EN UNA ESQUINA DE COLLIURE
Camina
con las hojas
que
arrastra el viento
por
una calle de Colliure
como
un niño que guarda en su memoria
la
dimensión del tiempo.
Aunque
abandonase a su infancia
entre
los naranjos floridos
de
un patio de Sevilla
y
la vida llevase su aventura
por
todos los caminos sin calzada
que
traza el pensamiento,
hoy
quiere jugar con la tierra
muy
cerca de los troncos de los árboles
que
darán sombra a su recuerdo.
Dibuja
lazos verdes en el aire,
los
llena del blanco azahar
que
decora las flores
con
las luces de su memoria,
y
pide a los gorriones
que
jueguen con las ramas
antes
de que el invierno
destruya
su alegría.
Quiere
abrazar los troncos
de
los árboles
antes
de que las llamas de la guerra
busquen
las nubes
con
sus escalas grises
y
se escuchen llorar
a
las aguas heridas de los ríos
que
no encuentran el mar.
Quiere
jugar con esas olas
que
regalan su blanco creativo
a
los pies de la arena
mientras
regresan a su lado
del
exilio del mar
como
caminantes sin rumbo.
Quiere
ser compañero
de
todas las conciencias que huyen
hacia
el interior de los bosques
como
habitantes rotos
por
la tragedia.
Por
eso no duerme en la tierra
que
cubre sus cenizas,
camina
sin cesar igual que un niño
que
busca la verdad
por
las veredas del universo,
como
un viejo cometa
de
la fraternidad,
de
la filosofía y del misterio.
En
los montes cercanos,
parece
que los pinos
presientan
las auroras,
que
las aves frecuenten
las
ramas de un viejo olmo,
que
el tronco de un árbol
alce
la vida en medio del azul
con
las cenizas de un amor
que
se llevó la muerte.
En
una esquina de Colliure
hay
un pequeño gorrión
que
despierta del sueño.
Extiende
sus alas al aire
y
acepta las caricias
de
la brisa del mar,
igual
que la voz del maestro
que
llegó hasta Colliure
con
la canción de la humildad,
la
monotonía del agua
y
la profundidad de sus poemas.
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