jueves, 30 de agosto de 2018

UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS




UNA NOCHE EN EL CASTILLO DE TERREROS


En cualquier lugar y en el momento menos esperado, por mucho que se haya planeado un comportamiento y una actitud determinada, o se tenga un objetivo definido, puede ocurrir lo inesperado y echar por tierra todo lo previsto. Especialmente si se trata de un lugar con historia, en el que hayan transcurrido los siglos, con su reguero de personajes anónimos, y lo remoto esté fuera del alcance de los vivos. Y más aún, si es la noche la que se cierne sobre el paisaje con su halo de misterio, acaso de ironía mordaz, para otorgar a las cosas un matiz diferente.
«Las apariencias engañan», es un dicho popular basado en la experiencia, una expresión que tuvo especial correlación con la realidad durante la noche del 31 de agosto, en el castillo de San Juan de los Terreros, frente a las costas azuladas del Mediterráneo. La construcción defensiva que Carlos III mandó realizar en el siglo XVIII sobre la cima de una colina de gran belleza paisajística, era escenario, casi tres siglos después, del Encuentro Poético Musical del Litoral Mediterráneo. Participaban un interesante elenco de poetas y músicos, en un espectáculo donde la palabra, la armonía y la danza, aportaban al paisaje una túnica de sensaciones que daba color a la noche veraniega.
Entre el público asistente se encontraba Ceferino, un personaje singular al que sus amigos llamaban de eso modo, aunque no era su nombre verdadero. Solían sonsacarlo para que les contase alguna aventura veraniega, sabedores de que lo que narrara, era siempre falso, y de esa forma, poder divertirse a sus espaldas. Ceferino era un cuarentón de porte añejo, oxidado por las tendencias en las que se mueve la sociedad actual, de piel morena, curtida por el sol, de origen holandés, aunque llevaba muchos años viviendo en la localidad hospedado en una fonda cercana al centro. Se mantenía gracias a una pensión, ya que un amigo de sus fallecidos padres, le había diagnosticado una atrofia neuronal hacia el trabajo, que le impedía cualquier actividad remunerada.
El insigne valedor de su preciada minusvalía, había acudido al evento con la esperanza de encontrar a alguien interesante con quien dárselas de aristócrata excéntrico y poder comerse alguna rosquilla de verano, ya que llevaba meses completamente seco, desde que tuvo una aventura con una sesentona que lo confundió con un televisivo conde italiano. Conocía bien el lugar puesto que, al tener mucho tiempo libre, sin oficio ni beneficio, lo solía visitar en excursiones contemplativas. Por eso, cuando llegó, ya adentrada la noche y comenzado el acto, se colocó discretamente en una esquina de la explanada desde la que podía observar a la gente y decidir a quién acercase posteriormente.
Los versos de los poetas eran saetas en el aire que alimentaban las almas de los asistentes. Ceferino los escuchaba con cierta veneración. En algún momento de su vida, había soñado con ser poeta. Lo descartó cuando intuyó que también necesitaba trabajo y esfuerzo para escribir algo decente. Mientras escuchaba embobado, una mujer se le acercó por la espalda y le susurró al oído: «Cuéntame algo divertido». Él, giró su cuerpo, la miró y esbozó una sonrisa brillante, que dejó al descubierto el hueco oscuro de un molar superior.
Ceferino no ocultó su sorpresa al verse sorprendido por una mujer cuyos rasgos estaban muy próximos a su ideal de belleza. «Buenas noches, ¿de dónde ha salido tanta hermosura?», le dijo. «De las esquinas de la noche», le contestó ella. Dámaris era una mujer que aparentaba unos treinta años, de pelo rubio platino muy corto, facciones equilibradas, formas armoniosas y piel blanca, demasiado blanca para las avanzadas fechas del verano. Vestía un traje negro muy ajustado, con escote en uve y un cordón dorado alrededor de la cintura, del que colgaban varias caracolas engarzadas, que llegaban hasta las rodillas, donde terminaba el traje.
—¿Qué quieres que te cuente? Esta noche he venido a escuchar poesía y no a buscar caracoles, como otras noches. Te hubiese regalado el mejor para que lo colocases en tu cordón. Pero, mira por dónde, apareces cuando no tengo ninguno. Quizá yo mismo pueda suplir tal falta, y colgarme de tu cintura.
Dámaris sonrió. Hizo un gesto de estudiada coquetería y le dijo:
—¡Qué curioso! ¿Te gustan los caracoles?
—Me encanta chupetearlos, sobre todo si están cocinados con salsa picante de tomate al aroma del hinojo.
—¿Y coges muchos?
—Todos los que puedo. Algunos se me escapan —sonrió con resignación.
—¿No te da miedo venir aquí, solo, a altas horas de la noche, con los peligros que eso conlleva?
—Los caracoles no son peligrosos. Hay que buscarlos por la noche, cuando los pillas desprevenidos. Además, el aroma nocturno de las plantas, los hace más sabrosos. Tienen un gustillo que levanta a los muertos… ¡Ah, si yo te contara!
—Pues cuenta… cuenta.
—Es una larga historia. Dicen que, en esta explanada, había antiguamente una construcción que era utilizada por un recaudador de rentas. Al hombre también le gustaban los caracoles y exigía a los lugareños que, junto a las monedas de los impuestos, le trajesen un cachulero de caracoles. Como era incapaz de comérselos todos, los guardaba en la batería de costa e iba a contarlos cada domingo, mientras se decía misa para los soldados del castillo. Pronto se dio cuenta de que alguien sisaba en los cachuleros que guardaban su preciado manjar. Decidido a cazar al ladrón, hizo guardia varias noches escondido entre los fardos de pólvora, hasta que descubrió, horrorizado, que era un gran murciélago el que se los llevaba. Como era muy supersticioso, desde aquella noche, pidió a los lugareños que, junto a los caracoles, le llevasen una ristra de ajos. ¿Qué te parece la ocurrencia?
