diferencias entre sus modales, las formas
de intentar seducirla, el tamaño de sus atributos o la desgana con la que ella
les miraba después de que todo hubiese terminado. Piensa que cuantos más
alfileres de corbata regale, más bella se encontrará en el espejo de su
tocador.
Ahora
toma un peine y comienza a alisar sus cabellos mientras distraídamente sus ojos
se posan en la imagen que devuelve el espejo. Es la imagen de una mujer cansada.
Una imagen que parece contarle cómo son sus días y sus noches, una mujer
abnegada, sufridora, fiel a su marido por imperativos sociales y familiares.
Una mujer muy distinta a la que su mente cree ver. La tristeza flota por la
superficie del cristal como agua fría y matizada de insatisfacción.
No
quiere verse. Baja sus ojos a la vez que el peine llega a las puntas de sus
cabellos. Sobre la superficie del tocador reposan varias sortijas que le ha ido
regalando su marido a lo largo de los años. No quiere verlas. Sabe que cada uno
de ellas es un regalo para satisfacer la conciencia de su marido después de una
infidelidad. Lo supo poco después de casarse por boca de una amiga casada con
un compañero de trabajo de su marido. Su amiga se divorció tras conseguir la
confesión de su hombre, quién la justificó como algo normal relacionado con sus
actividades mercantiles por medio mundo. Ella no se atrevió nunca a preguntar a
su marido si le era infiel. Se limitó a seguir viviendo mirando hacia otro lado
y construyendo una salida en su mente para mitigar las frustraciones que año
tras año se iban acrecentando en sus carnes como una levadura de
insatisfacción.
Levanta
los ojos y se mira de frente. Intenta imaginar una nueva aventura pero no
puede. Una lágrima rota por las arugas de la piel cae por su mejilla como un
río sin afluentes. Tiene que sobreponerse. Ha de estar lista para las ocho de
la tarde. Su marido la va a recoger para ir a una fiesta organizada por la
empresa. Allí verá a todas las esposas de los altos directivos y ha de jugar el
papel encomendado por su marido. Mantener la imagen, relacionarse con soltura y
prestar mucha atención a los comentarios de las mujeres, son algunas de sus
obligaciones.
No
sabe cómo ha llegado hasta este nivel de desorientación. — ¿Cuál es la verdadera
mujer que hay dentro de mí?— se pregunta mientras sigue peinándose. Y vuelve a
caer en un estado de postración momentánea. El sonido de la puerta le hace
volver a la realidad. Es su marido. El golpe producido por la puerta al
cerrarse hace que por su mente pase un hilo de cordura que le invita a creer
que la Sara que regala alfileres de corbata a sus amantes nunca ha existido,
que todo son ensoñaciones, secretas argucias de la mente para hacer soportable
una vida insatisfecha.
—En
dos minutos estoy lista.
—Soy
Stuart señora, el chofer de su marido. Me manda a recogerla y le envía este
antifaz para que se lo ponga. La fiesta de esta noche es una mascarada de
inocentes. Nadie debe reconocerse.
Sara
vuelve a mirarse al espejo. Un brillo extraño ha aparecido en sus ojos como un
rayo de luz azulada. En menos de un minuto termina de arreglarse. Se siente
alterada. Su sangre fluye con una velocidad desconocida para ella hasta ese
momento. Se coloca los tacones y revisa su imagen en el espejo antes de salir
del dormitorio. Ahora parece no reconocerse. Se ve distinta. Como la mujer que
hubiese querido ser.
Sonríe
mientras inicia el camino de salida de la habitación. Abre la puerta y ve la
imagen apuesta de Stuart. Se detiene y vuelve sobre sus pasos hasta el tocador.
Toma un pequeño bolso de mano y va hasta los cajones donde su marido guarda los
relojes, los gemelos y los alfileres de corbata. Elige un alfiler al azar. Lo
coloca en el interior de su bolso y lo cierra. Respira profundamente y se
retoca el cabello. Se gira y mira hacia la puerta abierta de su dormitorio como
si viese la abertura de una jaula. Cuando sale de su dormitorio el aire
adquiere una nueva fragancia, y el tiempo, hasta ahora detenido, inicia una
vertiginosa carrera hacia otra dimensión. Sara se mueve con la gracia de la
esperanza y la picardía de una nueva vida.
28
de diciembre de 2013
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Mariano
Valverde Ruiz ©
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