NADA
ES IGUAL
A
los antiguos hombres
que
amaban las palabras,
les
gustaba el aire y la luz
como
símbolos de pureza.
Y
procuraban que sus voces
germinasen
en su interior
con
la identidad del silencio.
Después,
las lanzaban al viento
para
repoblar el planeta
con
los frutos de sus verdades.
Subían
a las copas de los árboles
para
acercarse al resplandor
que
llegaba del cielo,
o
tal vez lo hiciesen,
sin
ser conscientes
de
su osada temeridad,
para
buscar similitudes
con
algún dios del universo.
Ahora,
la
luz ya no es la misma,
no
tiene las virtudes de sus voces,
nadie
aprecia su simbolismo
entre
los caminos del alma,
ni
refulge en las noches
como
un delirio de estrellas
que
ilumina los sueños.
Ahora,
el
aire no recuerda
a
las indumentarias de la vida,
a
la respiración de los humildes,
al
desahogo fugaz de los que sufren,
a
las fragancias dulces
de
la naturaleza,
a
ese aroma de las cosas
que
han hecho grandes a los hombres.
Ya
nada es igual
que
durante los tiempos
en
los que había
poetas
en los bosques.
A
la luz y al aire del planeta
les
faltan las moléculas
que
aportaban oxígeno a las mentes
de
los que querían cambiar el mundo.
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