Dámaris hizo un gesto de cierta repulsión, pero, rápidamente, recuperó el control de sus facciones. Miró fijamente a Ceferino y este sintió un extraño escalofrío. Se ajustó la camisa al cuerpo y prosiguió.
—Figúrate, un murciélago gigante robando caracoles. Increíble… ¿verdad?
La mujer guardó silencio. Ceferino pensó que la estaba interesando y se animó a preguntarle.
—¿Y qué busca una mujer como tú en un sitio como este?
—A un hombre interesante —le contestó de forma directa y con una mueca pícara en su boca. A Ceferino le volvieron a brillar los dientes.
—¿A qué llamas un hombre interesante?
—A alguien como tú.
La imaginación de Ceferino comenzó a dar vueltas alrededor del cuerpo de Dámaris. Sus semanas de sequía podían estar a punto de terminar. En aquel momento, desde el escenario, se escuchan los versos apasionados de uno de los poetas. La música del piano recorría la atmósfera que los brazos esbeltos de la bailarina, trenzaba con sus movimientos. Era demasiada suerte para ser verdad. Como decía un conocido humorista, aquella mujer «se le había puesto ofrecida». Era el momento de centrar el tema en algo más romántico.
—¿Te gusta la poesía? —preguntó Ceferino.
—No acabo de entenderla. Sin embargo, escucharla en boca de otros, me sugiere sensaciones que de otro modo no sentiría, me abre los ojos hacía un mundo de sentimientos, de emociones, donde la belleza adquiere otra dimensión.
—Es cierto. A mí me pasa lo mismo. Además, cada uno de los que escriben tiene una visión diferente. Intenta definir la poesía a su modo. Unos en cuanto al fondo de lo que se cuenta, otros en cuanto a la forma en que se hace. Cada cual usa los instrumentos que conoce para canalizar su voz y expresar su mundo interior.
Dámaris asintió y dijo:
—Es todo tan extraño. Como la esencia de esta noche. La veo dentro de ti. Pareces un pirata del Magreb que se ha quedado en estas tierras a contemplar la vida y a buscar caracoles… ¿Y qué esperas de esta noche?
—Lo que seamos capaces de hacer. Mucho y nada a la vez. Porque, no esperar nada es la consecuencia de haber esperado demasiado. ¿Y tú?
—No sé… No sé… Tal vez, descubrir un sabor nuevo.
Aquella frase disparó de nuevo la imaginación de Ceferino, que al notar la picardía con la que Dámaris la pronunció, se la imaginó succionando en cierta parte de su excitada anatomía.
—Suena interesante, dijo.
Dámaris lo cogió de la mano y le volvió a susurrar al oído.
—Vamos a dar un paseo por la ladera del castillo. Desde allí observaremos el mar bajo los reflejos de las estrellas.
Ceferino se dejó llevar. Se alejaron caminando desde la explanada y descendieron por la ladera hasta un lugar donde las rocas los guarecían de la vista de los demás. El aroma del mar se mezclaba con las esencias de los matojos, el sonido de los grillos y la tibieza del aire. Estaba entusiasmado. Pensaba que aquella sería su gran noche, una noche que iba a dejar con la boca abierta a sus amigos, los que le llamaban Ceferino el Grande. Iba a ser una magnífica noche de verano en la que una desconocida lo llevaría al éxtasis.
Dámaris lo atrajo hacia sí y lo envolvió con sus brazos. Ceferino sintió una extraña turbación y comenzó a notar una flojera en las piernas que iba a más conforme notaba el contacto del cuerpo de la mujer. Por la mente de Dámaris estaban pasando imágenes que se superponían a lo largo de los siglos, sin noción temporal, personajes distintos, como aquel avaricioso recaudador de rentas, pero, siempre el mismo paisaje, aquel edificio de planta en forma de hornabeque, de muros en talud, bocel exterior, baluartes semicirculares, sillares… También pasaban por sus sentidos el relieve del acantilado, el aroma salino del mar, la dulzura de la noche, su gran aliada…
Ceferino quiso sobreponerse a la flojera que lo embargaba, a la misteriosa fuerza que lo arrastraba a abandonarse en los brazos de aquella mujer. No pudo. Como tampoco pudieron todos los que habían caído anteriormente en sus garras. Notó una leve punzada en su cuello y el tacto de unos labios carnosos que se adherían a su piel como una ventosa. Poco a poco, una sensación de cansancio lo fue debilitando hasta no poderse mantener en pie. Y ella seguía allí, acompañando su lenta caída. La mujer lo sorbía con parsimonia, deleitándose con cada chupada, disfrutando de su sangre y de su alma, paladeando un sabor nuevo: el sabor poético de los caracoles con salsa picante al aroma del hinojo.
Entre tanto, en la explanada, se mezclaban los sonidos de las notas del piano con los poemas, los aplausos con la luz de las palabras, la música de un cantautor con la danza, las sombras de la noche con los deseos inconfesables… Y en la ladera, entre las rocas, el color plateado del pelo de Dámaris se fue oscureciendo hasta el negro profundo, mientras los ojos negros de Ceferino, adquirían el color del salitre. Poco después, un gran murciélago alzaba el vuelo sobre el castillo como presagio de una próxima aventura. Al último de los poetas, se le heló la sangre.

RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
              
    
              
                               

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