EL PICO DE “LA AGUILICA”
Necesitaba encontrarse
consigo misma y había echado a caminar por el sendero que sube hasta el Pico de
“la Aguilica”. No entendía qué le estaba sucediendo, faltaban solo unos días
para que cumpliese los cuarenta años y la cercanía de esa frontera le había
abierto una brecha en el corazón. Se sentía triste, meditabunda, planteándose a
menudo todo lo que había sido su vida hasta ahora. No tenía muy claro si
realmente habían merecido la pena todas las decisiones que había tomado por el
camino, sobre todo las relacionadas con sus relaciones afectivas.
Aquella mañana había
saltado de la cama mucho antes de que amaneciera. Toda su familia dormía en la
casa de verano que habían comprado en la ciudad de Águilas a principios del año
anterior. Su marido y sus hijos permanecían ajenos a lo que la había desvelado
durante casi toda la noche y había provocado la necesidad de pasear por la
Playa de Levante antes de que los bañistas colocaran sus cuerpos bajo el sol.
Desde la playa se había encaminado hacia el mirador más carismático de la
ciudad, pensaba que desde la altitud podría ver más cerca las profundidades de
su alma.
Mayte llegó hasta el
mirador mientras una suave brisa mecía con dulzura sus cabellos dorados. Dejó
navegar su vista por el paisaje que tenía frente a sí. Un juego de colores morados
y anaranjados pintaban la línea del horizonte sobre el mar. El rumor de las
olas acariciando las rocas componía una música acogedora. El amanecer estaba
próximo y se podían distinguir los barcos de pesca faenando en los caladeros
próximos a la costa pero las luces del alba no desvelaban sus dudas y sus
inquietudes.
Desde la pequeña
atalaya situada sobre las rocas se podía ver cómo el mar confluía con la ciudad
en un abrazo azul que olía a sal y a vida. Esos aromas transportaban a Mayte veinte
años atrás. El mirador era propicio para dejar volar la memoria hasta los años
en que la juventud se convertía en una pequeña barca dispuesta a navegar sobre
las aguas de los sueños. Mayte sabía que ahora era mucho más realista, menos
dada a dejarse llevar por romanticismos. Observó la ciudad, el puerto pesquero
y al fondo, la silueta del castillo de San Juan. No había habido demasiados
cambios en la fisonomía del paisaje. Águilas seguía siendo una ciudad
agradable, de gentes afables y acogedoras, donde la cordialidad permitía
alegrase de estar viva. Y recordó cómo desde sus playas soñaba con navegar
hasta el último confín del mundo, atesorando experiencias y aventuras. Sus ojos
se detuvieron en una barca que estaba varada en la playa y eso le trajo un
recuerdo grabado en su mente a base de emociones y que nadie conocía, aunque
quizá debiera confesarlo alguna vez.
Había pasado tanto
tiempo. Un tiempo durante el cual había permanecido larvado el recuerdo de la
noche más larga de su vida, la noche en que sus sentidos alcanzaron el cielo.
Bastó tan solo una mirada directa entre ojos afines, luego un gesto
inexplicable en que dos energías complementarias se tocaron ante la profundidad
de dos almas sorprendidas. Después bailaron sin perderse un momento la mirada,
como si nada ni nadie les rodeara, ajenos a la música, escuchando la melodía de
sus corazones, electrizados por el magnetismo de sus cuerpos…
Fueron pocas las
palabras que emplearon, las justas para identificarse. Él le dijo que era de
Madrid y ella le comentó que era de Lorca y que estaba de vacaciones. Después
fueron las manos las que hablaron. Salieron de la discoteca y fueron hasta la
playa mientras sus besos iban haciendo una alfombra de dulce gelatina. Se
tumbaron en la arena, junto a una barca volteada. La luna de julio decoró sus
pieles con el rocío plateado de la noche, con la pasión y la entrega que dos
cuerpos conformaron hasta convertirse en un manantial de gemidos que ruborizó a
las olas que lamían la arena.
Tras veinte años,
ninguna noche había podido igualar a aquélla. Se habían despedido con las luces
del alba. Él regresaba a su ciudad. Y ella, confundida por la experiencia, no
acertó a pedirle su teléfono, algo que hubiera sido esencial para su futuro
unos meses después, antes de decidir casarse con su actual marido. Ahora solo
le quedaba el recuerdo del hombre que la hizo navegar por el cielo y la mirada angelical
de su primera hija. «¿Por qué tendrían derecho a saberlo? ¿Acaso cambiaría
algo? Es mejor que sigan sus vidas. Él y mi hija», decidió apoyada en la roca. Ya
nadie sabrá nunca su secreto porque iba a dejarlo escondido junto al pico del
águila que aquella noche les había contemplado, como una sombra pétrea, hacer
de sus cuerpos una gota salada de vida. Debía conservar su secreto y continuar
con su vida, nadie tenía derecho a mancillar su recuerdo. Se sintió
reconfortada y satisfecha. Al fin y al cabo, ya había tocado el cielo, aunque
solo hubiese sido una vez en su vida. Y eso era suficiente.
RELATOS BREVES
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Mariano Valverde Ruiz ©
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