LOS
OLVIDOS IMPRUDENTES
Cuando
ladran los perros
al
frío de la tarde,
el
aire mueve
las
hojas de los árboles
y
agita los sentidos de los hombres
para
que busquen dónde cobijarse
de
la vil intemperie.
Las
gentes corren por las sendas
abiertas
en la tierra,
entre
los matorrales de cemento,
cruzan
puentes metálicos,
sortean
los semáforos
de
color amarillo,
eluden
los abismos
que
reclaman sus mentes
y
no miran atrás por si arrastran sus sombras.
Unos
van hacia sus refugios
como
seres cansados de sus propios errores,
otros
entran en las tabernas
para
quemar su aliento
con
una sonrisa cercana,
o
siguen el destino de las sombras
que
guían sus desvelos.
Pero,
a menudo, se olvidan
de
ver cómo atardece
en
el crepúsculo de un verso,
de
disfrutar la luz malva del cielo
o
el denso crepitar de los colores
que
difuminan el paisaje
con
sus tonos inaprensibles.
Olvidan,
de forma imprudente,
la
ternura del tiempo
que
nos dona su abrazo
con
la melancolía y la belleza.
Olvidan
la materia de los hombres
y
todo lo inasible del entorno
que
condiciona nuestro mundo.
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