LA VENUS DE LA
QUINTILLA
Hace dos milenios, en la
época del emperador Augusto, existía una villa romana situada cerca del margen
derecho del río Guadalentín, a escasos metros del rico manantial que nace al
pié del Cejo de los Enamorados. En ella vivía Pomponio, un acaudalado
comerciante que estaba casado con Berenice, una joven muy bella, para quien los
dioses habían reservado un destino especial.
La villa, dispuesta en
dos terrazas, contaba con estancias pavimentadas, baños, paredes con estucado
de colores brillantes, habitaciones para el servicio y otras dependencias. La
construcción, que Pomponio había mandado erigir años atrás como vivienda
habitual, disfrutaba de una privilegiada situación junto a la Vía Augusta que
unía Cartagonova con Andalucía a través de Eliocroca, como se conocía entonces
a nuestra Ciudad del Sol. En la zona abundaban los recursos cinegéticos y
madereros que eran muy apreciados en la cercana ciudad. Las plantas silvestres
de las laderas aromatizaban el aire y daban al paisaje el carácter de un
pequeño paraíso donde la vida transcurría plácidamente.
A Berenice le gustaba
adentrarse en las faldas de la sierra para disfrutar de la naturaleza y
recolectar flores. Solía pasear deleitándose con el tacto de tomillos, romeros
y lentiscos. Se detenía a contemplar las flores de la jara y dejaba que sus
sueños se impregnaran del misterio que atesoran las hermosas plantas silvestres,
tan bellas como ella. Una mañana descubrió que un joven la estaba observando
mientras caminaba, sus ojos asombrados destellaban la nobleza de sentimientos
que se adivinaba en la forma de mirarla y que Berenice notó muy dentro de sí.
El joven, con un semblante decidido, se acercó hasta ella, le dijo que se
llamaba Lucius, le regaló un tallo de romero que arrancó mientras se
aproximaba, dio gracias a los dioses por haberle permitido conocerla, y la
invitó a que compartiera con él unas horas mientras estaba cazando conejos.
Desde aquel día, ambos
procuraban encontrase para conocerse, reír, jugar con cualquier cosa, dando
rienda suelta a la imaginación, y disfrutar del paisaje y de su juvenil
vitalidad. Sin que fuesen capaces de percibir cómo ocurrió, se enamoraron
perdidamente y sellaron aquella realidad con besos impregnados del sabor de los
lentiscos. Las caricias con las que se agasajaban ponían en guardia a los
pájaros porque presentían que algo extraordinario iba a ocurrir en cualquier
momento. Los gestos de ambos iban más
allá de lo habitual en dos jóvenes de su época, canalizaban todas las esencias
con las que se construyen las grandes historias de amor. Las complicidades, la
pasión y la entrega fueron dominando sus almas hasta convertir el tiempo que
pasaban juntos en imprescindible para seguir viviendo. Aquellos encuentros furtivos,
a escondidas del mundo y del resto de sus realidades, se hicieron cada vez más
intensos.
Sin embargo, los días
de Berenice en la villa, junto a su marido, se hicieron cada vez más
insoportables. Una extraña tensión la atenazaba y cada vez era más difícil
disimular lo que la incendiaba por dentro. Sabía que lo que estaba viviendo con
Lucius no estaba bien, que no sería aceptado por nadie, que corría el peligro
de ser repudiada y terriblemente castigada por su falta de lealtad. Por otro
lado, se sentía culpable por engañar a su marido de aquella forma, un hombre
bueno, al que tenía cariño por haberla colmado de parabienes y atenciones desde
que la hizo su esposa. Pero era incapaz de abandonar su relación con Lucius, no
podía oponerse a la pasión que latía en su corazón cuando estaba con él, cuando
notaba su cuerpo, el aroma de su piel, la fuerza de sus miembros varoniles, la
delicadeza de sus palabras, el sabor de sus besos y la potencia del abrazo de
su alma. Y ocurrió lo que nunca imaginó pudiese suceder. Aquella tensión terrible
en la que vivía, fue minando su salud lentamente, hasta que, debilitada por la
ansiedad, unas fiebres la postraron en el lecho. Pomponio, alarmado por la
salud de su joven esposa, hizo llamar a los mejores sanadores de la zona para
que la cuidasen. A pesar de todo, la salud de Berenice fue empeorando con el
tiempo, agravada por la imposibilidad de volver a encontrase con Lucius, ya que
Pomponio no se separaba de su lado.
Lucius iba cada día al
lugar de sus encuentros y le inquietaba mucho que Berenice no acudiese. En las
últimas ocasiones en las que habían estado juntos, la había visto extraña. La
misma intensidad que mostraba para entregarse a él, se tornaba después en un
estado de melancolía que le preocupaba, pero para el que nunca obtenía
respuestas a las demandas de que le contase qué le ocurría. El joven mantenía
sus encuentros con Berenice en secreto, no se los había contado a nadie para
evitar que llegasen a oídos de Pomponio. Pero, ante las ausencias de Berenice,
se atrevió a abordar a una de sus sirvientas en el mercado y preguntarle por su
señora. Entonces conoció el estado por el que atravesaba su amada, e intentó
verla apoyándose en la complicidad de su sirvienta, a la que prometió colmarla
de riquezas cuando fuese llamado para servir al emperador en Roma. Sin embargo,
y a pesar de todos los intentos que hizo para convencerla de que le permitiese
entrar disfrazado a la villa cuando Pomponio no estuviese, le fue imposible ver
a su amada. Su angustia fue en aumento día a día, hasta que conoció el fatal
desenlace de la vida de Berenice.
