DÍA LIBRE
Nada
perfecto permanece demasiado tiempo.
Mi
mujer entra en el dormitorio como un torbellino que ha acelerado la velocidad
centrífuga de las partículas que lo forman mientras fregaba los platos de la
cena, y sacaba brillo al cristal de la cocina. Sube la persiana de golpe, con
el propósito definido de joder la marrana, valga la expresión mundana para
añadir un toque de cachondeo delicado a la acción deliberada de mi querida
esposa, y sin darme tiempo para protestar me espeta sin consideración los
buenos días.
—Levántate
ya.
Acto
seguido, sin echar mano a un diccionario de sinónimos para aclararme la orden y
arrojar algo de luz a la expresión imperativa que rebota por las paredes de la
alcoba huyendo como un corzo malhumorado del resplandor que traspasa la
ventana, tira del edredón y deja al descubierto las bondades de la pereza.
—Son
las diez de la mañana.
Después
pierde un poco de su tiempo recogiendo el pijama mientras masculla no sé qué
rosario cristiano, mahometano o judío. ¡Maldita la gracia que me hace!
—¿Quieres
levantarte de una vez?
No
me mira, ni repara en las abundancias matinales del frasquito que guarda las
esencias. La tercera extremidad amenaza con rebelarse contra la tela que le
cubre y oponerse a la servidumbre del sueño. Pienso que es una oportunidad de
oro para pasar la mañana y dejarse de gaitas. Pero todo queda en papel para
embalar una decepción tras unos segundos de notar el frío, o más bien, el hielo
polar, que se cuela por la ventana soplando de cara a la lascivia.
—¿Es
que no trabajas hoy?
No
—le digo—, tengo el día libre.
La
escucho refunfuñar. Luego se mueve con celeridad de una punta a otra del
dormitorio. Parece pregonar la indignación como consecuencia de mi
desocupación. Me parece entender que hace planes para descolgar unas cortinas,
cambiar el lavabo de sitio, reponer las lámparas fundidas, y no sé qué más
tareas para llenar mis horas de asueto. ¡Cómo si uno estuviese para tanto
trabajo recién despertado!
Creo
que en el fondo se alegra de tenerme en casa para poder machacarme como a un
ajo seco. No le daré ese gustazo. No se puede ser perfecto, hay que dar una de
cal y otra de arena para mantener un clima de incertidumbre en la pareja que la
mantenga viva. Si no, ya sabes, por uno o por otro, llega el aburrimiento y se
acabó.
Me
visto en dos saltos. Me tomo un café, sin azúcar para no utilizar los segundos
que son necesarios para servírmelo y a la calle.
Decido
ir al bar para leer el periódico. Cuando llego hay muy pocos clientes. El
camarero, que parece haber comido lengua esta mañana, comienza a contarme que
hace tres meses que no le pagan, que no llega a fin de mes y que su situación
es muy compleja porque le han avisado que le van a echar de su casa. Me pide
una ayuda para estas fechas navideñas. Le doy los cinco euros que llevaba para
comprar tabaco y me despido antes de que siga contándome desgracias.
Cojo
el metro en la primera estación que veo para ir a la biblioteca a ver si allí
puedo leer el periódico tranquilo. Después de pasar dos estaciones nos anuncian
que hay una avería en la red y que tendremos que bajar en la siguiente. Cuando
salgo a la calle veo que está cortada por una manifestación y que me será
imposible llegar andando a la biblioteca. Así que, decido buscar un sitio donde
sentarme y dejar pasar el tiempo sin hacer nada.
Apenas
llevo cinco minutos sentado cuando suena el teléfono. Es el jefe de la
redacción. Con pocas palabras me dice que lamenta molestarme en mi día libre
pero que la noticia marca el ritmo de la actualidad y que he de trasladarme al
polo norte donde Papá Noel se ha declarado en huelga de hambre porque le han
recortado el presupuesto para juguetes. Me dice que apremie y que vaya directo
al aeropuerto para tomar el primer vuelo. Le digo que si está de broma. Y me
contesta que la broma será despedirme si no voy a cubrir la noticia.
Tras
cinco horas de vuelo, con el estómago reclamando su diaria manutención, me veo
en una caravana de periodistas camino de los aposentos de Papá Noel. Fotografío,
entre empujones y codazos, la fachada de su casa. Hay cientos de pancartas
rajando de los sistemas políticos, blasfemando al liberalismo y contra la
hipocresía. Saco primeros planos de todos los mensajes. Me pongo a la cola de
los periodistas que quieren entrevistarle. Entre unos y otros decidimos que nos
pasaremos las declaraciones que dé al primero que consiga llegar hasta su lado.
No va a ser fácil. Hay un cinturón de policías que no deja avanzar a nadie.
Es
noche cerrada. El tiempo apremia. Ninguno ha conseguido hablar con el
huelguista. Algunos han sugerido que sea sustituido por los Reyes Magos. Otros
piensan en ampliar la jornada a Santa Claus. Hay quien opina que los nomos
podrían hacer su trabajo. Y yo, a estas horas, me acuerdo de lo que estará
pensando mi mujer. Le había prometido un lavavajillas para Navidad. Si Papá
Noel no se lo lleva, me veo fregando platos toda la vida. Y con alguna fuente
en la cabeza.
De
repente se escucha un murmullo que va creciendo entre las filas de periodistas
que estamos apostados frente a la casa de Papá Noel.
—¿Qué
pasa?— pregunto. El compañero que hay delante de mí se vuelve y me dice:
—Parece
que todo se arregla. Alguien, no se sabe quién, le ha convencido para que
reparta equitativamente lo que tiene, y que no se pierda la ilusión por el
futuro. Ha tomado la decisión después de leer una carta.
Ya
en el avión, he redactado mi artículo lo mejor que he podido y lo he enviado al
redactor jefe con urgencia. Misión cumplida.
Con
el alba del nuevo día estoy en casa. Mi mujer duerme a pierna suelta. Me meto
en la cama. Se despierta y me dice:
—No
te oí llegar. Ya estás despierto. ¡Magnífico! Quedan dos horas para que te
tengas que ir a la redacción y podemos aprovecharlas. Sabes qué le he pedido a
Papá Noel para ti. Un maravilloso maletín para reformas domésticas. Y le puse
en la carta: como no me lo traigas le diré a Mamá Noel que te ponga los cuernos
con los Reyes Magos.
24 de diciembre de 2013
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Mariano Valverde Ruiz (c)
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