Berenice no pudo
percibir la llegada de la muerte para llevársela a otro mundo, su estado de
extrema debilidad se lo impedía. Tan solo pudo desear, con las pocas fuerzas
que le quedaban antes de perder la consciencia, volver a encontrase con Lucius
en esta vida o en otra, y hacerlo en un lugar en el que no tuviesen que
esconderse de nadie, donde tan solo la naturaleza fuese testigo de su
amor.
Pomponio, que amaba
profundamente a su mujer, se sintió tremendamente apenado. Clamaba a Júpiter
por la pérdida que le había infringido, por haberse llevado, en la plenitud de
su vida, a una mujer tan hermosa, cuya presencia había supuesto los mejores
años de su viva, una secuencia de momentos llenos de alegría y de bienestar.
Llevado por el recuerdo de su gran amor y con la intención de que su memoria
tuviese siempre presente a la mujer que tanto adoraba, mandó hacer un mosaico
en la villa con la imagen de Berenice, una obra en la que apareció representada
como “la navegación de Venus”.
Un día, Pomponio
descubrió a Lucius cerca del sepulcro de Berenice con un ramo de margaritas
silvestres. La figura dolorida del joven, le llamó la atención, puesto que no
recordaba a ninguna persona que tuviese relación con Berenice que no le hubiese
manifestado su pesar. Aquella tarde, preguntó a su sirvienta que quién era
aquel joven que llevaba flores a la tumba de su esposa. Lo describió de la
mejor forma que pudo mientras observaba la expresión facial de su criada, en la
que pudo notar un nerviosismo inquietante. La sirvienta fue incapaz de mentir a
su amo y le confesó la verdad de todo lo que había ocurrido a sus espaldas.
Pomponio recibió la
noticia con estupor e indignación. Era lo último que habría pensado escuchar. Todo
su cuerpo se tensó mientras digería la realidad. El dolor y la ira lo transformaron en un
huracán agresivo que buscó a Lucius hasta encontrarlo. Sin mediar palabras,
arremetió contra el joven con toda su fuerza. Ambos se enzarzaron en un combate
a vida o muerte que los llevó hasta las proximidades de una columna miliaria.
El combate prosiguió hasta que un golpe de la espada de Pomponio hirió a
Lucius, quien cayó al suelo y comenzó a perder el conocimiento.
Lucius percibió la
imagen de Berenice apareciendo tras un velo de bruma. Vio su mano izquierda tocar
las espigas doradas mientras el aire ululaba y acercaba a sus sentidos una
lenta melodía que penetraba en su cuerpo como una ola de dulzura. No era
consciente de ello, pero una extraña paz le embriagaba hasta convertirse en
esencia de su pausado movimiento. No podía aspirar la pureza del aire ni notar
el bálsamo del oxígeno en sus pulmones. Caminaba hacia un punto lejano que
parecía estar muy cerca del pulso que marcaba su anhelo.
El recuerdo lo llevó de
nuevo a percibir el tacto de la piel de Berenice, a notar la mies nutritiva que
colmaba sus deseos de ternura, que le hacía enervar su hombría, que ponía de
manifiesto toda la intensidad de su deseo y cada una de las verdaderas razones
por las que había aprendido a ser hombre. Siguió caminando entre los trigales
que decoraban la huerta y los campos, cerca del río y de la Vía Augusta. El
paisaje se perdía en el horizonte como una ola infinita que acariciara el
terreno. Iba hacia su encuentro, hacia la unión definitiva entre alma y cuerpo,
hacia lo que los dioses le habían negado, hacia el punto exacto en el que
confluyen todas las inercias que nadie puede separar en la cosecha permanente
del tiempo.
La notaba cada vez más
cerca, podía sentir su aliento, su templada caricia, podía escuchar los tonos
de su voz armoniosa y reparadora, percibir la gracia de sus requiebros… el
signo milagroso de su juvenil alegría… el brillo diamantino de sus ojos… Su
corazón parecía navegar a bordo de una barca impulsada por velas blancas, una
barca que flotaba sobre los campos amarillos de Eliocroca, una barca que se
movía impulsada por el aire que ella soplaba con suavidad y que fluía cerca del
mismo silencio, lejos del dolor, de la amargura, de la muerte.
Extendió los brazos para
sentir de nuevo el tacto de las espigas, de los frutos de su pasión, de los
encuentros prohibidos que ya nadie les podría quitar. Su recuerdo era
imborrable. Estaba en el aire, en la tierra, en los trigales… La eternidad era
su dueña y los esperaba. El tiempo ya tenía a Berenice en su regazo. Él pronto
llegaría hasta ella. Lucius lo sabía. Su cuerpo había quedado junto a la
columna miliaria. Su sangre humedecía la base de la piedra tallada en el siglo
II antes de Cristo. El hilo bermejo de su vida se había unido a la mano de
Berenice poco después de que la espada de Pomponio segase su vida. Ahora ya
nadie podría impedir que su amor fuese eterno. Y el mismo aire que lo había
visto morir y que movía los trigales con una parsimonia ancestral, detuvo su caminar
en el lugar exacto en que todo ya era para siempre.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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